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Alfonso no sabía por qué había dicho eso. Lo último que le hacía falta era llegar a
conocer mejor a una camarera embarazada. Se le habían escapado las palabras. No
podía darse otra explicación.
Pero, una vez pronunciadas, tampoco sentía el impulso de retirar lo dicho o
matizarlo. Tampoco veía qué peligro representaba conocer mejor a Anahí. Era una
persona muy agradable, y que parecía estar muy sola en el mundo. Como él. Bueno,
él era algo menos agradable. Pero estaba tan solo como ella.
Ahora parecía que ella no sabía qué contestarle. Debía de seguir considerándolo
una especie de aprovechado... sólo que no sabía qué especie, y eso la tenía
desconcertada. Y tampoco se la podía culpar por mostrar suspicacia. La vida no le
había dado demasiadas oportunidades. El marido, según la enterada Celina, era un
borracho, y un mal bicho. Ya se había quedado sin techo hacía un año, y ahora iba a
perder otro. Si la vida te da un palo tras otro, ¿qué tiene de sorprendente que
desconfíes de todo, y de todos?
«Y entonces tú, amigo mío, ¿qué excusa tienes?»
La pregunta se formó en la mente de Alfonso, al margen de su voluntad. Y lo cierto
era que no se podía decir que él se hubiera llevado palo alguno en su vida. Había
nacido en una familia rica, había disfrutado de cuantos privilegios conocen los seres
humanos del siglo veinte, no había tenido más que buena suerte desde la casilla de
salida. Y, sin embargo, él desconfiaba de la vida más que nadie. Desde luego,
bastante más que Anahí, a juzgar por su invitación del otro día al señor MacCoy, y
por el «pin» de Santa Claus que llevaba en el jersey.
—Se te va a quedar frío el pepito, si no te lo comes.
Cuando levantó la vista, se encontró a Anahí Puente examinándolo con una
expresión indescifrable. Era como si no hubiera oído lo que él había dicho, acerca de
llegar a conocerse un poco mejor. Alfonso llegó a dudar si, después de todo, lo había
dicho en voz alta, o sólo lo había pensado. Casi mejor. Empezaba a dudar de su salud
mental, con todos esos extraños pensamientos sentimentales que se le ocurrían.
Así que tomó el pepito con ambas manos y le dio un buen bocado. Qué curioso, lo
poco que le apetecía, a diferencia de la otra noche. Tomó un sorbo de café, que era
tan insulso como el pepito, para ayudar a tragarlo, y miró a Anahí mientras
trabajaba. Se movía con elegancia y eficiencia, y se la veía cómoda al trabajar.
Claramente, tenía una gran experiencia. Conocía a muchos de sus clientes, y
bromeaba con algunos. Su forma de relacionarse con ellos era evidentemente natural.
Nadie puede fingir tanta amabilidad tanto tiempo.
Y entonces se preguntó cómo sería el marido, qué clase de idiota habría engañado
a una mujer así. ¿Qué habría visto ella en él para casarse? Muchas veces, era
imposible para un tercero entender eso. El amor era, o eso tenía entendido, él nunca
lo había sufrido, algo caprichoso. Razón de más para evitarlo. Si hasta alguien como
Anahí había entregado su corazón a alguien indigno de él, ¿qué sería de alguien
como Alfonso?

Claro que tampoco es que él llevara su corazón muy al descubierto. Poco peligro
tenía de perderlo por nadie, ni digno ni indigno. No se conocían casos de amor en la
familia Herrera. Cuando se casaban, lo hacían después de meditar bien el caso, y
siempre seguían la opción más ventajosa, en términos financieros, políticos o
profesionales. Siempre había sido así. Siempre sería así. Incluso entre sus primos, los
matrimonios seguían siendo una cuestión de conveniencia. La nueva generación solía
tener el buen gusto de insistir en que estaban enamorados de la persona que llevaban
al altar, pero, curiosamente, todos los enlaces redundaban en algún provecho para la
familia.
Motivo por el cual Alfonso pensaba seguir soltero. Ya que, en términos financieros,
políticos y profesionales, estaba estupendamente, y no hacía falta decir que el amor
no entraba en sus previsiones, le habría parecido el colmo de la crueldad inútil el
unirse a una mujer que, sin duda, esperaría, desearía, y, sin duda, merecería, bastante
más que estabilidad fiscal.
Así que, ¿a qué demonios le estaba dando vueltas?
El curso, o más bien, la deriva de sus pensamientos, se interrumpió al ver
acercarse a Anahí, cargada con dos enormes jarras de café, una en cada mano.
Parecía a punto de desplomarse, y él tuvo que controlarse para no ponerse en pie de
un salto y darle un grito. Tenía que dejar aquello, irse a casa, y descansar, pero no
podía soltárselo como lo sentía, porque ella se enfadaría, y le diría, con razón, que no
era asunto suyo.
Pero tampoco era asunto que se pudiera dejar exclusivamente en sus manos.
Independientemente de cuántas horas, o a qué ritmo estuviera acostumbrada a
trabajar antes, era evidente que el embarazo de Anahí era de los que agotan a la
embarazada. Si seguía así, estaría poniendo en peligro su salud y la del feto, y hasta
podría llegar a perderlo.
—¿Te está viendo un médico?
La pregunta escapó a su control, y sonó bastante más severa de lo que él
pretendía.
También a ella debió de sorprenderla bastante, porque se volvió a medias al oírla,
y, al hacerlo, el café rebosó de una de las jarras, quemándola en la mano. Dio un grito
y soltó el recipiente de vidrio, que se estrelló contra el suelo. Naturalmente, Anahí
saltó hacia atrás, pero no debió de ser suficiente, porque volvió a gritar, al abrasarle
el café las piernas. Por desgracia, todo el proceso volvió a repetirse con el otro
recipiente.
Estaba la segunda jarra llegando al suelo cuando Alfonso saltó por encima del
mostrador. Se acercó a ella y, sin pensárselo dos veces, la levantó en brazos. Debía de
dolerle mucho y estar muy asustada, porque le dejó hacer sin una palabra. Le echó
los brazos al cuello y rompió a llorar. Alfonso la colocó sobre la barra y trató de
comprobar qué daños había sufrido. Llevaba unos leotardos gruesos en las piernas,
así que era difícil calibrar la gravedad de las quemaduras.
Enseguida acudió una señora bastante mayor, delgada, con el pelo blanco, con el
mismo uniforme amarillo, pero una indiscutible autoridad.

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