4 | Empatía

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—¿Ya estás viniendo?

—Sí.

—¿Quieres que pase a por ti?

—No. Te he dicho que ya estoy yendo. Estoy en el tranvía.

—¿Entonces te espero en el coche? Que estoy mal aparcado...

—Que sí, que yo ahora llego.

—Seguro, ¿eh? Que para una semana que me lo traigo, no les puedo decir a mis padres que me han metido una multa...

—Orión, que ya voy. Ahora hablamos.

Qué listo era Orión, aunque a veces pareciera idiota. 

El pelirrojo se había dado cuenta de que Heine todavía estaba dando tumbos por su piso mientras se ataba las botas, se dejaba la luz del baño sin apagar y se ponía el móvil en la boca a modo de manos libres. Abandonó el piso tan deprisa que su pelo se quedó sin peinar.

Hoy era viernes, el ritual tenía que continuar, pero lo cierto es que Heine no tenía ningunas ganas de encontrarse con Orión esa tarde.

¿Por qué iba a llegar tarde a su cita sino?

—¡Creía que los alemanes erais siempre puntuales!

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—¡Creía que los alemanes erais siempre puntuales!

—Y yo creía que los de pueblo hablabais siempre a gritos... Ah, espera, pero si ese cliché es verdad.

—Vale, me la he ganado. Touché.

Su rutina de los viernes acababa de dar un giro inesperado tras la propuesta de Orión de acudir a una exposición temporal (Pero es pintura, ¿no quiere ir contigo nadie de tu uni?, se había extrañado Heine. Puf, pues no he podido liar a nadie, no...).

Tras recoger a Heine en la parada de tranvía y hacer un breve viaje en busca de aparcamiento, dejaron el coche junto al espléndido edificio que albergaba esa colección de cuadros de Joaquín Sorolla. En palabras del cartel indicador de la exposición, aquella era "una valiosa recopilación pictórica del pintor valenciano, de regreso a Madrid en un par de semanas".

Heine no habló demasiado. Se había pasado toda la semana pensando en lo raro que era imaginar al pelirrojo en un museo, pero ahora ya no le apetecía pensar en eso.

Orión compró las entradas y se encandiló como un chiquillo con los primeros cuadros. Heine solo agradeció que Orión lo invitase a la entrada con una escueta sonrisa cortada. Y cuando él dejó de mirarlo, volvió a ensombrecer sus ojos y miró hacia el primer cuadro sin ver absolutamente nada.

Orión ya se había dado cuenta de lo raro que estaba. Percató en su pelo más desaliñado que de costumbre, en que sus silencios se dilataban más de lo habitual y, en definitiva, en que su expresión de póker mustio se marcaba más que en ese autobús donde se conocieron.

Y Orión tenía una hipótesis, y un mierda brillándole en el cerebro con luces de neón.

No habían dejado atrás ni la entrada cuando le soltó:

Tú conmigo y yo conmigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora