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Las reglas estaban hechas para romperse.
Eso es lo que pensaba Alfonso mientras acompañaba a Anahí a casa, después de la
cena. Trataba de convencerse de que tampoco era tan grave que hubiera infringido
aquella noche tantas de sus propias reglas.
Para empezar, la regla de no tomar más de una copa de vino con la cena. Ésa era
una buena regla, en general, pero no tenía en cuenta los casos en los que la cena
venía acompañada de los inmensos ojos verdes de Anahí, y de las cosas que Anahí
decía. La segunda copa estaba más que justificada, teniendo en cuenta además la
cantidad de comida ingerida con ella. A fin de cuentas, se había contentado con dos
copas, cuando en realidad sus glándulas, que se habían puesto en marcha en cuanto
vio a Anahí con ese vestido, le pedían más bien dos botellas.
Pero también se había saltado la norma sobre los temas autorizados de
conversación con Anahí. Se suponía que sólo iba a hablar de banalidades con ella, y
no habían dejado de hablar de sentimientos, de emociones. Había llegado a decirle
que algún día iba a ser un padre estupendo. Él. Alfonso Herrera. Nada menos.
No es que fuera a creerlo, claro, pero no era algo de lo que le apeteciera hablar con
nadie. Y menos con una mujer embarazada. Y ésa era otra regla infringida: Alfonso no
hablaba nunca, con nadie, de relaciones entre padres e hijos. No es que no hablara de
sus hipotéticas relaciones con sus improbables hijos, sino que no hablaba de ese tipo
de relaciones. Punto. Sus padres eran personas muy frías, que habían llegado a cierta
tibieza con su hijo, pero eso era todo. Y Alfonso no tenía intención alguna de airear eso
con nadie. No con alguien como Anahí.
Y ahora llegábamos a la madre de todas las reglas. La gran regla que había
pisoteado esa noche, y que decía que Alfonso no vería al mirar a Anahí más que a una
joven muy agradable, una muy agradable joven embarazada, que necesitaba ayuda.
Él era su protector, como un caballero medieval, pero eso era todo. Y una regla tan
importante como ésta se había hecho trizas en cuanto él puso la vista en el dichoso
vestido de terciopelo.
El vestido. Se había pasado la noche mirándolo. Bueno, seguía mirándolo. Era
evidente que, por mucho talle imperio que tuviera, no era un vestido premamá. No
estaba cortado teniendo en cuenta el aumento de todas las proporciones femeninas
durante el embarazo. Cuando Anahí echó hacia atrás los hombros para quitarse el
abrigo, sus pechos prácticamente saltaron del escote, y Alfonso cerró los ojos.
Pero ya era tarde. Esa imagen se había grabado en su cerebro para toda la
eternidad. Poco a poco, volvió a abrir los ojos, y vio, con alivio, a Anahí dándole la
espalda, colgando su abrigo en el perchero. Era el momento adecuado para
despedirse. Él aún estaba en el umbral. Vamos, había que moverse.
Y lo hizo. Dio un paso, sólo que lo dio hacia delante, cerrando la puerta tras de sí.
Anahí se dio la vuelta, con expresión de sorpresa, pero también de alegría, y dijo:
—Si quieres, puedo preparar unos cafés, descafeinados, si no te importa.

—Estupendo —le contestó, reprochándose su debilidad. Valiente caballero estaba
resultando ser.
—También hay pastas, que he hecho esta tarde.
Aquello le hizo sonreír. Preparar una bandeja de pastas le parecía una actividad
perfecta para una futura madre en una tarde de invierno. La sonrisa se le enfrió un
tanto, sin embargo, al ver, no uno, ni dos, ni tres, sino nada menos que seis
recipientes grandes de plástico, que aparecieron al abrir Anahí un armario alto de la
cocina. Para empezar, él no tenía ni idea de que poseyera nada menos que seis
recipientes de plástico de ese tamaño. O de cualquier otro. Ahí debía de haber tres o
cuatro kilos de pastas.
—Vaya, vaya —dijo, mientras ella bajaba uno, sujetándolo con las dos manos—.
Pero qué hacendosa.
Por la cara con la que lo miró Anahí, al dejarlo sobre la mesa, entre los dos,
comprendió que no sabía de qué le estaba hablando.
—No estabas de broma cuando dijiste que te comerías la tarta tú sola —añadió.
Entonces lo entendió. Miró el estante, con los otros cinco contenedores de pastas, y
se volvió a mirarlo, sonriéndole con timidez.
—He tenido más tiempo libre esta semana —le contestó, suavemente—. Gracias a
tu generosidad, este mes no tengo que pagar el alquiler, y como, además, me han
devuelto la fianza del apartamento, no me siento obligada a trabajar tantas horas.
Que tampoco podría —añadió, con especial énfasis—, porque, a pesar de que no
faltan más que ocho días para Navidad, Evie se ha empeñado en que no hace falta
que trabaje tanto. No sé por qué, me suena a intervención tuya.
—¿Mía? No sé de qué me hablas —mintió él, tan fresco.
Era cierto que le había pedido a Evie que no dejara trabajar tanto a Anahí, en su
estado, y Evie se había comprometido encantada a hacerlo. También ella pensaba que
trabajaba demasiado, pero no había tenido valor de negarle las horas de trabajo,
sabiendo cuánta falta le hacía el dinero. Ahora que contaba con el apoyo, o lo que
fuera, de Alfonso, Evie se alegraba de que pudiera descansar más.
Anahí tenía cara de no creerle, pero tampoco estaba disgustada con él.
—Bueno —dijo—, es Navidad, y a mí me encanta la repostería, así que he hecho
pastas de almendras, de chocolate, de avellanas... Es una forma de celebrar las fiestas,
y, además, hace mucho que no tenía ocasión de preparar dulces.
Es decir, que no tenía dinero suficiente para comprar todos los ingredientes,
corrigió mentalmente Alfonso, pero no dijo nada. Sin embargo, ella, al parecer, se daba
cuenta de qué estaba pensando.
—Como, gracias a ti —siguió—, me voy a ahorrar un mes de alquiler, no veo por
qué no puedo pasarme un poco.
«Pasarme un poco». Para algunos amigos de Alfonso, pasarse un poco sería comprar
un Range Rover importado, en lugar de un Jeep Grand Cherokee, de producción
nacional. Para Anahí, pasarse un poco era comprar almendras, chocolate y avellanas,
además de harina, azúcar y mantequilla.
—Bueno, unas cuantas son para llevarlas al trabajo —dijo ella, un poco a la
defensiva—, y también había pensado que te llevaras tú algunas al hospital, si
quieres, para tus amigos.
A Alfonso le pareció un detalle muy bonito por su parte, y no le habría importado
cargar con una fuente, sólo que no tenía suficientes «amigos» en el hospital para que
las pastas se consumieran sin llegar a ponerse duras.
—Muchas gracias —contestó, de todos modos—. Dejaré algunas en la sala de
enfermería, donde tienen la cafetera.
Iba a dar más explicaciones, cuando Anahí destapó el recipiente, y se le empezó a
hacer la boca agua, a pesar de todo lo que había cenado.
—Oooh —exclamó, señalando con el dedo las pastas con el centro de mazapán
que había en lo alto—, me encantan. La señora Cartwright, nuestra cocinera, las
preparaba en Navidad, y no las he vuelto a comer desde entonces.
Anahí se rió bajito mientras colocaba cuatro pastas de mazapán en un plato de
postre y se las ponía sobre la mesa, acercándolas al lado de Alfonso. La primera se la
comió entera, pero la siguiente decidió saborearla, y la repartió en dos bocados.
—¡Eh! Que hay más —le dijo ella, riendo ahora francamente—. Deja un hueco para
probar las de trocitos de chocolate, las de avellana, las de jalea, las de...
—Anahí —la interrumpió él, que, entre tanto, se había comido las otras dos
pastas, acercándose por una quinta—, oye, de verdad, deberías descansar más.
Líbreme Dios de decir nada contra las pastas —matizó, levantando la quinta a modo
de saludo—, pero no es cuestión de que te pases la vida en la cocina. Para eso no
tenía que reducirte el horario Evie.
—Ah, así que fuiste tú el responsable —lo dijo prontamente, pero sin brusquedad.
—Pues sí, lo confieso. Pero, como médico, te digo que tienes que tomarte la vida
con más calma. Si no, vas a poner en peligro, no sólo tu salud, sino también la del
feto.
—¿Es que estás estudiando el caso?
—No —contestó, meneando la cabeza—, hablo como amigo tuyo, porque me
preocupas.
Anahí asintió, pero no dijo nada, y a Alfonso le pareció que se había entristecido.
Cuando iba a preguntarle algo, ella se decidió por fin a hablar:
—No creas, he estado descansando muchos ratos. Pero es que me cuesta relajarme
—le explicó—. No sé, aquí sola tantas horas, y Navidad a punto de llegar. Tengo
ganas de hacer tantas cosas, toda la vida había tanto que hacer, cuando llegaba
Navidad, y este año, como estoy sola, todo ha cambiado. Bueno, veo a la gente en el
trabajo todos los días, pero no es igual.
—¿Igual? —insistió Alfonso, preocupado.
—No es igual que estar con las personas que quieres —completó Anahí, con un
profundo suspiro—. En Navidad hay que estar con la familia y los amigos, si uno
puede, claro. Esta va a ser la primera vez que pase las navidades sola. No es que mi
familia fuera como las de las series de televisión, pero, de todos modos... no sé, me
siento rara este año, eso es todo.
Él la miró un rato en silencio, mientras reflexionaba. Ya sabía que no tenía a nadie.
Más aún, la había visto sola, noche tras noche, en su apartamento. Pero hasta ahora
no se le había ocurrido cuánto significaba eso para alguien tan sociable y
comunicativo como ella.
—¿No tienes absolutamente a nadie? —preguntó.
—No llegué a conocer a mi padre, y mi madre murió hace ya muchos años. Tenía
una hermana, mi tía Margaret, pero lleva viviendo en la otra punta del país desde
antes de que yo naciera. Yo no la conozco, y creo que ella sólo me conoce en
fotografía. Con mi familia política nunca me he llevado demasiado bien, y después
de que Sam... —dudó y bajó la vista hacia la pasta que tenía en la mano desde hacía
diez minutos—. Bueno —prosiguió—, cuando él murió se volvieron contra mí. Me
echaron a mí la culpa de lo que había sucedido. Y, de todos modos...
—¿Que te echaron a ti la culpa de su muerte? —preguntó Alfonso, asombrado—.
Pero si me dijiste que tuvo un accidente y que estaba bebido. ¿Cómo vas tú a tener la
culpa?
Anahí dejó escapar algo que sonaba a sollozo, y la pasta de almendra cayó hecha
migas sobre el mueble.
—Ellos dicen que, si no me hubiera quedado embarazada, Sam no habría vuelto a
beber. Creen que él no quería hijos. Hasta han dejado caer que a lo mejor él no era el
padre. En todo caso, han dejado muy claro que no quieren saber nada de mí, ni del
niño, y que no contemos con ellos.
—Eso es absurdo —Alfonso se estaba enfadando mucho—. ¿Como se atreven a
sugerir una cosa así?
—Escucha, hablemos de otra cosa —le interrumpió ella, recogiendo los restos de la
pasta con una servilleta de papel—. Todo eso ha pasado a la historia, de verdad. No
me importa. Lo único que me interesa es el futuro. El niño y yo saldremos adelante
solos. Claro que me gustaría que tuviera una familia más grande. Creo que los niños
necesitan a muchas personas, no sólo a sus padres.
Alfonso no pudo evitar pensar que a él le sobraban tanto el clan paterno como el
materno, y que Anahí tendría otra opinión si los hubiera conocido. Tendría que
haberse dado cuenta de cómo la afectaría a ella estar sola en Navidad, pero, claro, él
estaba tan acostumbrado, que no se le había ocurrido. Hacía más de diez años de la
muerte de sus padres, con pocos meses de diferencia, y había pasado solo todas esas
Navidades.
Y la verdad era que con la muerte de sus padres las fiestas no se habían vuelto ni
más ni menos solitarias que mientras estaban vivos. Claro que, este año, no tenía por
qué estar solo en Navidad. Anahí y él podían...
No, de eso nada. Nada de Anahí y él, se corrigió a sí mismo. No pensaba utilizarla
para escapar a su soledad. Ella se merecía algo mejor.
—Por si te sirve de algo —le dijo—, con el tiempo uno se acostumbra. Me refiero a
estar solo en Navidad. Los primeros años, uno se siente muy perdido en la casa
vacía. Pero, con el tiempo, se descubren cosas con las que llenar el silencio, y el
tiempo.
Se calló, pensando que el vacío no se llegaba a llenar nunca.
—Parece que hablas por propia experiencia —la oyó decir.
—Quizá sí —respondió, encogiéndose de hombros.
—¿Es que no pasas las fiestas con tu familia? Ya sé que no tienes hermanos, y que
tus padres han muerto, pero habrá alguien más —e insistió, como él había hecho
antes—, habrá personas que te inviten en Navidad. ¿Tíos, primos?
Él negó con la cabeza.
—La verdad es que no me queda mucha familia. Como hace ya más de diez años
que murieron mis padres, he perdido el contacto con los que quedaran más o menos
cerca. La mayoría están muy dispersos —y, añadió para sí, los que no están
dispersos, son inaguantables.
Anahí se sentó, y siguió hablando con él, mirando hacia arriba, sin darse cuenta
de cómo se exhibía con el cambio de postura, que daba a Alfonso una increíble
perspectiva de su escote exagerando el contraste entre la oscura sima que se intuía en
el centro, y la suave redondez que él, cada vez más acalorado, procuraba no mirar.
—Es una pena lo de tu familia —le dijo ella, afectuosamente.
«Sí que lo es», pensó él, pero no se refería, como ella, a su desaparición, sino al
hecho de que nunca hubieran estado realmente presentes, al menos en la medida en
que él los necesitaba.
—Mira —siguió Anahí, suavemente—, si no tienes nada mejor que hacer en
Nochebuena —la voz le temblaba un poco, aunque tratara de hablar como si fuera
una ocurrencia sin importancia—, podrías pasarla aquí. A fin de cuentas, es tu casa, y
a mí me gustaría tener compañía.
Siempre sin mirarla directamente, Alfonso reprimió la respuesta inmediata que se le
escapaba: «¡Sí! ¡Ya lo creo que vendré! ¡Cuenta conmigo!» No podía decir eso. Para
empezar, esa noche la iba a pasar de guardia en el hospital, para que otros pudieran
estar con sus familias. Y, para continuar, no era cierto que Anahí pudiera contar con
él. No como ella lo desearía, y lo necesitaba, y lo merecía.
—Gracias —contestó, volviéndose al fin de nuevo a mirarla, y sintiendo una
punzada al hacerlo—. Muchas gracias, pero es que en Nochebuena trabajo. Y en
Navidad también. Como no tengo compromisos familiares, creo que lo menos que
puedo hacer es trabajar esos días, para que los que sí los tienen puedan estar con sus
familias.
—Ya veo —dijo ella, con resignación—. Es un detalle estupendo.
Alfonso estuvo a punto de reírse. Él no se había presentado voluntario para esos
turnos por tener un detalle con sus colegas. Iba a trabajar porque quedarse solo en
casa esos días era mucho peor, ni más, ni menos. Pasar la Nochebuena y la Navidad
en el hospital le impedía dar vueltas a asuntos que no tenía ganas de pensar. Pero,
como lo que menos quería era darle explicaciones a Anahí sobre todo ello, no la
contradijo.
—Creo que es hora de que me vaya —dijo, de repente.
—¿Tan pronto?
—Anahí —le dijo, riendo—, son casi las dos —le enseñó el reloj de pulsera—. Yo
no diría que eso es pronto. Y tú tienes que dormir.
Ella sonrió.
—Pero es temprano. Temprano por la mañana. Y, además, mañana no trabajo. No
tengo prisa por acostarme.
—Bueno, pero hoy ha sido un día largo.
Era verdad, pero, por largo que fuera, Anahí no deseaba que acabase. Sobre todo,
esa noche; era la noche más bella y extraordinaria de su vida, y no tenía ganas de
ponerle fin. Todavía no. Ni, en realidad, nunca.
En cuanto hubo formulado su deseo, comprendió lo inútil que era tratar de
contener el paso del tiempo, y se resignó a atesorar el recuerdo en su memoria.
Estaba segura de que volvería a repasar esa maravillosa noche muchas otras noches
futuras y solitarias. No le iba a ser fácil volver a conocer a alguien como Alfonso. De
hecho, estaba segura de que nunca conocería a nadie que despertara en ella los
sentimientos que él despertaba.
—Es verdad —contestó, poniéndose en pie—. Pero espera un momentito, que te
envuelva unas pastas, para que te las lleves.
Y, a toda prisa, preparó un surtido, con una pasta de cada variedad, para que se
las llevara a casa, y llenó una lata con dos o tres docenas, para el hospital. Mientras se
afanaba, sentía la mirada de Alfonso clavada en ella.
¿Qué significaba aquello?
No podía ser lo que ella creía... o deseaba, aunque la verdad era que algunas de las
miradas que le había echado Alfonso esa noche habían sido de absoluta voracidad.
Escandalosas, la verdad. Incandescentes.
Caray. Qué calor hacía en esa cocina. Le costaba no dejar caer las pastas, sujetarlas
sin hacerlas trizas, ahora que acababa de percatarse de hasta qué punto había estado
pendiente de Alfonso toda la velada. Y seguía estándolo. Pero también era verdad que
él se había pasado la noche mirándola de un modo muy peculiar, y que habían
hablado de temas que no tenían nada de intrascendentes. Entre ellos algo había
cambiado en estas últimas horas, pero no sabía qué era. Sólo que había algo...
diferente.
Lo que más la interesaba en este mundo era explorar ese algo, esa diferencia.
—Bueno, ya está —dijo, tapando el cacharro de plástico mediano que Alfonso iba a
llevarse a su casa—. Con éstas tendrás para un par de días, por lo menos. Esta misma
semana haré más dulces. Hay que preparar algo para Santa Claus y sus renos.
Y, al levantar la vista, vio que él volvía a mirarla con esa especie de avidez en la
mirada, y sintió una urgencia comparable en respuesta a su muda demanda.
Estuvieron muchos segundos inmóviles, mirándose a los ojos, sin apenas parpadear,
y el corazón de Anahí cada vez iba más deprisa. El calor era palpable. Todos sus
sentidos estaban despiertos, rastreando, notando el más nimio detalle de él y de sí
misma.
Porque, de golpe, sabía exactamente qué deseaba. Lo único que deseaba en el
mundo era a Alfonso.
Le daban igual las circunstancias y las consecuencias. Nunca había sentido por
nada ni por nadie la necesidad que sentía de él. Y sentía, además, que él
experimentaba una necesidad igual de ella. Daba igual lo que durase, o en qué grado
llegaran a entregarse. Aunque no fuera más que ese momento, esa noche. ¿Se
atrevería a tomar lo que deseaba? ¿Estaba en su mano?
—¿Alfonso? —preguntó en un susurro—. Yo... ¿te pasa algo?
El contestó lentamente, a la vez que negaba con la cabeza, sin apartar los ojos de
ella.
—No... nada. Es sólo que...
—¿Qué es? —Anahí apenas reconocía su propia voz. Él siguió hablando, aún más
despacio, pero con una extraña seguridad y... pasión.
—Que eres muy hermosa, Anahí, tremendamente...
Sin que ella fuera muy consciente, sus labios se entreabrieron y se le escapó un
gritito de sorpresa. Sintió que un chispazo recorría todo su cuerpo, al comprender
que sí, que él la deseaba... quizá tanto como ella a él. Pero siguió quieta, en pie, frente
a él, sin hallar el valor de actuar, esperando que él viera su deseo y siguiera adelante.
Al ver lo que acababa de provocar con sus palabras, Alfonso enrojeció y desvió su
elocuente mirada del cuerpo de Anahí.
—Lo siento —murmuró—. No debería haber dicho eso.
—Claro que sí.
Ella estaba asombrada de su propia audacia, pero no le había quedado más
remedio, no podía dejar que se apartara de ella, que se retirase, avergonzado. No: era
preciso que exploraran la situación, que no dejaran un cabo suelto. Más valía actuar,
aunque se equivocasen.
—Siempre se debe decir lo que se siente —le dijo, sorprendida de la serenidad que
traslucía su voz, cuando era lo último que ella sentía—. Si no lo haces —siguió—,
puedes perder una oportunidad preciosa.
El tardó un momento en contestarla, y, por fin, preguntó, en voz muy baja:
—¿Qué clase de oportunidad?
Anahí le sonrió, tratando de comportarse con una ligereza que estaba muy lejos
de sentir.
—Bueno, ésa es la gracia del asunto. Nunca se sabe hasta que se presenta.
Antes de perder el valor, sin preguntarse por qué ni para qué lo hacía, tenía toda
una vida para interrogarse más tarde, Anahí salió de detrás de la mesa, que los había
separado hasta entonces, y se acercó a Alfonso. Se movía con lentitud, para darse calma
y seguridad, y él la miró acercársele, sin decir ni una palabra, a favor o en contra. Se
detuvo a menos de medio metro de él, dudó un instante, y luego tendió la mano
hacia él.
Sólo que, en el último momento, en lugar de posarla sobre él, como era su
intención, lo que hizo fue sacarle la ramita de muérdago que llevaba toda la noche
guardada en el bolsillo de la chaqueta. Y luego, con una sonrisa que esperaba fuese
seductora, y, en realidad, muy nerviosa, sostuvo la ramita sobre la cabeza de Alfonso, y,
sin darse tiempo a reflexionar, se inclinó y lo besó, casta, aunque lenta y tiernamente,
en la mejilla.
Tenía la piel muy caliente, y olía a especias, a jabón, y a algo maravillosamente
masculino. Y sabía deliciosamente. Anahí perdió el equilibrio al inclinarse y se sintió
caer y caer, sin que ella pudiera impedirlo. Sólo Alfonso podía, y lo hizo.
La sujetó. Es decir, la tomó en sus brazos. Y, al hacerlo, dio un gemido, lleno de
vida y de ímpetu, que le brotó del alma. Muy suavemente, la fue rodeando,
estrechándola, acercándosela, como si acabaran de entregarle un tesoro que llevara
toda la vida buscando. Se quedó mirando su carita, y ella vio mil emociones
encontradas reflejadas en sus ojos oscuros. Y luego, no más dispuesto a la reflexión
que ella, lenta, muy lentamente, se fue aproximando hasta cubrir los labios de Anahí
con su boca.
Ella se sintió arder al contacto, e, inmediatamente, sintió además que lo que
estaban haciendo era algo indiscutiblemente bueno. Pasara lo que pasara después,
era lo natural y lo adecuado. No sabía cómo lo sabía, pero era una certeza que
eliminaba todas las dudas. Anahí no las tenía, ni quería plantearse cuestiones sobre
el futuro. Por primera vez en mucho tiempo, existía el ahora. Alfonso era un regalo. No
había recibido muchos a lo largo de su vida, pero éste sí que sabía reconocerlo, y,
desde luego, no pensaba rechazarlo.
Así que, con fervor, le enlazó el cuello y se pegó aún más a él, dejando caer la
ramita, para poder hundirle los dedos en la seda oscura del cabello. Alfonso volvió a
gemir, al sentir más íntimamente su cuerpo, e intensificó el beso. Mientras la
abrazaba con una mano, le soltó con la otra la cinta del pelo, apropiándose de sus
rizos rubios, tomándola con esa mano de la nuca, para orientar su cabeza y mejor
enseñorearse de su boca.
Anahí se quedó muy quieta mientras la lengua de él pasaba y repasaba por los
recovecos, y la degustaba como si quisiera sorberle el alma. Estuvo mucho tiempo sin
poder hacer más que apoyarse en él y procurar seguir respirando. Pero, al sentir que
la mano que había jugado con su pelo, descendía, y los dedos le recorrían la mejilla,
la mandíbula, la garganta, y, por fin, casi imperceptiblemente, el borde interno de la
clavícula, surgió en ella una nueva necesidad de entrega. Y luego Alfonso pasó
delicadamente los nudillos sobre las prominencias de su escote.
—¡ Ah! —exclamó ella en voz baja al sentir aquella fugaz caricia en la piel que le
ardía—. ¡Sí, Alfonso! ¡Sigue, por favor!
No tuvo que terminar de decirlo para que él pasara de su boca a su garganta, y le
llenara el cuello de besos, mientras con la mano rodeaba francamente uno de sus
pechos. Como el vestido le estaba tan justo, no se había molestado en ponerse nada
debajo, así que lo único que restaba entre su piel y la de él era el terciopelo. Que no
tardó en caer, porque Alfonso seguía disponiendo de otra mano a la espalda de Anahí,
con la que bajarle la cremallera. En un momento había hecho deslizar el vestido,
dejándole los pechos a merced del aire fresco de la madrugada, y del ardor de sus
manos y su boca. Alfonso la sentó en la mesa y ella se estremeció cuando él se llenó
ambas manos con su carne, y siguió luego estimulando los pezones, masajeando,
pellizcando, sirviéndose cuanto deseaba. E, inmediatamente, también su boca estaba
allí, libando, succionando, lamiendo, rozando, inflamando.
La respiración de Anahí estaba muy agitada, se sentía muy sofocada, y empezaba
a marearse con el latido de la sangre en las sienes. Entrecerró los ojos y hundió ambas
manos en el pelo de Alfonso, para sujetarse, para sujetarlo. Y, al fin, Alfonso comprendió
que se moría de ganas de él, e, incorporándose, volvió a besarla en la boca, mientras
la alzaba en brazos.
Anahí no tuvo apenas conciencia de los movimientos siguientes, hasta
encontrarse en el dormitorio, tendida en la amplia cama, debajo de él. El vestido no le
cubría más que la cintura, y la chaqueta y la corbata de Alfonso estaban en el suelo.
Mientras ella luchaba con los botones de nácar, él le bajaba las medias, y luego
pasaba a desabrocharse el cinturón y los pantalones, al tiempo que Anahí acababa de
quitarle la camisa. Finalmente, Alfonso se puso en pie para acabar de desvestirse, y ella
se incorporó a medias para contemplarlo, aunque se alegraba de que no hubiera más
luz en la habitación que la que llegaba del salón. La semipenumbra le permitía
olvidarse de la locura que estaban cometiendo, concentrarse únicamente en lo que
sentía, en la alegría, la excitación, el placer. Aunque tenía miles de cosas que contarle
y que preguntarle, temía que, si llegaba a hablar, la fantasía se evaporaría, y la
felicidad que estaba a su alcance, por efímera que resultara, desaparecería.
Alfonso volvió rápidamente a la cama, pero se tendió a su lado. Anahí también se
había quitado el resto de la ropa, y percibía su calor con todo su cuerpo. Se volvieron
el uno hacia el otro, buscando el abrazo, pero, naturalmente, el vientre de ella fue lo
primero en entrar en contacto con él.
«Se acabó», pensó. Sintió que en ese momento Alfonso recuperaría la lucidez,
recordaría que ella era una especie de artículo de segunda mano, y en no muy buen
estado, la verdad. Era imposible que ninguna relación pudiera salir adelante entre
ellos, puesto que entre ambos se interponía, literalmente, un tercero del que
únicamente ella era responsable. Estaba a punto de levantarse y huir. Para siempre.
Pero, en lugar de levantarse, Alfonso puso la mano abierta sobre su vientre, dándole
una, dos, y hasta tres suaves palmaditas.
—Es algo increíble —dijo cariñosamente, mirando la suave colina.

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