II.I

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«Muchos saben que el Fénix renació de sus cenizas

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«Muchos saben que el Fénix renació de sus cenizas. Lo que casi nadie conoce es que para haber quedado reducido a la nada, su corazón ardió de pasión primero.»

Mi casa era adosada, en una calle sumida por la contaminación y la poca iluminación de Londres. De paredes ocres, y techos blancos, con alguna que otra zona de humedad y moho. No nos podíamos permitir arreglar las frecuentes goteras que teníamos de tanto en tanto, ya que la única que trabajaba era yo, y a veces, complementaba mi sueldo con la herencia de mi abuelo, que todavía solía venir a nombre de mi madre cada mes, con un par de cientos de libras.

La cocina estaba llena de trastos; cubiertos y platos que nadie lavaba porque yo solía estar todo el día fuera de casa, ya sea trabajando en aquel patético restaurante de Fish and Chips, o en clase, intentando sacarme el título del instituto. Papá no salía de casa, y de vez en cuando se pasaba una enfermera que lo cuidaba, lo limpiaba o le daba de comer.

Mi padre quedó totalmente devastado tras la muerte de mi madre. Ni siquiera hablaba, y su mirada solía vaguear. Yo apenas recuerdo a mi madre, pero por algún motivo, su olor me traía recuerdos que prácticamente había enterrado. Oler la fragancia de vainilla, me transportaba a una época borrosa pero feliz, y en mi mente aparecían cosas, detalles tan sutiles, como el giro de muñeca que solía hacer, o de la sonrisa blanca de mi padre cuando contaba un chiste malo.

Cuando papá llegó a casa aquel martes de madrugada, yo observaba desde las escaleras de madera astilladas. Veía como se tambaleaba de un lado al otro, torpemente. Estaba borracho, no era la primera vez que estaba así. Solía emborracharse cuando había ganado una apuesta, o cuando estaba feliz. Yo sonreí al verle así, pues para mí significaba buenas noticias. Tal vez mamá se había recuperado y pronto llegaría a casa para regañarlo, por beber.

Cantaba una canción de cuna mientras se paseaba por los pasillos, hasta que cayó de bruces en el suelo, entonces se calló por un momento, y al siguiente rompió a llorar. Pero de hecho, no lloró alto, sinó en silencio. Sollozaba como un animal grande que acababa de ser herido. A penas se le oía. Supuse que así es como más se sufre: cuando te rompes en silencio, y lloras internamente. Cuando alguien a quien quieres muere, en un principio, te rompes por dentro. Tu alma se fragmenta y a veces, como en el caso de mi padre, el efecto es irreparable.

Al ver ese escenario, por supuesto supe que las noticias no podían ser peores. Me fui a mi habitación, y del resto de la noche no me acuerdo.

Mi casa era un lugar de sombras y de recuerdos que pendían de un hilo para desvanecerse. Mi casa, no mi hogar. Tal vez fue por eso que cuando llegó aquella carta tan bien escrita con caligrafía de en sueño, recogí mis cosas y prácticamente no lo pensé antes de coger un tren en dirección Athens.

Está claro que si alguien me lo hubiese advertido lo que semanas, o meses después podría pasar, me hubiese quedado en casa. En esa casa adosada de paredes ocres y techos blancos con moho, en esa casa que no era mi hogar; pero que un día lo había sido. Y que no volvería a serlo nunca más. 

Athens©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora