XIV

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Sólo cuando estuvo seguro de que Camus dormía profundamente es que salió de la cama. Sin hacer movimientos bruscos ni ningún tipo de ruido, se separó de su tan amado francés.

Con mucho cuidado abrió un cajón y sacó una frazada. Camus no sufría el frío, lo sabía. Pero jamás se había acostumbrado a la idea de que durmiera totalmente descubierto. Lo tapó hasta la cintura, procurando no despertarlo. Y una vez lo hizo, se sentó al borde de la cama. El francés dormía de costado. Su respiración era tranquila. Todo en él lo era.

Su cabello azul verdoso, fino, delicado, caía por su frente tapándole en gran parte los ojos. Lo corrió apenas para poder vislumbrar sus negras pestañas, más enseguida su cabello volvió a taparlas. Camus tenía un pelo envidiable. Lacio, sedoso, dócil y obediente. Sólo el que caía por su frente era rebelde.

Sonrió al no poder asimilar la belleza que tenía delante suyo y acariciando por última vez su mejilla, se levantó. Apagó la lámpara que había encendido hace ya varias horas, cuando apenas habían llegado y se sentó en el sillón frente a la cama.

Había respondido por horas cada una de las preguntas que el francés le había hecho. Y ahora, en plena oscuridad, con tan sólo la luz de la luna que entraba por la ventana, se dedicaba a observarlo.

Camus había caído rendido a los brazos de Morfeo pero él no creía conseguirlo aunque lo intentara. No podría darse el lujo de dormir cuando tenía al hombre que amaba, que tanta falta le había hecho, allí en su casa, en su cama.

Cierto era que aquel beso había sido el único de la noche, pues no había querido incomodar a Camus. Además de que éste había estado ocupadísimo preguntándole cosas, asimilando sus respuestas. Habían hablado por horas, acostados sobre la misma cama. Riéndose. Apenandose por momentos.

Le había contado muchísimas cosas y temía por su memoria, por sus recuerdos. Porque bien sabía que no era correcto forzarlos. Pero no le había mentido, él no era capaz de negarle algo que pudiera darle. No tenía la capacidad, la voluntad, de negarse a ayudarlo si éste se lo pedía.

Camus era su devoción, su placer, su mayor logro. El dueño de su obsesión. Y el causante de la misma.

Sólo debía mirarlo para comprobar que así era. Lo tenía justo enfrente y pese a que por su mente pasaban mil cosas, no podía dejar de verlo. Si lo hacía era sólo porque la vista le obligaba a pestañear, pues de otro modo él no le habría quitado ni por un segundo los ojos de encima.

Camus lo enloquecía. Lo desquiciaba. No podía vivir sin él. No quería vivir sin él. Y el hecho de que hubiese preferido morir a no tenerlo era completamente cierto. Él lo sabía pues ya lo había experimentado.

Sonrió con tristeza al recordar la sorpresa que el francés había demostrado al escuchar que había estado muerto por más de dos años, hasta haber vuelto a la vida en la batalla contra Hades.

Y si bien le había contado la verdad, había omitido su propia experiencia. Porque la verdad era que aún él no lo había superado. De sólo pensar en aquella época los ojos se le llenaban de lágrimas. Con gusto la borraría de su vida, pero no podía.

Haber perdido a Camus había sido lo más difícil que le había tocado vivir. Y aquellos años él..

No. No lo superaría jamás.

Pero no quería que Camus lo supiese. No quería que cargara con ello. Pues ni siquiera al Camus del pasado, al que sí tenía sus recuerdos, le había contado ni la mitad de su sufrimiento.

Pero la verdad era que después de su muerte, después de haberlo recuperado incluso, él había desarrollado una mayor dependencia. Pues el temor de volver a perderlo lo consumía.

Amnesia (MiloxCamus)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora