2 | Enfermo

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Heine iba a cantarle las cuarenta porque se había llevado un plantón monumental*

Era viernes, por supuesto. Orión y Heine habían quedado, como siempre, pero Heine lo esperaba frente al bar y Orión no se había dignado a aparecer, ni a la hora acordada, ni tres cuartos de hora después. Sin mensaje, sin llamada, sin absolutamente nada.

Según Orión, si querían seguir manteniendo la tradición de su quedada en viernes, saltarse alguno no estaba bien. Si hay alguna fecha importante, pues nos vemos un rato y ya está. Así no perdemos el hábito.

Se habían entregado sus viernes más importantes: cumpleaños, viajes, ineludibles festejos. Heine había aceptado verlo un rato en el día de Nochebuena, y Orión había aceptado, en un llanto de cuatro horas, faltar de al cumpleaños de su iaia*.

Heine lo aguantaba durante horas, soportaba las idioteces que le enviaba a su móvil a diario, y ahora, en un viernes normal, sin letras ni rojo en el calendario... Ahora, a Orión se le iba la pinza* y lo dejaba plantado.

¿Por qué? ¿Qué razón lógica había para dejarse vapulear de esa manera? ¿Es que acaso podía existir algún sentimiento entre dos personas que nublase el pensamiento, que perdonase imposibles? ¿Uno cuyo nombre empezase por A y terminase por R?

Heine no daba con esa explicación amorosa. A veces, era difícil darse cuenta uno mismo de lo mucho que se estaba colando por otra persona.*

Sin duda, los enamoramientos o caprichos universitarios escapaban a su buen raciocinio.

Si Orión pensaba librarse de sus represalias solo con no contestar a sus llamadas, la llevaba clara. Aunque comenzara a caer el sol tras los edificios y ese calor de humedad lo estuviera matando, Heine se encaminó a paso prieto hasta el piso de alquiler del pelirrojo loco.*

Sabía dónde vivía. Dedujo la calle por memoria fotográfica; imágenes de un viernes de borrachera donde Orión quiso que lo acompañara hasta su portal (quizá quería algo más, pero Heine no se enteró), y el portal número 21 con su puerta número 12, simplemente se le habían grabado a fuego como un capicúa curioso. A los matemáticos a veces les fascinaban esas cosas: Ángela le había hablado de cómo ella contaba los escalones cuando subía las cuatro plantas de la facultad...

Heine se distrajo pensando en Ángela y en cuentas de escalones mientras atravesaba la puerta, abierta por un amable vecino, y subía las escaleras. Contándolas.

Una vez llegó al final, llamó a la puerta número 12.

—¡Hola! No queremos comprar nada, pero puedes contarme el rollo si quieres.

La compañera de piso de Orión encajaba con él. Heine la prejuzgó sin miramientos, fijándose en su piercing en forma de aro de la nariz, en el lado rapado de su cabello negro o en la gigantesca sudadera que vestía, con una gran galaxia blanquecina estampada al frente.

Y tal vez quedaron empatados en lo de juzgar al libro por su portada. Ella acababa de identificar a Heine como un comercial a domicilio solo por su exquisita vestimenta, y el muchacho se miró su americana informal como si no entendiera de qué le estaba hablando.

—Hola, hum... No vendo nada, ¿está Orión?

No hizo falta que ella respondiese. Una voz de gruta del infierno se hizo paso a través de algún pasillo.

—¿Quién es, Dian...? ¿Es para mí...?

Heine no habría identificado esa voz ronca y grave de Orión en un callejón oscuro; no, porque seguramente habría salido corriendo antes.

—¡Sí! —respondió la tal Dian (¿Diana?), mirando hacia atrás—. Ha venido a verte...

Diana miró hacia el falso comercial, buscando su nombre.

Tú conmigo y yo conmigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora