Capítulo 8 Memorias y Reproches

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Capítulo 8 Memorias y Reproches

Leonardo había colocado a Leila bajo un árbol sobre la grama verde del bosque. La mujer se recuperaba de las quemaduras y los golpes recibidos hacía apenas unas horas de manera sorprendente. La piel sancochada desde sus pies hasta las rodillas ya adquiría nuevas capas de tejido y lucía un color rosado pálido dando indicios de estar casi curada. Mientras el joven vampiro cortaba la cabeza de un conejo que recién había atrapado y drenaba su sangre para llenar una bota de cuero y así poder darle a beber a Leila tan pronto despertara.

El la contemplaba en silencio. Agraciadamente había podido llegar a tiempo para rescatarla. El había tenido que esconderse lejos, en unas cavernas cerca de la frontera al norte de Suabia, puesto que los mercenarios que habían sido enviados por el conde Bruce von Dorcha le habían seguido el rastro por el bosque. Eran muchos para el defenderse y apenas él había podido abastecerse con el liquido vital para ganar las fuerzas suficientes para pelear con la veintena de soldados fuertemente armados con espadas, lanzas y ballestas. Así que una vez los perdió, decidió regresar a toda prisa a Argengau, sabiendo que la transformación ya se debía haber completado. El tenía la certeza de que Leila sería una presa fácil ya que su carácter impetuoso y su condición de neófita la harían actuar con imprudencia... y así fue. Si Leonardo no hubiese llegado en el preciso instante, Leila hubiese sufrido una muerte lenta, horrible y dolorosa, aún para un vampiro.

Una vez llenada la bota, Leonardo desechó los restos del conejo tirándolos tan lejos como pudo. El cadáver del animal voló sobre las copas de los arboles cayendo casi a una milla de distancia. Así mantendría a los lobos lejos, a las aves de rapiña y a otros demonios -distintos y más espantosos que él- que habitaban en la oscuridad de los bosques. Entonces, procedió a abrir con cuidado la boca de leila para colocar entre sus labios la boquilla de la bota para verter la sangre en ella.

Leila de inmediato reconoció el dulce sabor del líquido carmesí, aún tibio y menos espeso que la sangre humana... pero delicioso y revitalizante. Leila se aferró a aquella boquilla y con sus ojos cerrados bebía extasiada bajo la mirada, casi paternal de Leonardo que aún sostenía la bota. Una vez bebida la última gota, Leila respiró profundo y abrió sus ojos por completo. El techo arbóreo que apenas permitía la entrada de la luz le parecía hermoso. Tan hermoso que traía consigo recuerdos de la postrera vez que fue feliz... tan feliz que casi alcanzaba el cielo en los brazos de... ¡Leonardo!

El cielo y el infierno fue lo que ella alcanzó mientras aquel hombre la hacía suya y la dejó tirada en el bosque convertida en un monstruo. Leila se puso de pie y se halaba de los cabellos aun hediondos a humo y a madera quemada; a tierra y a sangre humana y sangre de ella misma. Memorias espantosas entonces asaltaban su mente; eran recuerdos tan confusos como latentes.

Sus ojos se abrían en la oscuridad y sus garras rasgaban la madera de un ataúd enterrado en el frío y húmedo cementerio, sola. ¿Dónde estaba Leonardo cuando gritó desesperada y confundida? Al llegar a su casa no pidió ayuda. Solo quería matar y beber la sangre de los mortales para saciar una sed implacable, un ardor en su garganta que parecía solo tener alivio cuando bebía el preciado líquido. Y su cuerpo se llenaba de fuerza y de un vigor sobrehumano cada vez que asesinaba y se abastecía. Aquella sensación de plenitud simplemente no tenía comparación. Tanto era el éxtasis que le provocaba beber sangre humana que no le importó acabar uno a uno a todos los habitantes de la mansión von Dorcha, incluyendo a sus propios padres a quienes dejó vivos hasta el final. No sabía si por misericordia o como un método de tortura.

Y las memorias de la hoguera fueron las más desgarradoras y aterradoras. Había sido apaleada, amarrada y arrastrada por los suelos por aquel grupo de campesinos contra los cuales no pudo hacer nada. Y su piel rasgada, desangrándose y el dolor intenso mientras se estaba quemando... los rostros iracundos de los campesinos giraban a su alrededor y el encapuchado... ¡Leonardo!

—¡Tú! ¡Tú me dejaste sola tirada en el bosque, desnuda! ¡Tú me hiciste esto! ¡Lo he perdido todo por tu culpa!— Leila se abalanzaba a toda prisa sobre Leonardo que plantando un pie firme en el suelo pudo repeler la envestida.

El vampiro agarró a Leila por las muñecas evitando ser atacado por una furiosa, pero muy débil Leila. —¡Leila, por favor, cálmate! No estás viendo las cosas claras. ¡Necesitas tranquilizarte para que hablemos!

—¡Yo no tengo que hablar nada contigo, Leonardo Draccomondi! Yo te di mi vida y tú la destruiste!— Leila se sacudía para liberarse pero al cansarse, comenzó a llorar y se dejó caer al suelo sabiéndose derrotada.

Leonardo se arrodilló frente a ella y con voz tierna comenzó a hablarle. —Amore mio... mia rosa nera...Escúchame por favor. Solo estas confundida. Yo te amo... te amo desde el primer momento en que te vi cabalgar por el bosque. Pude haberte atacado inmisericordemente estando tú tan indefensa en tu naturaleza humana. Pero no lo hice. Te hice mía porque así lo deseábamos los dos y no pusiste resistencia. Te convertí porque tu cuerpo pedía a gritos salir de ese caparazón de inconformidad y amargura en el cual tu vida como humana te tenía sometida. Tú merecías ser algo más que una simple mortal destinada a cumplir los caprichos de una sociedad insípida o de un hombre cualquiera... Nuestros destinos se cruzaron porque así había de ser... ¿Acaso no lo crees así?

Leila miraba a Leonardo con rostro triste y aniñado. Había mucho de razón en lo que él le decía. Pero ella tenía mucho que entender y analizar. Su mente se encontraba confusa y sus memorias dispersas entre el mundo de los vivos, al que recién había abandonado y el de los no-muertos, al cual pertenecía ahora. Leila sentía una mezcla de odio y amor por aquella criatura hermosa que tenía frente a ella. No sabía si seguir discutiendo o agradecerle por lo que había hecho por ella. Eso era algo que aún debía ponderar.

La hermosa pelinegra miró fijamente a Leonardo y el brillo oscuro de los ojos de aquel hermoso ser hicieron olvidar por un breve instante todo lo horrible que le había acontecido. Leonardo abrazó a Leila tiernamente y luego ambos se fundieron en un apasionado beso. Leila entendió que también lo amaba...

—Tengo hambre—, Leila le dijo a Leonardo como una hija le dice a su padre.

Una sonrisa de satisfacción se dibujó en los labios de Leonardo. —Lo sé. Ven, vamos de caza.

LeilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora