𝘿𝙞𝙚𝙘𝙞𝙨𝙚𝙞𝙨

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Alondra.

Me quedé un buen rato mirando la invitación que me había llegado por Whatsapp, sin poder creer que mi papá tenía el descaro de avisarme veinticuatro horas antes y lo que era aún peor, mediante su secretaria.

Toda la situación me parecía surrealista, ese hombre que anunciaba tan campante su nuevo matrimonio como si fuera un marido ejemplar había hecho pedazos nuestra familia y la psiquis de mi mamá sin remordimiento alguno.

Que re hiciera su vida no me dolía, estaba en todo su derecho de hacer con ella lo que le plazca; lo que sí me quemaba hasta lo más profundo de las entrañas era el trato, o el mal trato si vamos al caso.

Mi madre había perdido una hija, a su marido y su salud mental, todo en cuestión de unos pocos meses. Cuando decidí seguirla a Chile a pesar de ser mayor de edad y poder quedarme en mi propio país fue únicamente por su bien, para que se sintiera acompañada y entendiera que yo no iba a abandonarla durante su tratamiento.

Los primeros meses todo marchó bien y creí haber encontrado un lugar en el que las dos tendríamos la oportunidad de reinventarnos y resurgir de las cenizas, dejar atrás tanto dolor. Hasta el día de hoy la única certeza que tengo en la vida es que del dolor no hay escape, la tristeza se adhiere al viajante como una sombra que te acecha noche y día sin importar cuántos kilómetros de distancia pongas con el lugar del hecho.

Mi mamá no pudo sanar, ni con toda la terapia del mundo ni con cuatro pastillas de medicación al día. Le dolía el alma y yo la veía con el paso de los días convertise en una mujer triste, que apenas comía y solo quería dormir sin que nada ni nadie la interrumpiera.

Cuando decidí volver fue porque después de dos años entendí que yo no podía hacer nada más, que los meses y años pasaban y ella sólo empeoraba. Volvía en sí de a ratos y me preguntaba como me había ido en el colegio, como si estuviera atascada en el pasado que existía sólo en su cabeza. Lo que me dió el pie para irme de una vez fue una tarde en la que me llamó Lucía; supe que era mejor que estuviera al cuidado de un experto.

Desde que me fui sé que su mejoría es leve, lo cual me alegra por un lado y me lastima profundamente por el otro, haciéndome pensar que quien daña todo lo que toca soy yo.

—¿Qué pasa? Estás mirando fijo la pantalla negra del celular hace más de cinco minutos. – susurró Valentín, pausando la película prestarme atención.

—Perdón, estaba pensando.

—Cosas feas seguro. No pongas esa carita, ¿no querés contarme?, no te guardes las cosas que eso no te hace bien.

—Es la invitación del casamiento – dije como toda respuesta desbloqueando el celular para mostrarle la imagen.

—Alondra, más diez... ¿Qué quiere decir eso?

—Que puedo llevar conmigo a quién quiera, hasta diez personas supongo. Puse como condición ir con amigos porque sería imposible bancarme eso sola, y obviamente rechacé la parte de asistir al civil.

Valentín suspiró, sin saber bien qué decir para hacerme sentir menos miserable con ésta situación.

—¿Entonces estás obligada a ir? – la mueca de asco en su cara me daba a entender que le hacía tanta gracia como a mí.

—Digamos que sí, si llego a negarme lo más probable es que me compre el primer vuelo a Chile como castigo.

—No entiendo, ¿no fue él quién se encargó de traerte de nuevo? Pensé que prefería que estés acá.

—Lo único que el "prefiere" es que yo no sea una molestia, si acá me mantengo ocupada estudiando y no lo llamo para contarle como está mi mamá, el es feliz.

altibajos ; wosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora