Heine odiaba la camisa que Orión llevaba puesta, una de las más viejas y descoloridas que tenía. Era de un tono rosa pastel que no favorecía en absoluto a su pelo rojo, y su rebelde mancha de grasa en el cuello seguía intacta tras tres viajes a la lavadora.
Orión odiaba que Heine aparcase siempre en batería con el morro del coche mirando hacia adentro, porque sabía que luego se pasarían horas saliendo del aparcamiento.
Aquel viernes noche, Orión y Heine odiaban muchas cosas, pero estaban de acuerdo tan solo en una.
Cuando entraron al restaurante, ambos odiaron la risa y el tonteo que pudieron ver entre Ángela y Carlos.
Era como si les diese envidia.
La pareja con la que habían quedado para cenar llevaba un rato disfrutando de unas bebidas. A pesar de residir en Madrid, costaba encontrar hueco en sus apretadas agendas para verse (en especial la de Ángela, que cada día ocupaba un puesto laboral de mayor responsabilidad).
Pero los cuatro querían mantener esa amistad que había trascendido la universidad y la vida adulta. Heine ya había sido amigo de ambos durante los años de Matemáticas. Orión, por su parte, era tan sociable que se había instalado en el corazón de Ángela y Carlos como un compañero más.
Qué lástima que hoy se hubiese estropeado todo tanto.
Cuando Heine y Orión se pusieron tras la mesa, Ángela y Carlos se levantaron con una gran sonrisa. Cada par se saludó a su manera: Orión y Ángela se abrazaron efusivamente, Heine apenas forzó una sonrisa y Carlos palmeó el hombro del también matemático con más energía de la necesaria.
Se sentaron. Ángela se había dado cuenta de que algo iba mal antes de que Heine respirara.
—¿Entonces, ya tienes nuevo curro? —le preguntó Carlos a Orión, ajeno a lo que su novia analizaba.
—¡Sí, tío! Ha costado, pero empecé en un bar de copas como refuerzo esta Navidad y mira, sigo seis meses más.
—Qué bien, ¿y te gusta? —se interesó Ángela, aunque en realidad estaba más pendiente de Heine que del pelirrojo: era experta en atender a dos cosas a la vez. Le costaba creer que eso no lo hiciera todo el mundo.
—¡Pues sí! A ver, lo de no dormir es un poco coñazo, pero como yo ya no dormía de todas formas...
Mientras Orión respondía con todo lujo de detalles sobre la localización del bar, su horario y hasta su sueldo, Heine se distrajo llamando al camarero para pedir su bebida. Orión comentó lo que quería y miró a Heine por si hacía un mohín, pero no saltaron las alarmas.
Ángela podía leer los pensamientos en sus caras con total nitidez, como si los ojos de Heine y Orión fuesen respuestas enfurecidas en un hilo de Twitter: abiertas al disfrute de cualquier cotilla con conexión a Internet.
—...entonces la jefa quiere que abramos antes los fines de semana, pero bueno...
—¿Y tú, Heine? —inquirió Ángela, colándose en la frase de Orión sin ningún disimulo—. ¿Has terminado ya el proyecto que no te gustaba?
—¿Eh?
Heine escuchó su nombre, pero no oyó nada más. Ángela tuvo que repetir la pregunta un par de veces, total para recibir una de sus habituales respuestas escuetas. No, dijo. Todavía estamos, añadió.
Y ya.
Al cabo de un momento, el camarero llegó con dos cervezas. Heine miró a Orión de sopetón cuando la segunda fue para él. Parecía que había dejado de ser invisible.
—La habrás pedido sin alcohol.
Era la primera vez que Heine lo miraba o le decía algo desde que se habían sentado en la mesa.
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Tú conmigo y yo conmigo
RomantikLos polos opuestos se atraen. Esto suena muy romántico, pero Orión Calabuig y Marcos Heine no viven en ningún cliché amoroso, sino más bien todo lo contrario. Desde que se conocieron en un autobús y tuvieron la estúpida idea de quedar todos los vier...