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Ambos dieron unos pasos hacia la puerta, pero, mientras Nicolas daba un par más y
tendía la mano hacia el picaporte, Alfonso se quitó del paso, luchando contra el impulso
de escaparse por la terraza, y bajar luego por la fachada, como Spiderman.
Como se había colocado del lado de los goznes, la puerta le ocultó al abrirse a la
persona que llegaba, pero ya no le hacía falta verla, porque estaba absolutamente
seguro de que Nicolas le había montado una cita a ciegas con Anahí. Sin embargo, al
ver cómo miraba el anfitrión a la invitada, empezó a dudar, porque esa mujer le
estaba dejando boquiabierto, después de recibir a otra media docena de mujeres
guapas y arregladas para una fiesta.
Si Nicolas Huber se quedaba atónito, era que la que llegaba debía de ser una
auténtica diosa. Como él habría dicho, si hubiera tenido el uso de su normalmente
ágil lengua, debía de ser enormemente elegante, ferozmente fascinante, grandemente
galanteable, y hondamente...
—¿Anahí?
¿Cómo que Anahí? Pues sí, era, incuestionablemente, Anahí Puente la que entró
por la puerta, con cara de bastante susto, aunque Alfonso no se dio cuenta de que la
pregunta la había formulado en voz alta hasta que la vio volverse hacia donde él
estaba, y ruborizarse.
El color de sus mejillas era algo más claro que el del vestido que poco a poco iba
apareciendo, a medida que Nicolas la ayudaba a despojarse del abrigo. Una vez más,
Alfonso decidió que lo mejor era no darse por enterado de la cuchillada de celos que
sentía al ver a su amigo hacer aquello. La verdad era que mirar a Anahí resultaba
mucho más interesante.
Llevaba un vestido de terciopelo, que Alfonso no sabía si era rosa muy fuerte o rojo,
muy escotado, que aprisionaba de una forma deliciosa sus pechos, antes de caer, con
amplios pliegues, hasta justo por encima de sus rodillas. Medias negras, y
manoletinas negras, adornadas con minúsculos capullitos rojos. Se había recogido el
pelo en lo alto de la cabeza con una cinta negra, y, mezclada con la cascada de rizos
rubios, caía una especie de guirnalda de rositas rojas, del mismo color que su vestido,
del mismo color que... su boca.
Su boca. Alfonso no conseguía despegar la mirada de ella, ni el pensamiento de la
generosa curva de sus labios. Cuando se entreabrieron, como si a Anahí le costara
respirar, el corazón de él se aceleró, y su propia respiración pareció paralizarse.
—Hola —fue lo único que ella le dijo, con voz tenue, como un suspiro, pero
sonriéndole.
El aire detenido se escapó entonces de los pulmones de Alfonso.

—Mira que encontrarnos aquí —añadió ella, aunque la voz le salió algo
temblorosa.
—Ah... —empezó Alfonso, pero allí se terminó su elocuencia, puesto que su cerebro
había adquirido consistencia de natillas.
—Anahí —dijo entonces Nicolas, que seguía a su lado, con una carcajada—, creo que
has dejado a este pobre hombre sin palabras. Enhorabuena. Ya sabía yo que era
buena idea que vinieras —y, sin previo aviso, sacó una ramita de muérdago no se
sabe de dónde, la sostuvo sobre la cabeza de Anahí, y se inclinó a besarla... en la
mejilla—. Feliz Navidad, preciosa. Cómo me alegro de que aceptaras mi invitación.
Alfonso vio actuar a su amigo y se quedó paralizado, porque, la verdad, lo único que
le inspiraba su jueguecito era deseo de matarlo. Pero nada de muerte instantánea.
No: muy poquito a poco, y con las manos desnudas. Pero, claro, eso desluciría un
poco las fiestas. Por lo menos, para los padres de Nicolas.
—Trae —acertó a decir, en su lugar, quitándole la ramita de las manos, y
guardándosela en el bolsillo de la chaqueta—. Esto es un arma letal en tus manos.
Seguro que está prohibida, por lo menos en toda la costa este. Por lo menos, para ti.
Nicolas sonrió, dándose perfecta cuenta de qué le había provocado semejante
estallido al hasta entonces mudo Alfonso.

Alfonso comprendió que no le engañaba con su
alegato en pro de la seguridad de las mujeres de los Estados Unidos al este del
Misisipí, pero, afortunadamente, Seth no le puso en evidencia.
—Vamos, Anahí —dijo, en lugar de responderle—. Estábamos esperándote. Va a
ser una noche muy divertida.
Y, por su parte, procedió a cerrar la puerta, guardar el abrigo de Anahí, y
acercarse a los demás invitados, dejándolos a ellos dos solos, junto a la entrada.
—Estás... —Alfonso no conseguía dar con una palabra que expresara lo que le
inspiraba— ...¡guau!
Ella se rió, ruborizándose un poco otra vez, y apartó un momento la vista de él.
Luego volvió a mirarlo y dijo:
—Tú también estás bastante guau.
Y, una vez más, Alfonso se quedó sin nada que decir. Por favor, tantos años de
colegios privados, y universidades, y lo que hiciera falta, para que ahora lo único que
se le ocurriera al mirar a Anahí fuera... ¡guau! La verdad era que hablar le parecía
una forma muy tonta de pasar el tiempo a su lado.
—Esto... Nicolas fue muy amable al invitarme —siguió ella, sacando un poco a Alfonso
de su ensueño—. Quiero decir que... no tenía ninguna obligación. Yo no esperaba
algo así.
Aunque, en algún olvidado sótano de su mente, Alfonso aún recordaba más o menos
en qué consistía una conversación, comprendía que debía existir un intercambio, un
toma y daca, y que él no estaba cumpliendo con su parte, le resultaba totalmente
imposible hacerlo. No podía hacer más que seguir en pie frente a Anahí, mirándola,
maravillado de la suavidad de su piel, del nimbo de rizos oro pálido que rodeaba su
rostro, del resplandor de sus ojos. Pensando, exclusivamente, en volver a besarla.
—Después de todo, se supone que eres tú el que se ha empeñado en hacer algo
bueno por mí —dijo ella, concluyendo, al menos, con su parte de la conversación.
Finalmente, el sentido de las frases de Anahí penetró en la cabeza de Alfonso, que
salió, de repente, de su trance. Algo bueno, se repitió. Hacer. Hacer algo bueno por
Anahí Puente, eso era lo que se suponía que él hacía, no contemplar las musarañas
y babear ante ella.
—Pues sí —empezó, fingiendo una ligereza que estaba muy lejos de sentir—, Nicolas
es un monstruo para las fiestas. Cualquier excusa es buena para invitar a la gente.
Sobre todo, a las chicas, claro.
Anahí le dedicó una breve sonrisa, evidentemente aliviada de que recuperase el
don de la palabra.
—Es un encanto, ¿verdad?
Eso era más que discutible, pensó Alfonso, pero no tenía la más mínima intención de
ponerse a hablar de ello con Anahí, así que lo que hizo fue tenderle el brazo y
decirle:
—¿Circulamos?
Ella sonrió más pronunciadamente al tomar su brazo, y contestó.
—Muy buena idea. Guíame.
En algún momento de la noche Anahí se preguntó si lo de «circular» se refería a
que siempre acababa encontrándose junto a Alfonso. Bueno, más bien le parecía, ¡y ojalá
fuese cierto!, que era Alfonso el que no se despegaba de ella. Claro que Nicolas contribuyó
no poco, al sentarlos juntos a la mesa. Algo peligroso, pero que Anahí acabó por
considerar preferible a tenerlo en cualquier otro punto, porque se habría pasado fa
velada buscándolo con los ojos, y esa noche Alfonso estaba absolutamente irresistible,
tan elegante como siempre, y con la mirada suavizada por una emoción que ella
prefería creer era imaginación suya.
Trataba de convencerse de que lo encontraba tan guapo simplemente porque
nunca había salido con un nombre que se pusiera traje y corbata. El traje oscuro, la
inmaculada camisa blanca, y la corbata, del color de las manzanas de invierno, le
favorecían mucho, desde luego, pero lo que encontraba fatalmente atractivo era la
naturalidad con la que llevaba esas prendas. Para alguien como Anahí, encontrarse
con alguien como Alfonso, dueño de una tal confianza en sí mismo y en su lugar en el
mundo, era como descubrir una nueva forma de vivir.
Llevaba varios días echándolo de menos. Vivía en su casa, rodeada por sus cosas,
pero no lo encontraba entre ellas. Ni él se había pasado por allí, ni le parecía a Anahí
que los CDs con música «de ascensor» y los libros de medicina y divulgación
científica que había en el apartamento reflejaran mucho sus gustos personales. Había
dos trajes impecables colgados en el armario, muy distintos de los gastados vaqueros
y jerseys de lana con los que le había visto siempre por las noches. Y, por otra parte,
para alguien que afirmaba no tener ni idea de cocina, la suya estaba llena de
utensilios especializados.

En fin, que Anahí lo echaba de menos. Muchísimo. No había transcurrido más
que una semana, y ya aquellos cinco días que habían pasado seguidos cenando todas
las noches juntos le parecían un sueño. No se supo dar cuenta de lo importante que
eran para ella. Hasta que él llegó no había reconocido lo muy sola que estaba, y ahora
que había vuelto a desaparecer, le hacía falta su compañía. Estaba muy bien que no
ocupara el apartamento, pero, ¿no podía venir de vez en cuando... de visita?
Al ir a tomar su copa de agua, el codo de Anahí chocó con el de Alfonso, y él la miró,
susurrando una disculpa. Y entonces se miraron, y se produjo un momento de
silencio, un momento luminoso y transparente, entre ambos. Anahí se dio cuenta de
que, si no andaba con cuidado, con mucho cuidado, podía enamorarse sin remedio
de Alfonso Herrera. Mucho se temía que ya tenía andada buena parte del camino. Su
amistad, si así podía llamársele, databa de unos días, y, sin embargo, Anahí sentía
que entre ambos existía algo muy profundo, mucho más fuerte que la camaradería
que compartía con Nicolas.
No sabía darle nombre a ese algo, pero existía. Había algo en Alfonso que llevaba paz
a su vida, a un conflicto del que ni siquiera había sido consciente hasta entonces. La
hacía sentirse bien, segura, a salvo. Cuando estaba a su lado, experimentaba una
calma y un bienestar que nunca había conocido. Era una buena persona, era un
hombre noble, y, por mucho que Anahí tratara siempre de ver lo mejor en la gente,
no podía decir, honradamente, que lo hubiera hallado con frecuencia.
Alfonso encarnaba lo que ella creía que era la norma del ser humano: alguien bueno,
decente y preocupado por los demás. Una norma que Anahí empezaba a encontrar
ya poco normal, dicho sea de paso. Y, sin embargo, Alfonso parecía empeñado en
convencer a los demás de que no era así. ¿Por qué lo haría?
Ella no lo entendía, pero, desde luego, estaba segura de que no era cierto. Si Alfonso
hubiera sido de verdad tan frío e indiferente como pretendía, habría hecho
literalmente lo que ella le dijo tantas veces, marcharse y dejarla en paz. Habría dado
con otro método de pagar su apuesta con Nicolas, un método que lo implicara menos,
bastante menos, personalmente. No se habría dado un paseo hasta su casa, noche tras
noche, para llevarle la cena. No habría seguido insistiendo hasta que ella aceptara
ocupar su casa, y luego en que no la dejara mientras le hiciera falta. Ni la habría
besado como lo hizo...
No estaría ahora mismo mirándola con una sonrisa, como si, en todo el mundo, la
única capaz de arrancársela fuera ella.
—Yo... eh... me he fijado en lo limpio que estabas dejando el plato —dijo Alfonso,
mirando hacia abajo. Ella siguió la dirección de su mirada, y sonrió.
—Estaba riquísimo.
—Y tú tenías bastante apetito.
Apoyándose contra el respaldo de la silla, Anahí respiró muy a fondo, y apoyó
ambas manos, con los dedos entrelazados, sobre su vientre.
—Los dos lo teníamos.
Alfonso seguía mirándola, y ella lo vio cambiar de expresión. Puso una cara muy
rara. Cara pensativa, melancólica incluso. Pero también él estaba sosegado: Anahí
sentía el sosiego emanar de él, como un aura.
—¿Notas que el niño se mueve? —le preguntó, siempre mirándole las manos y el
vientre bajo ellas.
—Pues... —la pregunta la sorprendió, pero se dijo que no tenía por qué— a veces.
Me había ocurrido varias veces, hasta que un día me di cuenta de qué era. Es como...
—¿Como qué? —volvió él a preguntar, al callarse ella, dirigiendo la vista a sus
ojos ahora. Preguntaba con auténtico interés, y sus labios sonreían con dulzura.
—Es... intrigante —le contestó—. Es un movimiento muy suave, como si hubiera
mariposas aleteando dentro de una, o deditos. Como si te hicieran cosquillas por
dentro.
Alfonso sacudió pausadamente la cabeza, y volvió a fijar la vista a la altura del talle
de Anahí.
—No sé. No me lo puedo imaginar. Por muy médico que sea, la gestación me
sigue pareciendo un milagro.
Lo dijo en un tono que la impresionó. Ella buscó su mirada, y cuando él volvió a
mirarla a los ojos, descubrió en los suyos el mismo temor reverencial que le había
parecido oír en su voz. Inesperadamente, levantó una mano hacia la cara de Anahí,
dudó un momento, y luego tomó un finísimo mechón de su pelo, que se enroscó
despacito en torno al dedo índice. Todo ello, lentamente, y sin que sus ojos oscuros se
apartaran de los verdes de ella, como si creyera que se desvanecería si parpadeaba.
—Vas a tener un niño, Anahí —dijo quedamente. Ella sonrió.
—Sí, eso tengo entendido.
—Quiero decir —él también sonreía, pero con menos convicción— que lo que te
sucede es una aventura increíble. Que haya una vida dentro de ti, creciendo, que
dentro de pocos meses será una persona. Un diminuto ser humano que es
responsabilidad tuya.
Anahí no podía separar los ojos de los suyos, aunque dudaba que el hacerlo fuera
demasiado prudente.
—Bueno, no soy la única responsable. Tuve cierta colaboración, como es habitual.
—Pero tú eres quien lo está creando —insistió él—. Su vida depende enteramente
de ti. Los hombres deberíamos pararnos a pensarlo, de vez en cuando. Es la empresa
más grande que los humanos podamos abordar, y nuestra participación en ella es
bien limitada. En cuanto se termina, pasamos a meros espectadores.
—De acuerdo, los hombres no pueden ocuparse de los bebés en esos primeros
meses en que se están formando —contestó ella—, pero, en cuanto nacen, claro que
pueden participar. Pueden cuidar de ellos tan bien como cualquier mujer.
—No —dijo Alfonso, sacudiendo la cabeza—, eso no es cierto.
Lo dijo con una certeza que la sorprendió mucho.
—¿Por qué dices eso?

—Los hombres no sirven para eso.
—Hay hombres que no —concedió Anahí—, pero igual que también hay mujeres
que tampoco sirven. Criar bien a un niño no depende de que se sea hombre o mujer,
Alfonso, sino de que uno tenga la capacidad de amar a otros seres humanos, y ocuparse
de ellos.
—Lo dices como si fuera algo sencillo.
—Es que es sencillo —dijo ella, encogiéndose de hombros.
—Claro, tú no tienes miedo.
A Anahí se le escapó una carcajada.
—Por Dios, Alfonso, no sabes el miedo que paso a veces. Desde que supe que estaba
embarazada, se me ocurren montones de cosas que pueden ir mal. Que el niño nazca
mal, que se me caiga de los brazos, que no sirva para ser una buena madre, que no
pueda...
—No —la interrumpió él, sin brusquedad—, lo que quiero decir es que a ti no te
da miedo amar a alguien.
A Anahí no se le ocurría nada que responder a algo así, así que se quedó mirando
a Alfonso, sin decir nada, preguntándose qué le impulsaría a decir, y, sobre todo, a
sentir, esas cosas.
—Y serás una buena madre —siguió él, sin percatarse de sus dudas.
Anahí se pensó dos veces lo que quería decirle, temiendo que lo interpretara mal,
pero decidió seguir siendo sincera con él, como hasta entonces había hecho.
—Y tú —dijo, levantando una de las manos que tenía apoyadas en el vientre y
posándola sobre la mesa, cubriendo los dedos de Alfonso—, serás algún día un padre
estupendo. Tus hijos van a ser muy afortunados.
Aquello lo intimidó visiblemente, y ella creyó que, en efecto, había entendido lo
que no era, que le estaba ofreciendo el puesto de padre de su hijo. Claro está que
confiaba en encontrar algún día a un hombre que los quisiera a los dos, a ella y a su
hijo, pero estaba segura de que ese hombre no iba a ser Alfonso Herrera, por mucho
que a ella le atrajera.
Sin embargo, no era eso lo que él había entendido.
—Dices eso porque no me conoces bien —dijo Alfonso, en un tono de desánimo—.
Yo sería un padre odioso.
—Digo eso porque, probablemente, te conozco bastante mejor que te conoces tú.
Anahí lo vio tragar saliva y esforzarse por seguir hablando. Era evidente que esa
conversación le afectaba muchísimo.
—Pero si apenas me conoces —las palabras salieron ásperas, por el esfuerzo.
Anahí le cubrió la mano con la suya.
—Es verdad que sólo te he tratado durante dos semanas, pero eso ha bastado.

—¿Para qué? —estaba muy confuso.
Pero Anahí no le contestó, sino con una sonrisa, y, sin quitar la mano, levantó la
cabeza y miró al anfitrión. No la sorprendió encontrar a Nicolas mirándolos a ella y a
Alfonso fijamente desde el otro extremo de la mesa, con una tremenda sonrisa.
—He dejado el plato limpio —le dijo—. ¿Me he ganado el postre?
Nicolas rió y le preguntó:
—¿Podrás con una tarta de chocolate?
—¡Sí! —contestó Anahí, con entusiasmo—. Pero, entonces, ¿qué van a tomar los
demás?
A los demás les hizo mucha gracia la salida, y rieron a su vez, evidentemente,
porque pensaban que era broma, pero sólo lo era a medias. Anahí tenía esa noche un
apetito voraz. La verdad era que, desde que Alfonso empezó con sus bolsas, a ella se le
habían despertado unas hambres que la tenían sorprendida. En esas dos semanas
había ganado tres kilos, que, en su estado, le venían muy bien. En parte era gracias a
tener siempre el frigorífico lleno de sobras, pero, en mayor medida aún, era porque
habían cesado sus preocupaciones por el futuro.
Claro que lo último que le convenía hacer es acostumbrarse a la buena vida, y,
sobre todo, a la irresponsabilidad. No podía negar que Alfonso la atraía, y mucho, y
estaba casi segura de que la atracción era mutua, pero sabía que, por parte de él, era
cuestión de su necesidad de cuidar de alguien. No sabía a qué obedecía esa
necesidad, pero sí que se dirigía a ella porque ella había estado en el momento
adecuado, en el lugar adecuado. Quizá fuera por la vida tan solitaria que llevaba.
Quizá porque no había tenido hermanos, ni una familia propia. O quizá fuera la
Navidad. De momento, era bueno para él y estupendo para ella, pero sólo era de
momento.
No era tan tonta como para creer que iba a durar para siempre. Pero tampoco
pensaba dejar de disfrutarlo mientras durase. Con tal de no dejarse involucrar
demasiado. Como es lógico, Anahí no pensaba dejar que eso sucediera. Pensaba
mantener a Alfonso Herrera a la necesaria distancia hasta enero, hasta encontrar un
sitio en el que vivir. Ésa era la regla número uno.

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