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—Pero qué bueno todo.
Alfonso no se recató en reírse del cambio total de opinión de Anahí, una vez se puso
a comer. Había acabado probándolo todo, y comiendo lo suficiente para alimentar a
tres embarazadas. Y él se sentía triunfante, sin que realmente pudiera justificarlo. Al
final, ya lo creo que había dejado el plato limpio. Varias veces. Y lo mejor era que
todo le había gustado mucho, que había disfrutado comiendo. Sonreía y charlaba por
los codos mientras cenaban. Y lo mismo le sucedía a Alfonso. Francamente, hacía
mucho que no lo pasaba tan bien.
Era sorprendente cómo el compartir cada plato les había llevado a compartir
muchas más cosas. La verdad era que a Anahí le gustaba hablar, y no había dejado
de hacerlo, sobre todo de su niñez y su adolescencia. Le había puesto al cabo de la
calle de que, como él, era hija única y también había perdido a ambos padres, aunque
en su caso una de las pérdidas se debía a abandono. Se había criado en uno de los
suburbios que la ciudad de Filadelfia tiene en el estado vecino de Nueva Jersey, en el
extremo opuesto de Ardmore, donde él vivía, aunque ambos habían pasado algunos
fines de semana de verano en las playas de Nueva Jersey. Una y otro tenían gustos
eclécticos en materia de libros y discos, y ambos albergaban la ambición secreta y
frustrada de tocar un instrumento: el piano, ella, y el saxofón, él. Y, por si fuera poco,
ambos coincidían en que lo que más les había gustado era el pollo a la Kung—Pao.
Era prodigioso, lo que se podía averiguar de una persona en el transcurso de una
comida, de cómo era ella y de sus circunstancias. Le había explicado que la corriente
se restablecería antes de medianoche. Puede que fuera su imaginación, o efecto de las
velas, pero le daba la sensación de que Anahí ya tenía mejor aspecto. Tenía un poco
de color en la cara y le brillaban los ojos, y su pelo era una cascada de rizos dorados,
que le caían desde lo alto de la cabeza, y que parecían una invitación para que un
hombre los soltara y hundiera las manos en sus cabellos.
«Alto ahí», se dijo, razonando que lo último que podía hacer era complicarse la
vida así. Ayudarla, sí, como había pactado con Nicolas, pero ni un paso más. En cuanto
Anahí se mudara a su nueva casa, mutis del doctor Herrera. Lo suyo era una
relación de amistad, y, además, con fecha de caducidad.
Lo que Anahí necesitaba era a una persona en su vida bastante más estable y más
cariñosa de lo que él pudiera llegar jamás a ser. Un hombre que los cuidara, a ella y a
su bebé, un hombre capaz de abrir su vida a ellos, de cambiar su vida para que
ambos formaran parte de ella. Un hombre, para empezar, capacitado para expresar el
cariño, con la misma naturalidad con que Anahí lo hacía. Y la simple verdad era que
Alfonso Herrera no era ese hombre.
Claro que estaba a su alcance el ocuparse un poco de ella y ayudarla a encontrar
dónde vivir. Bueno, no pasaba nada porque siguieran en contacto hasta que el niño
naciera, si a ella no le importaba, para asegurarse de que no le faltaba nada. Pero,
después, si te he visto, no me acuerdo. Buena obra, apuesta, y ninguna complicación:
partida ganada.

Mientras se hacía esas reflexiones, había terminado de repartir los envases con las
sobras de la cena entre el frigorífico y el congelador. Al darse la vuelta, se encontró a
Anahí fisgando en las bolsas del restaurante.
—¿Pero cómo? ¿Es que no hay postre? —le preguntó—. Chico, qué tacaño.
—Oye —protestó él—, que me han llamado muchas cosas en mi vida, pero nunca
tacaño.
—Pero bueno —Anahí elevaba los ojos al cielo—. Te presentas en mi casa con una
comida que no has preparado tú. No me traes flores ni bombones. ¿Y ahora resulta
que ni siquiera hay postre? ¿Y me pensabas impresionar?
Era evidente que le tomaba el pelo, pero no dejaba de ser una forma de coquetear
con él, y ninguna mujer le había tomado así el pelo nunca. Todas sus relaciones con
el sexo opuesto se habían fundado en el mutuo respeto y admiración, no en el
jugueteo.
En sus citas, solía ir mucho al cine, al teatro y a restaurantes que servían «nouvelle
cuisine». Bien pensado, se había aburrido mucho en sus citas.
Apenas tenía nada en común con Anahí, salvo lo que había ido descubriendo
durante la cena. Pero la verdad era que se lo estaba pasando fantásticamente. Estaba
asombrado de descubrir que nunca antes se había divertido con una mujer, pero aún
más lo asombraba comprobar cuánto le gustaba divertirse.
—¿Conque quieres postre? —le preguntó, tratando de que su tono fuera lo más
ligero posible, consciente de que no conseguiría tomarle el pelo como ella a él, puesto
que no lo había hecho en la vida—. Muy bien, tengo algo para ti.
Fue a la silla en la que había dejado su cazadora. Junto a la caja registradora del
restaurante chino había una gran fuente con galletitas envueltas individualmente, de
las que llevan un mensaje dentro. Mientras esperaba a que le cobraran, había metido
la mano y sacado un puñadito de galletas, que se guardó maquinalmente en el
bolsillo.
—Aquí tienes —se las presentó a Anahí con ambas manos—. Tu postre. Buen
provecho.
Anahí sólo tomó una, riéndose, e, inmediatamente, rasgó el envoltorio. Partió
luego la galleta por la mitad, y sacó una tirita de papel, larga y estrecha. Se le apagó
un tanto la sonrisa al leerla.
—¿Qué dice? —preguntó Alfonso, acercándose, después de dejar el resto sobre la
mesa.
Llegó tarde, porque ella ya lo había arrugado y tirado dentro de la bolsa de papel.
—Nada —le contestó, mordisqueando media galleta.
—Algo diría. Si no, volveré al restaurante, a reclamar mi cuarto de dólar —como
no le servía el humor, probó a suplicarle—. Anda, dime qué decía.
—Nada —insistió ella—. Una de esas cosas que sirven para todo.
Alfonso dio un gruñido, se apoderó de la bolsa, y metió la mano.

—¡Pero bueno! —exclamó Anahí—. ¿Qué estás haciendo?
—Voy a leerte el futuro —dijo, con el papelillo bien guardado dentro del puño.
—¡Pero...!
Alfonso se daba perfecta cuenta de que se estaba poniendo en ridículo, pero no lo
podía remediar: tenía que saber qué le reservaba el destino a Anahí Puente, según
la galletita de la suerte. Sin pararse a cuestionar sus motivos, y tampoco la actitud de
Anahí, no menos extraña que la de él, desenrolló la tirita de papel y la acercó a las
velas.
El que llega trae un regalo mucho mayor de lo que parece.
Vaya, pensó al leerlo, poniéndose serio, pues... es algo muy coherente con la
situación.
—¿Has visto? —dijo ella, en voz baja ahora—. Ya te dije que no quería decir nada.
No tiene sentido.
—¿A quién se le ocurrirán esas cosas? —y trató de sumarse a su opinión, aunque
la voz le temblaba ligeramente—. Tienes razón, es algo que puede aplicarse a
cualquier cosa.
Tiró de nuevo el papel a la bolsa y le pareció, pero no podía ser, que Anahí
miraba la bolsa con melancolía.
—Gracias —le dijo al cabo de un instante—. Por la cena. Ha sido estupendo. Hacía
meses que no me ponía así de comida.
—Pues así deberías cenar todos los días —contestó, tratando de hablar con la voz
profesional, sin demasiado éxito.
—Bueno, como hay sobras en el frigorífico como para una semana, no creo que sea
un problema —dijo ella con una sonrisa.
—Vale, esta semana no hay problema —replicó Alfonso—. Pero, ¿y la próxima? ¿Y la
siguiente? ¿Y la siguiente a la siguiente? ¿Qué piensas hacer de aquí a que nazca el
niño?
La sonrisa de Anahí se encogió.
—¿A qué viene eso?
—A que me preocupa lo que pueda sucederte.
—¿Y eso por qué?
—Porque...
Se detuvo en seco, sin saber qué decir. La verdad era que no sabía por qué le
preocupaba tanto, pero así era. Anahí era una buena persona, y era encantadora.
Desde luego, no se merecía los palos que le estaba dando la vida. Y, estando en su
mano, como estaba, el ayudarla... pues quería ayudarla cuanto pudiera.
—Eres una persona estupenda —empezó a decirle, dando voz a sus
pensamientos—, a la que le gusta ayudar a los demás, y ahora no te vendría mal un
poco de ayuda. Yo te puedo ofrecer esa ayuda. Por eso insisto.
—Pero es que no hace falta.
—Permite que te ayude. Déjame echarte una mano por unos meses. Hasta que
puedas afrontar las cosas tú sola.
—Pero, ¿por qué? —le preguntó con más energía esta vez—. Tú no tienes por qué
hacerme ningún favor.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque... —Alfonso no sabía qué decir, abrió los brazos, y lo único que cazó del
aire fue— ... es Navidad —a él no le parecía gran cosa, pero esperaba que a una
fanática como ella le sirviera.
Pero lo único que Anahí hizo fue mirarlo sin expresión un momento, y luego,
lentamente, asintió, sin decir nada, como si de repente hubiera comprendido, y el
comprender la entristeciera.
—¿Siente a un pobre a su mesa en estas fiestas? ¿Es eso, no?
Alfonso tardó un instante en reaccionar, pero algo le explotó dentro al entender qué
quería decir ella.
Anahí creía que había venido a verla por compasión, cuando, en todo caso, la
compasión era para él, como acababa de darse cuenta.
—No, no es eso en absoluto.
—¿Ah, no?
—No, Anahí, es que...
—Tienes que hacer lo que haces para pagar tu apuesta —le interrumpió ella—, y
porque te crees obligado, después de que hablarais conmigo. Y, como es Navidad,
hasta a ti te brota la vena de buen samaritano.
—No, no es...
—Me miras y ves a una pobre mujer, que no puede cuidar de sí misma, y ya no
digamos del niño que va a tener, y te da pena, y sientes ganas de intervenir tú, para
arreglarlo todo.
—No, yo...
—Ah, claro, y lo bien que te sentirás contigo mismo y tu propia vida, ahora que
has visto cómo tengo que luchar yo para sobrevivir. Esta noche podrás irte a la cama
y pensar «Puede que mi vida no sea perfecta, pero, a Dios gracias, es bastante mejor
que la de Anahí Puente».
Aunque la voz se le quebró un poco hacia el final de la parrafada, Alfonso vio, por
cómo cerraba la boca y apretaba los puños, que se estaba callando unas cuantas cosas
más. Se había enfadado, y, de golpe, la vio como algo más que una mujer
embarazada que necesitaba ayuda. La vio como una mujer. Sin más. Es decir, como
una mujer bella, viva, deseable.
—Desde luego que pensaré en ti esta noche en la cama —contestó antes de pensar
qué decía—. Pero te aseguro que no va a ser con pena, precisamente, sino con...
Se interrumpió a tiempo, o quizás no. Ojalá no hubiera empezado siquiera la frase.
Y Anahí tenía cara de desear que, efectivamente, no hubiera dicho nada de eso. Cara
de haberse puesto muy triste. Cara de ir a llorar.
Y, para espanto de Alfonso, lloró.
No fue un estallido, sino que una única, gruesa lágrima, se deslizó por su mejilla,
y luego, al parpadear, otra fue a reunirse con ella, y luego otra, y varias más, hasta
formar arroyuelos por toda su cara.
—Anahí... —empezó.
Pero, en lugar de terminar la frase, lo que hizo fue acercarse a ella. Se acercó
mucho. Lo siguiente que notó fue el calor del cuerpo de Anahí, y su propio debate
interno entre el instinto, que le decía que debía alargar la mano hacia ella, y la razón,
que le garantizaba que eso sería un grave error. El debate debió de durar un segundo
completo, y, al siguiente segundo, tenía ambas manos posadas en los hombros de
Anahí.
—¿Qué te pasa? Dime qué es.
Al oírlo, fue como si la joven saliera de un trance, y, al notar su proximidad, se
asustó, y se soltó, apartándose de él.
—Anahí...
Ella denegó con la cabeza, y dio unos cuantos pasos más, separándose, hasta
tropezar de espaldas con la cocina. De nuevo el instinto le decía a Alfonso que se
acercara, pero esta vez lo hizo con muchos más miramientos. Esta vez, cuando al fin
volvió a alargar la mano, Anahí sólo tuvo un pequeño temblor al permitirle que la
tocara.
Pero, en cuanto le volvió a poner las manos sobre los hombros, recomenzó el
llanto.
—Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras? —preguntó Alfonso, tratando de hacerlo con
una serenidad que no sentía, porque sus lágrimas lo trastornaban indeciblemente.
Hacía unos minutos, era una muchacha que bromeaba, y reía, y ahora, de repente,
parecía hundida, y él no podía dejar de pensar que era por algo que él había hecho.
Sólo que no sabía el qué.
—¿Qué ha sido? —preguntó de nuevo—. ¿Qué es lo que he hecho? Dímelo,
Anahí.
Ella cerró los ojos y por fin le contestó.
—Me has hecho...
—¿El qué? Dime qué ha sido, y dejaré de hacerlo. Te lo juro, Anahí.
—No —repuso ella, en un susurro casi inaudible—, por favor, no dejes de hacerlo.
—De acuerdo, no dejaré de hacerlo —masculló él, cada vez más frustrado—. Pero
dime qué ha sido.

Anahí volvió a abrir los ojos, y Alfonso sintió que nunca había visto un color verde
como el de sus ojos lavados por las lágrimas. Algo dentro de él, un nudo que llevaba
más de diez y más de veinte años atado en su interior, empezó a aflojarse.
—¿Qué es lo que hice? —repitió, presionándole los hombros.
—Me hiciste sentir... —empezó ella.
—¿Qué?
—Me hiciste sentir algo que no había sentido en muchísimo tiempo —continuó—.
Y luego, al tocarme como... como... —no consiguió acabarlo, y terminó—. Nadie me
ha tocado... así... en mucho tiempo. Quizá no me hayan tocado así nunca.
—Oh, Anahí...
Le fue absolutamente imposible evitar lo que vino a continuación. Ella tenía la
carita levantada hacia él, con esos ojos verdes relucientes, y, al momento siguiente, él
bajaba a su vez la cara hacia la de ella. No sabía por qué. Quería estar más cerca, eso
es todo.
Aún con los ojos cerrados, no le costó nada dar con su boca. Quizá ella se la
ofreció. O a lo mejor fue que, por una vez en su vida, Alfonso sabía exactamente qué
deseaba. No tardó en tomarle el rostro con las manos, y acariciarle los labios con los
suyos, una, dos, y hasta tres veces. No quería apresurarse, quería saborear ese
pequeño gesto, por si era el último. Apartó la boca un instante, para tomarse un
respiro, pero, al hacerlo, cobró conciencia del calor que Anahí desprendía y del
delicioso olor a jabón de su piel, vio sus pupilas dilatadas, y sintió su respiración
anhelante. Y supo que, si lo deseaba, podía probar su sabor.
Y lo deseaba. Volvió a inclinarse, y esta vez se apoderó más completamente de su
boca, boca que parecía sorprendida, curiosa, un poco dudosa, pero, definitivamente,
interesada. Así que se atrevió a recorrer el contorno de su labio inferior con la punta
de la lengua, y, como la reacción fue un respingo de sorpresa, aprovechó que los
labios se entreabrieron para entrar en la boca de Anahí, y a partir de ahí no hizo sino
seguir su propio capricho. Besarla mucho más a fondo, acariciarle los rizos sueltos de
la nuca, y luego usar esa mano para soltarle la cola de caballo, y después echarle la
cabeza hacia atrás, para recorrerle con los labios la garganta, hasta que los puños que
Anahí tenía apoyados contra su pecho se abrieron, y las palmas fueron deslizándose
hasta los hombros de Alfonso, apoyándose en él.
El gimió al sentirla en un contacto aún más estrecho y empezó a acariciarla del
cuello para abajo, por encima de la ropa. Anahí volvió a sobresaltarse, y él le tapó la
boca con un beso, mientras le ponía la mano completa sobre un pecho.
—Ay —la oyó murmurar—, por favor...
No sabía qué le estaba pidiendo, si que se detuviera o que siguiera, que acelerara o
que se tomara las cosas con calma, así que se inmovilizó un instante, atento a la
reacción de ella. Sintió una presión casi imperceptible en los hombros, y se separó lo
suficiente para mirarla a la cara, y lo que vio le despojó de buena parte de su ilusión.
Vio que Anahí se sentía traicionada. Había dolor y tristeza en sus ojos, y él no se
lo explicaba. Habría jurado que ella también deseaba lo que él deseaba. Había
respondido a su impulso con tanta impaciencia, con tal entusiasmo, que él había
creído que ambos sentían lo mismo, que Anahí lo deseaba tanto como él a ella.
Pero, evidentemente, se había equivocado.
Al momento la soltó, dando un paso, o más bien un salto, hacia atrás. Ella se
quedó un momento paralizada, mirándolo, con las manos aún levantadas a la altura
de los hombros de Alfonso, con los dedos curvados sobre el vacío, y la mirada.... por
Dios, qué tristeza en sus ojos verdes. Y todo por culpa suya. Y seguía sin saber qué
había hecho para causarle esa tristeza.
—Anahí, lo siento —le dijo a toda prontamente—. No tenía intención de que
sucediera algo así. Lo siento, de verdad.
Pero sus palabras no le produjeron ningún alivio, y más bien incrementaron su
melancolía.
—No —repuso quedamente—, ya me imagino que no tenías la menor intención de
que sucediera algo así. Sí, seguro que lo sientes profundamente.
—Yo sólo... Es decir, es que.... yo no... Lo que yo quería era... Quiero decir, que yo
no quería...
Renunció a dar una explicación, porque no era posible explicarlo, sino únicamente
confesar. Que la había deseado, que había querido tener su entrega, su afecto, su
vitalidad, y que, en lugar de esperar a que le fuera ofrecido todo eso, trató de tomarlo
por las buenas.
—No... no volverá a suceder —le aseguró, aunque hablaba también para
convencerse a sí mismo—. Te lo prometo, Anahí, no pasará más.
—Ya sé que no pasará más. Porque te vas a marchar ahora mismo, y no vas a
volver nunca. Ni a mi apartamento, ni a la cafetería. Puedes dar por concluida tu
buena obra, y por cumplida tu penitencia. No hay razón alguna para que tengamos
que volver a vernos. ¿Entendido?
A eso no pudo responder. No podía aceptar aquello.
Como no contestaba, ella se abrazó, como si de pronto tuviera frío y volvió a
preguntar:
—¿Entendido, entonces?
Y Alfonso seguía sin contestar. Y tampoco a Anahí al parecer se le ocurría nada más.
Así que Alfonso recogió su cazadora de la silla y se la puso de camino a la puerta del
apartamento. Su intención era marcharse sin más comentario, porque,
honradamente, no sabía qué decir, pero, al abrir la puerta, comprendió que así sólo
agravaría la situación. Se dio la vuelta, y se encontró con Anahí en la misma postura
en que la había dejado.
Con los brazos cruzados sobre su cintura, parecía una figura de un cuadro
antiguo, una mancha de color en medio de la oscuridad, con el nimbo del pelo suelto.
Sólo que era una figura demasiado pequeña, pálida, frágil, demasiado humana, para
tratarse de un ángel.

—Ya nos veremos —dijo él, porque no podía decir ninguna otra cosa con un atisbo
de sinceridad.
—No, no nos veremos.
—Esto no se ha terminado, Anahí —declaró él con más firmeza—. Hay
demasiado en juego para que se termine por las buenas.
—No hay nada —replicó ella—. Lo que acaba de suceder... sólo era...
—¿Qué?
Por toda respuesta, ella negó con la cabeza.
—Nos veremos.
Y, antes de que pudiera contradecirle, salió, cerrando la puerta con cuidado tras de
sí.

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