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Anahí seguía en la cama que había compartido con Alfonso, despierta, casi sin osar
moverse, para que no acabara de disiparse el recuerdo, que ya le parecía un sueño.
Estaban a punto de dar las diez y media, y de Alfonso no había más señal que la ropa
que llevaba la noche anterior, doblada sobre la silla que había junto a la cómoda. Eso
y el rastro casi imperceptible de su olor, más fuerte en la piel de la propia Anahí que
en las sábanas. Un olor y unos pliegues de tela: eso era lo único que se interponía
entre ella y la sensación de soledad más punzante y absoluta que había sentido en su
vida, y que, además, se preguntaba si no sería lo que la esperaba para el resto de sus
días.
Se dio la vuelta y se quedó mirando el teléfono que reposaba sobre la mesilla. No
sólo no había sonado en toda la mañana, sino que, cuando hacía horas, ella se decidió
a marcar el número de la casa de Alfonso en Ardmore, lo único que oyó fueron
timbrazos, uno tras otro, sin conseguir respuesta alguna, ni humana ni mecánica.
Llamó luego al hospital, donde al menos le dijeron algo, a saber, que el doctor
Herrera se había marchado al terminar su turno de aquel día, y ya hacía horas de
eso. Por supuesto, no había ido ni a comer ni a cenar a Evie's, y a Anahí ya no se le
ocurría en qué otro lugar podía hallarse.
Salvo, claro está, lejos, lo más lejos posible. De ella, se entiende.
Claro está también que tendría que volver a verlo en algún momento. A fin de
cuentas, era una especie de «ocupa» en su piso. La cuestión era: ¿en qué términos
volverían a verse? ¿Haría Alfonso como que no había sucedido nada? ¿Estaría furioso?
¿Arrepentido? ¿Bloqueado?
Anahí suspiró de frustración al deslizarse una tras otra por su cabeza las posibles
reacciones, ninguna de las cuales era nada atrayente. Lo único indudable era que, si
él se hubiese sentido contento de lo sucedido la noche anterior, se habría apresurado
a volver a casa después del trabajo. O se habría pasado por la cafetería para verla.
Como mínimo, habría llamado por teléfono, para decirle que se acordaba de ella, que
hacer el amor con ella le había iluminado la vida. En ningún caso mantendría la
distancia insalvable que era precisamente lo que estaba sucediendo.
Anahí cerró los ojos y trató de persuadirse de que lo mejor era dormir, con muy
poca esperanza de conseguirlo, pero, de todos modos, debió de adormilarse, porque,
cuando, por algún motivo, volvió a abrirlos, el reloj indicaba medianoche.
Naturalmente, lo primero que pensó fue «¿dónde está Alfonso?»
Al punto oyó un ruido muy ligero, que venía del otro lado de la puerta del
dormitorio, y que hizo que Anahí se incorporara como un rayo, totalmente
espabilada. Pero no se movió, sino que se quedó atenta, escuchando. Era un sonido
muy amortiguado, pero casi juraría que se trataba de un cascabel o una campanita.
Y, si era eso, faltando todavía como faltaba una semana para que llegase Santa
Claus con su trineo, una de dos, o había entrado un ladrón con un sentido del humor
muy raro, o Alfonso había vuelto a casa. Los labios de Anahí se curvaron con una
sonrisa. No tenía muchas dudas.

Sin hacer ruido, se deslizó de la cama y, despacito, entreabrió la puerta. No se veía
más que una parte del salón, y la luz era escasa, y muy rara, pero el ruido de alguien
moviéndose por allí le llegaba ahora nítido, acompañado, a intervalos, por el tintineo
que la había despertado. Aún tardó un poco, pero, al verlo, reconoció a... ¿... a Alfonso?
Desde luego, parecía Alfonso. Tenía su estatura, su anchura de hombros, su pelo
negro. Pero, ¿podía Alfonso vestirse así?
Llevaba un traje rojo en el que habrían cabido, a lo ancho, otros dos como él, sujeto
a la cintura con un cinturón negro con una hebilla enorme. La piel estaba un poco
apolillada, pero, aún así, Anahí encontraba adorable a Santa Claus.
Él debió de notarlo, porque levantó la vista de lo que tan ocupado lo tenía, y la
descubrió espiándolo desde la puerta. Pero, en lugar de desaparecer en el acto, como
mandan las reglas del mundo mágico, el simpático barbudo sonrió a la joven curiosa.
-Feliz Navidad, Anahí -le dijo, tiernamente, y el cascabel de su gorro volvió a
tintinear.
Al oírlo, Anahí estuvo a punto de frotarse los ojos. Tenía que estar dormida y
soñando para ver a Alfonso Herrera así vestido. Él nunca haría algo así.
Un momento, se dijo. ¿Cómo que no? Por supuesto que Alfonso lo haría. El Alfonso Herrera que ella conocía y que Nicolas a veces creía intuir se vestiría de Santa Claus
sin dudarlo. Era el otro, el Alfonso Herrera que Alfonso creía ser y con el que tenía
medio engañados a los demás, el que nunca haría algo así.
Menos mal que al fin se había reconciliado consigo mismo.
-Caray, Santa Claus -le contestó con voz muy suave, al tiempo que empujaba
hacia atrás la puerta y pasaba al salón-, ¿no te has adelantado mucho este año? Falta
una semana para Nochebuena.
-¡Jo, jo, jo! -exclamó él, con el necesario retumbo, y una gran sonrisa-. Has sido
tan buena este año, que Santa Claus no podía esperar para verte.
También Anahí se rió, mucho más quedamente.
-Ay, no sé -dijo, melindrosa, pero sintiendo que una gran oleada de paz y
felicidad empezaba a llenarla-, últimamente he estado muy gruñona.
-Bah -contestó el hombre de rojo-, eso le pasa a las mejores personas. Para que
lo sepas, pasa mucho en estas fiestas. ¡Jo, jo, jo!
-Pero a mí no eran las fiestas las que me ponían de mal humor, Santa Claus. A mí
me encanta la Navidad.
-Habrá sido el tener que buscar casa -dijo él, que había estado asintiendo
vigorosamente con la cabeza al oírla-. Eso no tiene ninguna gracia. ¡Jo, jo, jo!
-No -le replicó, dulcemente-, no era eso. Alguien ha solucionado ese
problema.
-Entonces será el embarazo -Santa Alfonso se olvidó de la risa esta vez-, los
mareos, y todo eso.
-¡Qué va! -ahora la que hablaba en un tono jocoso era Anahí-. Esas cosas ya
pasaron a la historia.
-Pues, ¿qué te sucede? -y, al cabo de unos instantes, añadió-. ¿Jo, jo, jo?
Ella le sonrió enigmáticamente.
-Me parece -dijo, en voz muy baja- que han debido de ser todas las
inmoralidades que he estado pensando estas dos últimas semanas, por culpa de
cierto médico.
-Ah, bueno -Santa Claus hacía gestos con las manos de que aquello no iba con
él-. Comprenderás, querida niña, que San Nicolás es un santo muy humano, y estas
cosas las entiende perfectamente. Bueno, de hecho...
Anahí lo interrumpió, antes de que ofendiera al pobre obispo.
-Ya, ya, me hago una idea. Y, ¿qué traes en tu saco? ¿Son regalos?
San Nicolás Herrera subió y bajó alternativamente las cejas.
-Pues claro. Ya te he dicho que este año has sido muy, pero que muy buena.
Anda, acércate.
Dijo eso porque Anahí seguía en el pequeño distribuidor que separaba las
distintas habitaciones. Dio entonces unos pasos, y, al entrar realmente en el salón,
descubrió, a la luz de la chimenea, que estaba encendida, todas las novedades.
Ella había puesto algunos adornos navideños, sobre todo en la cocina, donde colgó
sus guirnaldas de papel metalizado y colocó su arbolito, en la encimera. En el salón
había colgado una coronita de imitación de acebo sobre la chimenea, y completado
los candelabros de bronce que había en la habitación con velas verdes, con olor a
abeto. Pero Alfonso había ido bastante más lejos. No sólo había encendido las tres velas
perfumadas, sino que había traído otras diez o doce, y ésa era la extraña, pero
exquisita iluminación de la estancia. Había un árbol como de un metro de alto,
plantado en una maceta, junto al balcón, lleno de luces que se encendían y apagaban.
En las ramitas habían colgados adornos multicolores, y al pie del macetón había
numerosos paquetes envueltos en papel dorado, plateado, rojo, verde, atados con
cinta. Era imposible que hubiera hecho todo eso en unos minutos. Lo debía de haber
traído todo montado, y lo estaba colocando cuando ella lo sorprendió. Pero entonces,
¿cuánto tiempo llevaba planificando la sorpresa?
-Ha sido esta misma tarde -dijo él de pronto, con esa inquietante facilidad suya
para leerle el pensamiento- cuando me he reconciliado conmigo mismo.
Aunque la esperanza espoleaba el corazón de Anahí, trató de conservar la calma y
no precipitarse. Preguntó:
-¿Qué quieres decir?
El iba a responder, pero se contuvo, y dijo, en lugar de lo que iba a decir:
-Un momento. Tengo que acabar de vaciar mi saco. No sabes la cantidad de
trabajo que tengo en esta época.
Y, en efecto, a los paquetes envueltos en papel metalizado que había ya al pie del
árbol, vinieron a sumarse numerosas cajas, que dejaban ver claramente los juguetes
que contenían. Todos eran para recién nacidos y bebés de pocos meses de vida.
Móviles para colgar encima de la cuna y en el cochecito, una alfombra de juegos,
tentetiesos, sonajeros, y, por supuesto, un bate en miniatura de béisbol, de fieltro, y
una pelota en miniatura, de peluche, a juego.
Anahí fue directa a ellos.
-Oye, ¿no te parece que das demasiado por sentado? -le preguntó-. ¿Y si es
una niña?
-Eso digo yo, ¿qué pasa porque sea una niña? ¿Es que no le voy a poder enseñar
a batear porque lo sea?
Anahí se rió al oírle, pero no se dio la vuelta. Estaba embobada mirando la
tremenda montaña de jersecitos, bolitas, pijamitas, mordedores, ositos de peluche.
Debía de haber pasado horas de compras. Así se explicaba a qué hora había llegado a
casa.
-Me han ayudado mucho -dijo, desde detrás de ella, leyendo, una vez más, su
mente-. Les dije a las dependientes de la tienda de ropa y de la tienda de juguetes
que iba a ser padre en abril, y que quería enterrar en regalos a la mamá.
Esta vez sí que consiguió que Anahí se volviera, con expresión de incredulidad,
para comprobar que había oído mal. Pero Alfonso no se desmintió, sino que prosiguió,
sonriente:
-Tengo que reconocer que estuve mucho más tiempo con los juguetes. La
vendedora me dijo, cuando me marchaba, que mi mujer tenía muchísima suerte por
haberse casado conmigo. Ya iba a decirle que no, cuando pensé... -en ese punto
levantó un hombro, y lo dejó caer de nuevo-... pensé que eras tú quien debía
decidirlo.
-¿El qué? ¿Que si tengo suerte?

-No, no. Que si quieres... casarte conmigo.

Anahí creía que estaba relajada, pero, al oírle todo su cuerpo se ablandó de tal
modo que parecía que se iba a caer al suelo. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y el
alma de ternura. Pero no consiguió articular más que:
-Oh, Alfonso.
-Entonces.... ¿qué me respondes? -volvió a preguntarle él, con una nota
sorprendente y enternecedora de incertidumbre, de angustia-. ¿Quieres casarte
conmigo?
Anahí no se había sentido jamás tan halagada. ¡Él pensaba de verdad que ella
podía rechazarlo! Pero, a pesar de esa enorme satisfacción, tenía que conocer la
verdad antes de poder contestarle.
-¿Por qué quieres casarte tú conmigo?
-Pues... ¿no es evidente? -Alfonso estaba muy sorprendido-. ¿Por qué crees tú
que me quiero casar?
-No lo sé -replicó ella, con toda honradez-. ¿Quizá porque quieres cuidar de
mí? ¿Por qué sospechas que no estoy en condiciones de vivir sola? ¿Por qué crees que
tienes una obligación para conmigo? ¿Te sientes responsable?
-Todo eso es cierto -dijo él, y el corazón de Anahí sufrió un apagón. -
Exactamente igual que quiero que tú cuides de mí, porque sospecho que no estoy en
condiciones de vivir solo, y espero que sientas que tienes una obligación para
conmigo, y quieras responsabilizarte de mi felicidad- siguió, y dio luego un paso
hacia ella, pero volvió a detenerse, evidentemente dudando todavía de cuál era la
respuesta de Anahí. -Pero, ante todo, Anahí, quiero casarme contigo porque te
amo. Porque en las dos semanas que hace que te conozco es como si hubiera
empezado a vivir, a sentirme humano, a ser feliz, por primera vez en todos estos
años. Ya no me puedo imaginar la vida sin ti. Estaría tan vacía. No puedo vivir tan
solo, tan infeliz. Te amo, Anahí -volvió a decir, y la desesperación se asomaba un
poco a su voz-. No sabes cómo te amo.
Oírle decir esas palabras con esa voz y mirándola como la miraba fue suficiente
para convencerla de su sinceridad, así que dejó de dudar, y la esperanza que sentía
gotear en su interior desde que reconoció a Santa Claus se convirtió en una corriente
poderosa, que la empujó hacia él. Sin poder aguantar más, se echó en sus brazos y
empezó a besarle con toda su alma.

A Alfonso no le pareció mala señal, pero no pensaba pecar de optimista tampoco
hoy, así que se apartó de ella lo justo para decirle:
-¿Esto es que sí?
Anahí asintió.
-Esto es que ya no tienes escapatoria. Dios mío, te amo muchísimo.
Un simple «sí» habría supuesto menos interrupción, pero Alfonso no pensaba
quejarse, sino liquidar los trámites cuanto antes.
-En ese caso, hazme el favor de empezar a abrir los paquetes por éste -y se llevó
una mano al bolsillo de sus inmensos pantalones rojos.
Le caja que le tendió era cúbica, y le cubría la palma. Era de ante gris perla, y
Anahí la tomó, sonriendo con timidez. Una vez abierta, sus mejillas, que ya estaban
sonrosadas de emoción, enrojecieron aún más, y dio varios grititos al ver el anillo
envuelto en raso. También eso le pareció a Alfonso muy buena señal.
-Qué preciosidad -susurró ella, al contemplar la banda de oro con el brillante
solitario en forma de corazón.
-Cómo me alegro de que te guste -dijo él, con un suspiro de alivio-. Yo pensé
en ti nada más verlo. Me hizo sonreír.
También ella sonreía, y le dijo, enseguida:
-Pónmelo. Quiero verlo puesto.
Y él la complació al instante. Anahí jugó con los reflejos de todas las luces y los
adornos navideños, contaminando la pureza del diamante con todos los colores.
-Verás -dijo Alfonso-. Lo mejor para apreciarlo sería que tú estuvieras desnuda.

-¿Ah, sí? Qué coincidencia, lo mismo pensaba yo de ti.
-Bueno, me gustaría tener la misma perspectiva que tienes tú del anillo -al
decirlo, se pegó a ella, por detrás, y miró por encima de su hombro. Pero no tendió la
mano hacia la suya, sino que le soltó un botón del pijama. Ella siguió contemplando
el anillo, mientras él contemplaba el nacimiento de sus pechos, y, de golpe, resultó
imprescindible quitarse toda la ropa para poder apreciar realmente el anillo.
Al que luego no miró ni una sola vez. Los dos orbes de sus pechos, su trasero, la
delicada curva de su cuello, la más acentuada de su vientre, lo tenían muy ocupado.
Adoraba la exuberancia y plenitud del cuerpo de Anahí. Mientras la acariciaba
desde detrás de ella y sentía su dureza crecer por momentos, al contacto con sus
nalgas, se dijo que, algún día, le encantaría que ese cuerpo recuperara la redondez
que ahora lo adornaba, encargando entre los dos otro niño. Pero, por ahora, estaba
perfectamente feliz con la situación: Anahí y él iban a tener un bebé. Y se iban a
casar. Y a amarse para toda la eternidad.
Ése era el regalo de Alfonso esta Navidad: una familia. No se le habría ocurrido
pedirlo, pero era lo que más ilusión podía hacerle.
Entretanto, mientras Alfonso fantaseaba, su cuerpo y el de ella no habían dejado de
moverse, y estaban completamente a punto, siempre de pie, en medio del salón. Así
que allí fue donde la penetró, y, al hacerlo, la oyó emitir un delicioso sonido de
satisfacción, y la vio doblarse ligeramente hacia delante. Siguieron así hasta que él
sintió que iba a perder el control, y entonces se retiró. La hizo luego volverse, y se
tendieron juntos en la alfombra, dándose la cara, y allí, junto al árbol de Navidad,
Alfonso se arrodilló e hizo a Anahí sentarse en su regazo. Esta vez la penetró mucho
más lentamente, tratando de hacerlo durar indefinidamente. Gradualmente, Anahí
empezó a moverse, a subir muy suavemente, y volver a bajar, apoderándose más y
más de él. Le pasó los brazos por el cuello, y aceleró el ritmo, él se llenó las manos
con sus glúteos, y aceleró el ritmo, ella lo besó en la boca, él le tomó ambos pechos, y
terminaron gritando, a la par, declarando su asombro de que sus almas llegaran a
fundirse de tal modo, tan completamente, con tal belleza.

Aún seguían conmovidos un buen rato después, cuando descansaban el uno al
lado del otro en la cama, abrazados. Alfonso se apretó a Anahí contra él, su pecho
contra la espalda de ella, como había empezado todo, y la sujetó extendiendo ambas
manos sobre su vientre. Bajo las yemas creyó notar un aleteo imperceptible, y sonrió.
Seguro que era demasiado pronto para que él lo notara, pero que ahí dentro, bajo
aquel tenso baloncito hubiera realmente una vida seguía siendo un milagro.
Y, hablando de milagros: ¿qué decir de que hubiera también vida aquí fuera?
-Feliz Navidad, Anahí -dijo tiernamente a su oído-. ¿Sabes que es la primera
vez que me traen exactamente lo que quería en Navidad?
Ella se acurrucó contra él y respondió, con voz de sueño:
-Sí, a mí también.


Fin

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