Valentin
Hoy ya tocaba volver a casa sin Isabella. Al otro día tenía colegio, y en lo único que podía pensar era en no existir más.
Isa me hacía bien, demasiado si entramos en detalles, pero la balanza siempre decaía para abajo, y ganaba una vez más la parte mala.
No podía exigirle nada a la vida, tenía el pensamiento fijado de que toda la culpa era mía. Y lo es, aunque por momentos me quiera convencer de que no, y me deje endulzar por las palabras de Belén.
No podía más. Algunos días me levantaba y no podía creer como la noche anterior había pasado tan cerca de mis venas esa cuchilla que tenía escondida entre libros. Que accidentalmente una vez ella misma la había encontrado.
La única razón por la que me había enojado aquella vez era por bronca. Por nunca querer afrontar mis problemas y hablarlos con alguien. Porque la última vez que lo había hecho, hacía ya unos años, me internaron en un hospital psiquiátrico y no me dejaron ver a nadie por meses.
No quería volver a pasar lo mismo, así que supongo que es el miedo el que me impide abrirme para volver a se feliz.
Es difícil admitir que sos infeliz sin que duela, uno normalmente lo dice por decir, sin cargar con todo ese gran peso que conlleva la verdad. Me costó entender que ese adjetivo que muchas madres querían lejos del alcance de sus hijos, hoy mismo me describa.
Dolía. Todo dolía tanto. Y estaba harto del dolor, ya no sabía de que forma adormecerlo.
Aquellos meses dentro del hospital fueron días de puras pesadillas, pensaba como podía haber sido tan pelotudo. Era obvio que no me iban a dar una típica charla de que no debería hacerlo después de decirles que por poco me desangré.
Recuerdo detalladamente el momento en que Mónica, quien era una de las empleadas en ese momento, y sin duda una figura materna que jamas tuve el placer de tener, me encontró tirado en el piso. La alfombra cubierta de mi espesa y oscura sangre, y como mis brazos caían débiles junto con mi cuerpo al suelo frío.
Comenzó a los gritos, logrando que toda la casa se despertara. La única persona que jamás apareció fue mi papá, no fue noticia.
Mi mamá mantenía mi cabeza entre sus palmas, su cara estaba pálida, y los labios le temblaban bajo la luz cálida de mi habitación.
Mi hermano traía agua, y por los nervios lanzaba un par de puteadas.
Al pasar los minutos, no lograba recuperarme. Me costaba respirar, y no podía mantener los ojos abiertos. Me echaron agua en la cara, mucha.
Y en un último destello de claridad, escuché a los lejos los ruidos de la ambulancia. Mientras todas las mujeres de mi al rededor repetían como robots: "Todo va a estar bien". Mentira, después de eso nunca nada estuvo bien.
Solo quería que todo se acabara, por momentos había dejado de sentir. Nada me generaba emoción, ni adrenalina ni entusiasmo. Solo existía, respiraba, comía, aunque poco y nada, y dormía. Dormía demasiado, o muy poco, nunca un punto medio.
Conocer a Isabella hizo que todo mejorara, pero no por completo. Más haya de que me gustaría decir que el amor sana todo, no es así, las heridas internas tienen que ser tratadas por uno mismo. Y era obvio que aún no estaba capacitado para sanarlas.
Como podrán imaginar nunca me fue bien intentando curarme. Y la morocha de una manera u otra parecía que había entrado en mi vida con un botiquín de primeros auxilios para solucionar todo. Y fue así, pero no logró ver los cortes internos escondidos, y cada vez me desangraba un poco más.