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Me desperté de nuevo en aquel lugar rojizo por culpa de los charcos de sangre, pero esta vez estaba de pie. Giré mi cabeza encontrándome justo a unos pocos metros de mí la enorme montaña de esqueletos y, justo en la cima, el gran trono que ocupaba Sukuna, no obstante, no se encontraba allí. Alcé una ceja extrañada, todo estaba en completo silencio, lo único que se escuchaba era el suave goteo de la sangre chocar en el suelo.
Mordí mi labio inferior observando la zona, el techo, si es así como se podría llamar, estaba cubierto con lo que parecía ser una especie de costillar. Las paredes no eran algo agradable de tocar, pues parecían que estuvieran con jugo por dentro, como un filete de carne cruda.
Caminé unos pasos más hacia delante hasta quedar completamente en frente de la montaña, sintiendo una presión en el pecho. ¿Qué pasaría si tratara de escalar hasta llegar a aquel asiento superior?
Me aferré manos y piernas a las calaveras que se presentaban para poder engancharme a un punto en el cual no me cayese. Sonreí a punto de llegar a la cima, era una sensación agradable, de superioridad, como si tuvieras el mundo a tus pies.
—¿A dónde cojones vas? –de repente, el rey de las maldiciones se me apareció sentado en su trono con una de sus piernas cruzadas y con la cabeza apoyada en su brazo derecho. Fue tal el susto, que me desequilibré por completo colocando mal el pie sintiendo como me caía. Ahogué un grito en cuanto noté que alguien me cogía entre sus brazos para no estrellar contra el suelo –Mira que eres torpe, mocosa.
Mis mejillas se tornaron de un color carmesí al verlo tan cerca de mí. No me miraba, simplemente se limitaba a mantener una expresión seria mientras que observaba hacia en frente. Desde el ángulo en el que me encontraba, su rostro me pareció muy atractivo repentinamente, pues ya mantenía su forma más humana. Me dejó en el suelo colocando sus manos por dentro de las mangas de su kimono alejándose unos cuantos pasos de mí.
Me quedé quieta en mi sitio, como si estuviera paralizada o una fuerza sobrenatural no me dejara moverme.
—¿Cada vez que me vaya a dormir voy a aparecer aquí? –el de cabello rosado se volteó para mirarme algo divertido por mi situación. Rascó su nuca poniendo una mueca.
—Me parece que sí, hasta el día en que nuestro destino llegue a su final –se paseó por el lugar con suma tranquilidad dejando mostrar un aire de aburrimiento –. Al menos podré observar lo que haces, con quién hablas, lo que comes, cuando duermas, e incluso cuando vayas al baño a hacer tus necesidades –estiró una grata sonrisa en su rostro –. Tu privacidad de ahora en adelante no es ningún secreto para mí, es lo que conlleva el trato.
Fruncí el ceño, no me gustaba aquella idea de que tendría que hacer mis cosas sintiéndome acosada por alguien. Resoplé cansada por sus juegos mentales.
—De todas formas te puedo mandar que me dejes en paz –espeté con tono vacilón, a lo que una carcajada gruesa salió de su garganta –. Nuestro trato fue así.