Isabella
Me recosté sobre el marco de la puerta esperando que Valentin terminara de arreglar su cabello frente al espejo medio roto de mi habitación.
- ¿Vamos? - Giró su cabeza y sonrió de labios cerrados.
Asentí a duras penas, intentando camuflar la ganas que tenía de quedarme en mi casa acostada y tapada, comiendo helado y viendo algo en Netflix.
Hoy tocaba socializar, y estaba segura de que Belén iba a felicitarlo por poder sacarme de mi casa una vez.
Al fin de cuentas todo medianamente iba mejorando.
En realidad no, casi nada, pero estos pequeños momentos de felicidad los debía disfrutar al máximo.
Quería evitar a toda costa compartir algún tipo de almuerzo o cena con él. Últimamente no estaba comiendo nada, dado el hecho de que mi ansiedad subió durante este tiempo por los flashback de mi papá, el estómago se me había cerrado e ingería dos galletitas en 24 horas. A veces me daban atracones y comía todo lo que no había comido en la semana, Belén desde el principio me dijo que era normal si de vez en cuando pasaba en momentos de mucha ansiedad. Pero también me dijo que tenía que informarle cada vez que sucedía, algo que claramente no estaba haciendo.
No quiero que nadie se preocupe y forme de todo esto un drama digno de un espectáculo en Broadway. No era ni la primera vez que me pasaba, ni tampoco iba a ser la última por más que lo anhele con todas mis fuerzas.
Tenía todos los horarios del sueño cambiado, que se habían "solucionado" con el aumento de la medicación, pero de todas formas seguía durmiendo o muy poco, o más de lo normal.
Mi mundo estaba patas para arriba, y me encantaría decir que es por amor, pero no lo es. Es ansiedad, el maldito trastorno que me persigue desde mis indicios en la adolescencia.
Es horrible aceptarlo, pero una aprende a convivir con sus demonios. De eso se trata la vida, ¿no? Sobrevivir e intentar disfrutar lo poco que nos toca vivir a cada uno.
Eso de que existen las personas felices y las personas tristes es un cuento que nos vendieron desde chicos para intentar tapar la verdad. Algunos eligen ver la realidad, y otros prefieren hacer como si todo estuviese perfectamente ordenado y en su lugar.
No todos somos valientes como para enfrentar nuestra oscuridad, y no todos tenemos la capacidad de entender que la vida es un 10% los que nos pasa, y un 90% como lo tomamos.
El castaño tomó mi mano despejando todos mis pensamientos, me miró de costado e hizo una sonrisa sincera que me alivianó todos los nervios que tenía revoloteando por mi estómago.
Se acercó a mí y dejó un beso en la comisura de mis labios logrando que mi mente y corazón estuvieran únicamente enfocados en él.
Nos quedamos unos segundos en silencio, intentando llenar la parte vacía de nuestro cuerpo con una mirada insistente. Parecía que nuestros ojos pedían a gritos algo de ayuda para calmar todo el ruido que yacía en nuestro interior. Y lo lograban, por lo menos en mí, y podía ver que en él también. Se le notaba cuando accidentalmente lo encontraba mirándome de reojo con una sonrisa estúpida en su cara.
O las veces que me lo había confesado, porque bueno, sinceridad no le falta.
Caminamos a la par y bajamos las escaleras en un silencio mutuo, disfrutando de la poca paz que podía llegar a haber en mi casa.
Agarré las llaves y cerré la cerradura detrás de nosotros. Hicimos un par de cuadras en una charla corta de palabras, ninguno de los dos sabía muy bien que decir después de todo lo que había pasado en un solo día.