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Anahí no se había sentido tan exhausta en toda su vida. Parecía que nunca iban a dejar de pedirle almuerzos ese lunes, cuando, insensiblemente, empezó la hora de las meriendas. La verdad era que ella, además, lo había pasado bastante mal durante el primer trimestre del embarazo. Le entraba sueño en los momentos más inoportunos, y en cualquier sitio. Una vez se durmió dentro del ascensor de la consulta del tocólogo. Había leído en alguna parte que durante el segundo trimestre las embarazadas tenían una subida de la energía. La naturaleza las dotaba de fuerza y ánimo. Se supone que se sentían invencibles, capaces de afrontarlo todo.
Pero ella no sentía nada de eso.
—¡Lista comanda, Anahí!
Suspiró profundamente, al levantarse de la silla en la que se había dejado caer para aprovechar los segundos de pausa. Al ponerse en pie, le llegó el chorro de aire gélido del exterior que acompañaba a dos nuevos clientes, y se apretó todo lo que pudo la chaqueta de punto. Hacía cinco meses que no conseguía entrar del todo en calor.
Se puso de puntillas para alcanzar la barra donde el cocinero había dejado el plato con un sándwich de pavo y patatas fritas, lo puso en la bandeja, y volvió a empinarse para tomar el otro plato que iba a esa mesa, vegetal con pollo, pan integral. Cuando se dirigía a la mesa en cuestión, otro cliente, que estaba solo, le hizo un gesto de aviso con la mano, y ella asintió. Atendió la primera mesa y se acercó a la segunda, sacando la libreta y el lápiz.
Sonrió mientras se acercaba, pensando que el nuevo cliente le recordaba a Santa Claus. Un Santa Claus que llevara varios meses a dieta, esto es. Y que tampoco parecía muy abrigado. La verdad es que resultaba asombroso que se hubiera atrevido a salir de su casa con la ropa raída que llevaba, y las temperaturas bajo cero. Una vez más, Anahí dio gracias al cielo por tener «todavía» un cobijo, y se dirigió hacia el anciano caballero con la más radiante de sus sonrisas.
—¿Qué le apetece que le traiga? —le preguntó.
Él le devolvió la sonrisa. La verdad era que, por mucho frío que hiciera afuera, aquel abuelo transmitía calidez.
—Estoy de celebración —declaró, sin más preámbulo.
—Me alegro por usted —no pudo evitar reír al contestarle, tan contagioso resultaba el buen humor del cliente—. ¿Qué celebramos?
—Es mi cumpleaños —anunció orgulloso, con voz cascada, pero alegre.
—¡Muchas felicidades! ¿Entonces, ya es usted cuarentón? —le preguntó en broma, porque, evidentemente, hacía décadas que aquel buen hombre cumplió los cuarenta.
—No, señorita —le contestó, con una carcajada, negando con la cabeza—. Son ochenta los que cumplo hoy. ¡Ochenta! ¿Qué me dice?
—¿Será posible? —exclamó ella, dándole un suave golpecito con el codo en el enjuto hombro—. ¡Y yo pensando que tendría que decirle que me enseñara el carné de identidad, si me pedía cerveza!
Él volvió a reírse.
—No, señora. No bebo alcohol. Pero sí que me apetece probar ese chile con carne que dicen que hacen tan bien aquí.
Anahí asentía con la cabeza mientras tomaba nota de la comanda.
—Es estupendo —le aseguró—. La receta es la de Evie, la dueña, y es una herencia familiar. ¿Qué más le traigo?
—Pues —la sonrisa del cliente se apagó un poco— tráigame un vaso de agua, por favor. Con eso es suficiente.
Anahí empezó a decirle que no, que no fuera tan prudente, que, a fin de cuentas, era su cumpleaños, cómo se iba a contentar con un plato de chile, hasta que se dio cuenta de que ese plato de chile era probablemente cuanto podía pagar. Y a saber si no estaba haciendo un gran sacrificio para poder permitirse aquel pequeño homenaje por su cumpleaños.
Así que volvió a sonreírle, se guardó el lápiz, y le dijo:
—Enseguida le traigo la bebida.
Que no iba a ser solamente un vaso de agua, se dijo. Se metió la mano en el bolsillo del uniforme, para comprobar el bulto que hacían las propinas de ese día. La tarde se le había dado bien, teniendo en cuenta que era lunes. La cafetería de Evie tenía una concurrencia muy constante, porque estaba cerca de un centro comercial, y no muy lejos del hospital. Seguramente no tendría menos de veinte dólares en el bolsillo, que había que sumar a lo que ganaba por nómina, que, por supuesto, era el sueldo mínimo. No demasiado, pero sobraba para comprarle algo a alguien que cumplía nada menos que ochenta años.
Así que apuntó unas cuantas cosas más en la hoja de la libreta, la arrancó y la colocó en el pequeño torno que introducía las comandas en la cocina.
—¡Dentro comanda, Tom! —exclamó, para avisar al cocinero, y se acercó luego a la cafetera, para llevarle una taza de café junto con el agua al delgado Santa Claus.
—¡Qué buena pinta tiene el sándwich ése de dos pisos!
Alfonso murmuró algo que sonaba a conformidad con lo que decía Nicolas, pero no miró el sándwich, ni, en realidad, tenía la atención puesta en el menú plastificado que aparentaba examinar. Estaba mirando a una mujer rubia, menuda, pálida, con un embarazo apenas perceptible, es decir, a la camarera que atendía las mesas de la otra mitad de la cafetería, y que daba la sensación de que podía caerse si le daba una corriente un poco más fuerte del exterior. Tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar a la persona que mantenía la puerta abierta para que pasara su acompañante: «¡Oiga! ¡Haga el favor de cerrar esa puerta!», o levantarse a cerrarla él mismo.
Por suerte, para cuando volvió a mirar, vio que la camarera rubia había pasado al otro lado de la barra, a sentarse. Alfonso ordenó mentalmente a los dos recién llegados que se sentaran en una mesa que no tuviera que atender ella; y volvió a mirar su menú.
Bueno, pues sí, buscó la descripción del sándwich «Club» y se le hizo la boca agua. Claro que, con el hambre que tenía, cualquier cosa le habría hecho el mismo efecto.
—Claro que uno de rosbif, con mucha salsa, estaría también muy bien —estaba diciendo Nicolas. Alfonso no lo escuchaba. Su atención volvía a estar prendida de los dos que acababan de entrar, que habían ido a sentarse en una mesa de las que correspondían a la rubita extenuada, que ya se acercaba a atender a ese par de idiotas. Alfonso no salía de su extrañeza. Él podía decir honradamente que en su vida había conocido a una mujer débil. Las médicos y las enfermeras y auxiliares de las que estaba rodeado en el hospital no tenían nada de frágiles, ni mostraban nunca debilidad alguna. Por el contrario, eran probablemente las personas con mayor resistencia, física y emocional, que conocía. También las mujeres de su parentela, tanto las de la familia Herrera como las Thurmon de la familia de su madre, resultaban todas imponentes, de estatura y de carácter.
Debía de ser por eso por lo que no conseguía dejar de mirar a la camarerita, que no era así en absoluto. Era casi un ser de otra especie, una mujer frágil. De dentro de Alfonso, al verla, surgió algo, algo que no había experimentado nunca antes, una especie de congoja que necesitaba alivio. Alivio que sólo podía venir de actuar para proteger a esa mujer. El deseo que experimentaba de cuidar de ella lo tenía desconcertado, pero ese deseo era innegable. Por más que se dijera que era una completa extraña, y que, sin duda, no sería tan débil como aparentaba, no conseguía dejar de seguirla con la vista, pendiente de cada incidente.
Trató de concentrarse entonces en su actitud, no en lo que le sucedía. A pesar de su evidente cansancio, y del abultado vientre, se movía con seguridad y eficacia. Aunque a veces daba la sensación de estar a punto de desmayarse, se mantenía firme, e incluso sonreía, mientras tomaba nota de las comandas. La vio bromear con el anciano que estaba sentado justo al otro lado de la mampara, enfrente de la mesa de Alfonso y Nicolas, y oyó su risa, que no tenía nada de débil, sino que sonaba grata y reconfortante.
Pero, aún así, Alfonso seguía sintiendo la necesidad de hacer algo, no sabía qué, para aliviar su fatiga. Trató de atribuir ese sentimiento a la innegable belleza de su rostro, por pálido que fuera, diciéndose que cualquier hombre respondería igual, mientras no hubieran extirpado ciertas glándulas de su cuerpo, pero no era solamente eso. El conocía a varias mujeres más bellas, que, además, llevaban atuendos bastante más atractivos que un vestido amarillo de poliéster con zapatillas deportivas. Y ninguna le había obsesionado como le sucedía con ésta.
Pero, desde luego, era guapa. Y sonreía mucho. Pese a su aspecto, su forma de moverse, su talante declaraba que era alguien que podía cuidar de sí misma perfectamente, que seguramente llevaba algún tiempo haciéndolo. Pero todo eran apariencias, y adivinación, y la verdad era que esa joven no era asunto suyo.
Pero, desde luego, era guapa.
—Decidido, yo quiero un sándwich de rosbif, con mucha salsa, y muchas patatas —declaró Nicolás, devolviendo la atención de Alfonso a la realidad más evidente: la comida.
La camarera que atendía su mesa, morena, alta, pechugona, que hablaba en voz alta, gastaba bromas a los clientes, y atendía por «Celina», se les acercó y Nicolas repitió lo que le acababa de decir a su amigo. Éste no tuvo más remedio que pedir el sándwich «Club,» que era lo único que había llegado a leer del menú, y un café. Estaba a punto de pedir, además, una ración de aros de cebolla fritos, cuando del otro lado del pasillo y de la mampara brotaron carcajadas, distrayendo no sólo a Alfonso sino también a Nicolas y a Celina.
—Perdonen un momento —les dijo ella, y cruzó el pasillo, acercándose a la otra mesa.
Lo mismo hicieron todos los empleados del local, acudiendo desde donde se encontraran: todas las camareras, la cajera, y dos tipos con grandes mandilones que salieron de la cocina rodearon la mesa del anciano caballero, y le cantaron con mucho brío y no tanto oído musical el cumpleaños feliz. El cliente, desconcertado al principio, empezó luego a sonreír, y acabó con una sonrisa de oreja a oreja, y lágrimas en los ojos.
Lo de las lágrimas maravilló a Alfonso. Mira que llorar porque un puñado de empleados de una cafetería le cantara cumpleaños feliz. Era increíble. Se volvió para comentarle algo a Nicolas, pero se paró en seco, porque, como quizá debía haberse imaginado, Nicolas tenía cara de estar a punto de soltar también el trapo.
Vaya con el cirujano llorón.
—¿No te apetece unirte al coro? —le preguntó, mitad en serio, mitad en broma. Pero Nicolas no picó. —Igual lo hago, si vuelven a cantársela.
—Ay, qué corazoncito tienes.
—Bueno, yo, por lo menos, tengo corazón, aunque sea pequeño.
El sentido implícito, que Alfonso no lo tenía, claro, le molestó más de lo debido. Quizá porque no podía negarlo. A fin de cuentas, se pasaba la vida proclamando a los cuatro vientos que así era. La verdad es que pensaba que se trataba de algo hereditario. Ni en la familia de su padre ni en la de su madre se había podido acusar nunca a nadie de tener «corazoncito».
—¿Cómo te dio por la neurología? —le preguntó de repente a Nicolas—. Lo tuyo debería ser la cardiología.
—Ya ves —le contestó Nicolas, secamente—. Es una curiosa ironía, que tú te ocupes de los corazones de la gente, cuando es evidente que lo tuyo deberían ser los cerebros.
—Será que me gusta clavar el bisturí en ellos —replicó Alfonso, que a veces era prisionero de su personaje del hospital.
—Será más bien —planteó Nicolas— que andas tratando de averiguar cómo funcionan, a ver si también puedes poner el tuyo en marcha.
Alfonso se quedó mirando a su amigo, considerando si no debería darse por ofendido, pero lo cierto era que no, no se sentía ofendido. A pesar de lo cual dijo:
—Oye, eso que acabas de decir es muy fuerte. Se supone que soy tu mejor amigo.
—Tienes razón —convino Nicolas—. Sí, es muy fuerte, y sí, eres mi mejor amigo.
—¿Y eso qué quiere decir?
Nicolas se libró de tener que contestar a esa pregunta por el regreso de Celina, que venía riéndose bajito. Dio una última risotada y volvió a empuñar el lápiz.
—Ay, qué risa. A lo que íbamos. ¿Les falta algo a ustedes? ¿Café? ¿Cerveza?
Antes de que Alfonso pudiera pedir los aros de cebolla, Nicolas señaló la otra mesa y preguntó:
—¿Qué pasaba ahí?
Celina le dedicó una sonrisa tan exuberante como toda su persona, a la que Nicolas, naturalmente, correspondió. Al doctor Huber le gustaban mucho las morenas altas y exuberantes. Y las rubias altas y exuberantes. Oh, y las pelirrojas altas y exuberantes. Bueno, no hacía falta tampoco que fueran altas. Ni exuberantes, en realidad. Con tal de que estuvieran vivas.
—Ahí teníamos otra de las buenas obras de Anahí. Es increíble el corazón de oro que tiene esa criatura. Aquello hizo enderezar las orejas a Nicolas como si fuera un sabueso. Alfonso se preguntó cómo era posible, teniendo en cuenta que Nicolas ya era el tipo más curioso y entrometido del planeta.
—¿Buena obra? —repitió, como paladeando las palabras—. ¿Corazón de oro? Qué interesante. ¿Y se puede saber quién es esa Anahí?
Celina apuntó con el pedacito de lápiz que tenía en la mano hacia atrás, por encima de su hombro, a la bonita camarera rubia, embarazada, de la que tan pendiente había estado Alfonso.
—Es un cielo, ésa es Anahí —dijo, al mismo tiempo—. Ya se lo he dicho: es increíble cómo es. En este año, se le ha quemado la casa, hasta los cimientos, se le ha matado el marido, y tuvo que gastarse hasta la última perra en tapar los agujeros que él había dejado. Y ahora le han dado el aviso de desalojo del apartamento en el que vive, para que el rata del arrendador pueda venderlo a una inmobiliaria, que se gastará cuatro y lo venderá por treinta. Y, por si fuera poco, está embarazada de cinco meses. No tiene nada, nada más que este trabajo de risa para salir adelante. Y, con todo eso, esta noche acaba de invitar a cenar a ese hombre, porque cumplía ochenta años.
—¿Ah, sí? —Nicolas bebía las palabras de Celina—. Desde luego, es un tremendo acto de bondad.

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