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Y Alfonso cumplió lo que dijo. Anahí descubrió al día siguiente, por la noche, que
era hombre de palabra, cuando fue a abrir la puerta de su casa y se lo encontró de
nuevo allí, con dos nuevas bolsas aromáticas, y vestido con sus vaqueros gastados,
su cazadora envejecida, y un jersey grueso. Había varias diferencias perceptibles, eso
sí. El jersey era gris jaspeado. Las bolsas contenían comida italiana: olían a ajo y
albahaca, en lugar de a soja.
Ah, y, sobre todo, al visitante se le veía francamente incómodo esta noche, a
diferencia de la víspera. Su seguridad en sí mismo, en sus actos y en los motivos de
sus actos, se había evaporado.
—No me des con la puerta en las narices —fue su saludo.
Anahí tuvo que controlarse para no sonreírle.
—Mira, pero si adivina las intenciones de la gente —dijo, con guasa—. Doctor, es
usted un auténtico superman.
—¿De qué me hablas? —estaba estupefacto.
—Me refiero —Anahí trató de hablar como si nada de aquello tuviera la menor
importancia, aunque a ella le importaba mucho— a que nunca descansas. Eres
cardiólogo, ¿no? Cirujano cardiovascular, para ser exactos. Y salvas vidas humanas.
Con lo cual, ya pasas por la mano derecha de Dios Padre, ¿verdad? Pero a ti no te
basta. Sales del hospital, y te vas a buscar gente que está perfectamente, pero que a ti
te parece que no se cuidan lo suficiente, y te metes a arreglarles la vida también a esa
gente.
De pie en el rellano, Alfonso iba frunciendo más y más el ceño al oírla.
—Para empezar, aunque hay cirujanos que padecen ese complejo de divinidad, yo
no soy uno de ellos. Te aseguro que siempre he sido muy consciente de mi
humanidad, y, últimamente, no es algo que pueda olvidar.
Observación críptica, a la que Anahí procuró no prestar ninguna consideración.
—Para continuar, no se puede decir que tú estés perfectamente. El otro día
estuviste a punto de desmayarte, tienes unas quemaduras bastante extensas, y tengo
la impresión de que la gestación te está dejando agotada.
—Oye, te pasas....
—Y, para rematar —la interrumpió sin miramientos—, yo no diría que tú estés en
condiciones de cuidarte, puesto que en cuestión de días te vas a quedar sin un techo,
y os vais a ver, el niño y tú, en la calle, en lo más crudo del invierno.
—Eso no...
—Y, para rematarlo más —siguió Alfonso, sin prestarle ninguna atención.
Pero ahí se quedó la cosa, porque se calló en seco. Aquel frenazo despertó la
curiosidad de Anahí.

—¿Qué? —le preguntó, reprochándose instantáneamente el hacerlo, cuando había
tratado de objetar a cuanto le había dicho.
—Pues en tercer —siguió Alfonso, en un tono mucho más suave—, no, en cuarto
lugar —volvió a dudar, y acabó diciendo—, no creo que esté haciendo esto por
arreglar tu vida, Anahí.
Ahora sí que lo miraba con curiosidad.
—¿Ah, no?
—No —contestó, sacudiendo la cabeza—. Es posible que lo haga para arreglar la
mía.
—¿Y eso qué quiere decir?
Pero, en lugar de responder a su pregunta, él hizo otra:
—¿Puedo entrar? Te prometo comportarme esta noche.
Como si eso fuera lo que a ella le importaba, se dijo Anahí. Lo que a ella le
preocupaba era su comportamiento, no el de él. Aún no entendía por qué habían
acabado la víspera en brazos uno del otro. Le había sido imposible resistirse. Era tan
guapo, y había sido tan amable con ella, y la charla fue tan amigable. Anahí tenía
olvidado lo fantástico que era disfrutar de la compañía de otro ser humano. Hasta la
noche anterior no había caído en la cuenta de lo muy sola que había pasado los
últimos meses, más aún, de lo muy sola que había vivido durante su matrimonio. Lo
había pasado tan bien con él, cualquiera que fuese el motivo por el que estaba con
ella.
Pero ese bienestar la había hecho bajar la guardia, olvidarse de que no tenían nada
en común, que vivían en mundos separados, que no tenía derecho a desear su
presencia. Había olvidado que él no podía ser para ella, que para él no representaba
más que una buena obra.
Al decirle que pensaría en ella cuando estuviera en la cama, y que no sería con
pena precisamente, la trastornó. La hizo notarse de nuevo mujer, y deseable. Hacía
mucho que no percibía eso, y, en realidad, dudaba que nunca se hubiera sentido
como él la hizo sentirse. Por eso respondió al beso de Alfonso como si fuera el último
que iba a recibir en la vida.
Pero aquello no conducía a ninguna parte. Para empezar, la verdad era que apenas
lo conocía. Aunque a su cuerpo eso no le había impedido desearlo, desear que fuera
suyo, ella sabía que eso no sucedería, ni podía suceder, jamás.
—¿Anahí?
Sintió, más que oyó, la voz de Alfonso, como un soplo de aire templado, y abrió los
ojos. Sólo entonces se dio cuenta de lo absorta que estaba en su fantasía. Claro que la
realidad ante ella, Alfonso en pie a la puerta de su casa, no le servía de mucho para
ahuyentar el deseo que le mordía las entrañas no menos que el alma.
Sabía que era una insensatez dejarlo entrar en casa, pero se apartó para dejarlo
pasar, e hizo incluso un gesto invitándolo. Y, al pasar junto a ella, reconoció su olor,
se llenó de él, y su profunda inhalación fue el primer paso para llegar a derretirse.

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