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Capítulo Uno

—Genial. Hoy tampoco viene nada en el periódico.
Con una mano, Anahí Puente sostenía el requerimiento de desalojo con el que la
había obsequiado su arrendador hacía dos semanas, y con la otra, el periódico del
lunes, abierto por la sección de anuncios inmobiliarios. No había encontrado entre
ellos nada que se ajustara a sus necesidades o, para ser más exactos, a su bolsillo. Ya
estaba empezado diciembre y, cuanto más se acercaran las fiestas de Navidad y fin
de año, más difícil resultaría cada vez que apareciera algo. Y a ella le quedaban
exactamente trece días, antes de que la pusieran de patitas en la calle.
De haber tenido una tercera mano, Anahí la habría empleado para consolar a la
nueva vida que crecía en sus entrañas, sin dejar de mirar los anuncios, pero, como no
la tenía, soltó el requerimiento y empezó a acariciar, lenta y rítmicamente, su vientre.
—Parece que nos vamos a ver sin hogar en Navidad, nene —dijo en voz baja—,
como no aparezca alguna hada madrina y haga un milagrito para nosotros.
Dio un hondo suspiro. Bueno, no era el primer contratiempo con el que se
encontraba en la vida, y, desde luego, no sería el último. Aunque, la verdad, las cosas
resultaban un poco más difíciles ahora que tenía que pensar en otro ser además de
ella. Sobre todo, tratándose de alguien tan diminuto y vulnerable, de una criatura
cuya supervivencia dependía de Anahí por completo.
—¡Ay, Sam! —se le escapó en voz alta el reproche a su difunto marido—. Esta
Navidad sí que nos la has jugado. Y yo que creía que no podías hacer nada peor que
lo de la Navidad pasada.
Sin embargo, la catástrofe de la última Navidad palidecía si se la comparaba con
la situación actual. Lo único que Sam Puente había hecho el año pasado fue
quedarse bebiendo y bebiendo en el salón de su casa, delante de su árbol y su
chimenea. En algún momento, debió de levantarse, pero no duró mucho en pie, sino
que se cayó, derribando el árbol, y las ramas de éste fueron a dar en las brasas, y,
naturalmente se incendiaron, y, por desgracia, incendiaron toda la casa. Todo lo cual,
de un accidente gravísimo, en el que, no obstante, ellos salieron ilesos, se convirtió en
una desgracia por causa del propio Sam, que siempre había insistido en que él era el
hombre de la casa, y las finanzas eran responsabilidad suya. Resultó que en los
últimos tiempos se había retrasado con algunos pagos, y el pago del seguro de la casa
era uno de ellos.
Algo bueno produjo aquel desastre, y fue el que al fin Sam se convenciera de que
debía pedir ayuda para su alcoholismo. Al llegar el verano ya llevaba seis meses sin
beber, y los dos habían pensado que sus vidas empezaban a remontar la adversidad
y que podía ser un buen momento para tener hijos. En agosto el médico le confirmó a
Anahí que estaba en estado, pero su alegría apenas duró. El mismo día en que se lo
comunicó a Sam, él volvió a tomar una copa. Y, al cabo de unos días, se detuvo a la
vuelta del trabajo en un bar. A poco de reemprender el camino de su casa, su viaje y
su vida se acabaron contra un árbol. Murió en el acto.
A los veintisiete años Anahí se encontró, pues, viuda, embarazada, y sin un
centavo. La indemnización que percibió al morir su marido bastó para pagar el
entierro y saldar las deudas acumuladas, entre ellas, claro, la hipoteca de la casa que
ya ni siquiera existía. Pero no sobró absolutamente nada. Gracias a Sam, Anahí ni
siquiera podía permitirse el lujo del duelo. Aunque no hacía más que cuatro meses
de su viudez, apenas podía dedicarle un pensamiento, volcada como estaba en
cuidarse lo más posible durante el embarazo y, al mismo tiempo, ganar suficiente
dinero, no sólo para cubrir sus gastos actuales, sino los del parto y todo lo que el
bebé necesitaría después.
Y, si era sincera, tampoco había tanto en su matrimonio por lo que lamentarse. Se
casaron al mes de conocerse, y Anahí se dio cuenta enseguida, aunque demasiado
tarde, que no conocía en absoluto al que ya era su marido. En lugar del muchacho
atractivo, encantador y despreocupado por el que había tomado a Sam, resultó que
tenía un humor muy variable, y arranques de cólera y de melancolía, sobre todo
cuando bebía. Y bebía. Con lo que el matrimonio arrancaba con una seria rémora.
A pesar de todo, Anahí optó desde el comienzo por procurar que su matrimonio
no sólo saliera adelante, sino que fuera un triunfo. Después de todo, se había casado
para toda la vida. Así que trató, a lo largo de los años, de esforzarse, de suavizar las
fricciones, de mantener el rumbo, pero Sam no había compartido ni su deseo ni su
esfuerzo. Eran demasiadas las ocasiones en las que volvía muy tarde a casa, oliendo a
humo de cigarrillos, a bourbon y a diversos perfumes de mujer. Aunque Anahí
quería creer que la culpa de todo la tenía el alcohol, incluso en los breves meses de su
recuperación, cuando los bares y el bourbon desaparecieron de su tiempo libre, las
mujeres siguieron en él.
Anahí confiaba en que su embarazo supusiera una transformación para ambos, el
comienzo de una verdadera familia. Parecía que Sam tenía tantas ganas de tener un
hijo como ella, pero, una vez más, también ahí le falló. En cuanto la posibilidad de ser
padre, de tener que responsabilizarse por alguien más, aparte de sí mismo, cobró
realidad, Sam se lanzó de cabeza de vuelta a su antigua y destructiva, forma de vivir.
Anahí volvió a suspirar, dejando caer las páginas de anuncios junto al
requerimiento, sobre la reducida mesa que, al igual que el resto del mobiliario de la
diminuta cocina, y casi todo lo que contenía el pequeñísimo apartamento, era
alquilada. Curvó ahora suavemente los dedos de ambas manos sobre el vientre,
ligeramente hinchado. Desde luego, la pobreza no la tomaba por sorpresa. Se había
criado en medio de ella. Y, por otra parte, estaba acostumbrada, a la fuerza, a estar
sola. Salvo esos cuatro años que había estado casada con Sam, que, pensándolo bien,
no habían brillado tampoco por la sensación de compañía, llevaba viviendo sola
desde los dieciséis años, al morir su madre; a su padre no lo había conocido nunca.
Así que sabía que podía cuidar de sí misma: lo había hecho durante muchos años.
Claro que el bebé... Ésa era la causa de preocupación. Mantenerse ella no era nada,
comparado con los cuidados que harían falta, que, en realidad, ya le hacían falta, a la
minúscula vida que dependía exclusivamente de ella para su supervivencia.
Tratando de no llorar, Anahí apretó un poco más fuerte las manos contra el
vientre. «Vaya por Dios, mira que somos lloronas las mujeres embarazadas». Pensó
en los cuatro meses que todavía le faltaban hasta el parto. Cuatro meses de total
incertidumbre. Cuatro meses de preguntarse cómo conseguiría criar a un niño con
los limitados ingresos de su trabajo de camarera. Cuatro meses sintiéndose sola,
asustada, ansiosa. Cuatro meses de preocupación constante por su propia vida y la
de su niño.
Y, una vez viniera al mundo, la vida se llenaría de... más miedo, más ansiedad,
más preocupación. Respiró a fondo, y trató de tranquilizarse, pasándose los dedos
rápidamente debajo de los ojos. Podían pasar muchísimas cosas en cuatro meses. Y
tampoco a ella le iba tan mal como a muchas otras personas. Tenía un techo para
cobijarse, y una cama en la que dormir... por lo menos durante otro par de semanas.
Había comida en el frigorífico, calor en el radiador, aunque no mucho, y un sueldo
fijo, aunque pequeño.
Y, además, se dijo, empezando a sonreír, faltaban tres semanas para Navidad. Era
el momento más hermoso del año. El tiempo para la esperanza, para los milagros. Sí,
podían suceder muchas cosas desde ahora hasta el nacimiento del niño. De
momento, estaba... estaban los dos, bien. Miró el reloj y se sorprendió. Tenía que salir
inmediatamente para llegar a su tuno, que era el de la hora de la comida de las
empresas.
Se puso a toda prisa el uniforme amarillo de la cafetería Evie's, leotardos blancos y
tenis blancos, y luego se pasó un peine por el pelo, largo y con grandes rizos, que
tanto le costaba domar. Se lo recogió en una cola de caballo, se puso una chaqueta de
punto, porque la verdad era que ya hacía mucho frío, descolgó el abrigo de su
percha, y salió. Al cerrar la puerta de la casa, no pudo evitar pensar que el número de
veces que volvería a repetir aquellos gestos tan naturales estaba ya limitado. El
arrendador, Ed Franke, estaba rescindiendo todos los contratos para iniciar la
rehabilitación del edificio, que se vendería dentro de unos meses por apartamentos.
Anahí no tenía ningún pariente al que dirigirse, así que no le quedaba más remedio
que encontrar otro sitio. Ni para el desalojo ni para el parto estaba verdaderamente
preparada, pero uno y otro llegarían, inevitablemente.

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