Cuando Heine llamó a la puerta de su desastroso hogar de estudiantes, Orión ya mostraba un aspecto más presentable. Se había lavado la cara y se había vestido con ropa decente. Nada en su rostro señalaba que era la cuarta noche que pasaba en vela, y quizá eso era más preocupante que el insomnio en sí. Se estaba acostumbrando a dormir cada vez menos.
En la puerta se saludaron con cierta acritud, como si Heine fuese un comercial de telefonía y Orión un padre de familia al que no le apetecía que le comieran la oreja. A pesar de la absurda comparación, Heine vestía muy informal para lo que él solía ser. Llevaba una cazadora vaquera, unos pantalones negros bien pegados al cuerpo y una lisa camiseta azul oscuro. La camiseta era de manga corta, si a Orión no le fallaba la memoria. Imposible no acordarse de la ropa que Heine había llevado mientras lo acariciaba por debajo...
Ninguno de los dos supo qué decir durante, al menos, cinco minutos. Orión era el que había escrito a Heine para que viniese hasta allí, pero pensaba esperar todo el tiempo que hiciera falta para que el chico de gafas hablase primero. Era como si ambos representasen teatralmente su papel de enfadados, pero en realidad no quisieran estar ahí. Como si prefiriesen comerse la boca en el sofá y dejarse de tonterías.
Claro, se dijo Orión, mientras Heine le esquivaba los ojos y no le pedía ni entrar. Hoy nos comemos la boca, mañana vuelvo a intentar verlo en su uni, y me vuelvo a llevar una patada en los huevos.
Orión tenía que fingirse enfadado porque Heine había estallado de mala manera unos días antes, solo porque se le había ocurrido ir a ver su absurdo partido de fútbol.
—Bueno, ¿qué?
Heine no debía estar acostumbrado a ser él quien empezase las conversaciones, pero Orión seguía de morros, como un niño de guardería al que le habían puesto el babero que no le gustaba.
—¿Qué de qué?
—¿Puedo pasar?
No, te he obligado a venir pero de la puerta no pasas, pensó Orión con sarcasmo.
—¿Está Diana?
—No —Orión le soltó la misma negación brusca que le había escupido Heine el viernes, con todo el rencor del mundo. Esperaba que el matemático cerebrito entendiese la referencia—. Que no está Diana, digo.
—Ah, vale.
Qué gran mentira acababa de decirle, y qué merecida se la tenía. Orión se quedaba más tranquilo si Diana pegaba la oreja a la pared de su cuarto y escuchaba su conversación, sin que Orión maquillase nada al contársela. Lo mismo esa táctica de cotilleo también salía en alguno de los libros esos raros que leía.
Heine no sospechó nada. Se limitó a dar dos pasos para adentrarse en el destartalado salón.
—Mira, Orión... —empezó a balbucear, dándole la espalda, y con una voz tan tímida y melosa que Orión se sintió enrabietar de verdad. ¡¿Pero cómo podía ser tan mentiroso y falso?!
—El "lo siento" me lo tenías que haber dicho antes de entrar por la puerta.
—Perdona, ¿vale? —se disculpó Heine mientras se giraba—. Ya sé que no tenía que haber reaccionado así, pero no te esperaba allí, no me... gustan las cosas sin avisar, y llámame cuadriculado o lo que te dé la gana...
Que intentara justificarse era todavía peor. Sobre todo, cuando ambos sabían que ese no era el problema.
—¿Por qué te molesta tanto que tus amigos sepan lo nuestro?
Orión acostumbraba a lanzar sus preguntas y pensamientos de sopetón, como un bofetón con un periódico enrollado. Heine tenía que estar ya familiarizado con ello, pero hoy había algo diferente: quizá la seriedad que usaba, o el tema delicado en el que se metieron de un salto de cabeza.
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Tú conmigo y yo conmigo
RomantikLos polos opuestos se atraen. Esto suena muy romántico, pero Orión Calabuig y Marcos Heine no viven en ningún cliché amoroso, sino más bien todo lo contrario. Desde que se conocieron en un autobús y tuvieron la estúpida idea de quedar todos los vier...