-Truenos y Relámpagos-

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6. Truenos y Relámpagos

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Al final el doctor Watson sí que apareció a eso de las doce. Justo cuando el gran reloj del pasillo sonaba más fuerte y daba más campanadas que nunca, la tormenta nos dio una pequeña tregua que Watson aprovechó para llegar hasta nuestra casa. Aun así no dejó de llover y el susodicho apareció ataviado con un extraño chubasquero negro de pescador y calado hasta los pies pero, eso sí, con una sonrisa muy ufana en su rostro brillante que indicaba lo orgulloso que estaba por su gran hazaña.

Yo, sin embargo, no pude si no observarle con cierta irritación mientras examinaba a mi hermana. Y especialmente cuando vino a decirme que la fiebre casi había desaparecido y que Nora estaría restablecida en pocos días. Lo hizo con una expresión de lo más sabihonda y palmeándome un brazo; yo sabía lo que pensaba de mí, que era un paranoico y un exagerado. Si hubiese venido cuando yo le llamé...

Nos dejó un antibiótico que la enferma debía tomar dos veces al día y rápidamente se marchó, porque según él, lo peor de la tormenta aún estaba por llegar y no quería que le pillara en la carretera.

De Watson es justo decir que era mejor climatólogo que médico, pues justo cuando estaba terminando de fregar los platos de nuestra cena, escuché a través de los ventanucos de la cocina como la tormenta se crecía. Una masa de viento cobró vida en el interior del temporal y se llenó de agua de lluvia. Empezó a descargar golpes, en ráfagas fortísimas, sobre nuestra casa. Eran como latigazos venidos del cielo. Truenos y relámpagos terminaban de dibujar un paisaje dantesco en el cielo. El ruido era atronador y la luz no dejaba de parpadear como si fuera a apagarse de un momento a otro.

Me di prisa en ordenar todo y después fui habitación por habitación apagando las luces y asegurándome de que todas las ventanas estaban cerradas. Después me pasé una vez más por el cuarto de Nora; dormía plácidamente tras tomarse su medicina y ya no tenía ni rastro de fiebre. Apagué la suave música de su ordenador y me arrastré por el pasillo hasta mi cuarto.

Estaba tan cansado que me dejé caer sobre el colchón sin cerrar mi puerta, sin abrir si quiera mi cama. Aguanté lo justo para ponerme el pijama, pero en cuanto metí la cabeza por la camiseta, la apoyé en la almohada y caí rendido.

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Esperaba dormir toda la noche del tirón por lo agotado que estaba, pero sobre las cuatro de la mañana el maldito reloj del pasillo retumbó de un modo grotesco dando la hora y me arrancó de mi merecido sueño. Entreabrí los ojos, molesto y cansado, y un trueno terrible estalló en el cielo, iluminando mi ventana bañada por el agua en tonos azules y blancos.

Eso me hizo saltar sobre la cama con el pulso a mil por hora. Tuve que incorporarme para salir del aturdimiento y ubicarme un poco.

La tormenta me dije. Sí, recordaba que llovía cuando me quedé dormido. Eché un vistazo a la ventana y descubrí que la cosa había empeorado en esas horas. Si seguía lloviendo acabaríamos sumergidos en el agua. Eso me hizo pensar en mis padres, pero tras comprobar el móvil me cercioré de que ellos no habían pensado en mí todavía. Me irritó que no me hubiesen contestado aún.

Me rasqué la cabeza y antes de despejarme más, abrí las sabanas y me metí dentro para seguir durmiendo. Entonces oí el murmullo.

—¿Qué? —murmuré, incorporándome de nuevo. Me pareció una voz, pero podía haberlo imaginado con el ruido de la tormenta.

El Despertar del AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora