ENTRE LA NIEVE

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Que la titiritaste sensación de agujas en la piel y conexión nula entre dedos no les doblegue, que la extrema irritación en las mejillas o en las manos no detenga su paso; estaba más decidida que nunca y no cedería ante la adversidad del clima, al pueblo a Ben Summer o quién fuera.

Quizá llevaba una hora o dos, pero para el punto en el que me encontraba, las piernas comenzaban a fallarme; la tormenta estaba por fin en el punto donde tus pasos se hunden y tus huellas se cubren, temía por caer o fallar, pero no permitiría desvanecerme hasta encontrar la verdad.

Concentraba además de fatigada, había utilizado todo mi repertorio de maldiciones, exponiendo el malestar o deterioro de mi cuerpo en voz alta cada que me era posible; percibía el cementerio a lo lejos, pero mi paso lo describía como algo eterno.

A la lejanía ubicaba al fin una extensa barrera, muros altos y diversas entrecercas garigoliadas además de viejas, cubiertas de oxidación rojiza que al contacto con la nieve podía simular un carmesí, una mancha que evocaba el recorrido de sangre o heridas viejas.

Al encontrarme frente a aquella reja, denoté cadenas y un par de candados, guiándome mi cabeza a elegir brincarme toda medida de seguridad; para el punto donde estaba, a la altura postrada en parte del metal, podía admirar el deterioro del cementerio, cuentos o leyendas nunca le harán justicia a tal sentimiento de vacío que generaba; me sentía nerviosa.

Caí de rodillas y volví a quejarme en voz alta, las lesiones con esta temperatura eran martillazos en la espalda, donde el crujir de mis huesos se comparaba con una pisada en la nieve, crocante y ruidosa; caminé con calma entre sus tumbas, debía poner marcha a la pequeña cabaña que se encontraba en el recóndito del lugar, seguramente pertenecía al velador o parte del personal.

Su exterior era de concreto, sin pintar y con ventanas altas, sus muros ásperos pero en sincronía a la nula paz del sitio; permanecí atenta hasta tener valor de hacer un llamado a la puerta.

De pronto, detecté un chillar fuerte desde el interior de hogar, retrocedí y sostuve con mi derecha aquella placa policial de la ciudad de Nueva York que algún día fui parte, cuando de pronto, aquella puerta se abrió y salió un hombre anciano con mantas tras mantas en el cuerpo, pareciendo su sorpresa era mayor a la mía.

-¿Diga?.- pronunciaba su voz ronca a la par del marco, resaltando un rostro arrugado y cansado.

- Buenas tardes.- temblando de frío, cubierta en hombros por una capa gruesa como cristal.- ¿podría pasar?.

- Oficial, ¿si sabe que está en propiedad privada?.- sacando su cabeza en busca de algún otro detalle fuera de lugar.- no creo sea la forma correcta de saludar, menos con tal tormenta encima.

- Si, bueno, no quise entrometerme en la propiedad de este modo, pero requiero información lo antes posible.

- Claro, entiendo, pero, ¿su placa dice Nueva York?.- incrédulo ante mi presencia.

- Vengó desde el departamento de la ciudad... urgentemente debo hablar con alguien y creo usted puede ayudarme.- tomando paso al frente con seguridad, estando tan cerca no podía fallar o cojear, tenía que sacar adelante el plan.

- Pero, no es jurisdicción...

- Imagine entonces la relevancia del caso para que viniera, atravesará ríos, bosques... y su barda.

Observó constantemente mi persona y accedió a darme entrada; el interior veía muy contrastante a la helada realidad, había una chimenea pequeña, dos amplios sofás y una mesita de té frente al calor de sala, todo encajaba como un sitio ajeno a una película.

Tomé asiento y me ofreció un café, por lo que abandonó la sala en acción a la encomienda; admiraba la decoración hogareña como todo en North Evans, te daba la impresión de que seguías atrapado en el pasado o en dimensión, de una época que tuvo años dorados, pero esa plenitud se fue escondiendo tras las capas de olvido y glaciar, petrificada en el tiempo.

Los EnterradosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora