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—¿En qué puedo servirles?
También la voz era suave y frágil. Hablaba bajito, pero con expresividad. Al verla de cerca, Alfonso calculó que tendría como veinticinco años, aunque la postura de la columna parecía la de una mujer muy madura. Las palabras de la otra camarera resonaron en su cabeza «Se le ha matado el marido», como si sólo ahora entendiera que esa joven era viuda. Aparte de todo lo demás, había sufrido una pérdida personal muy grave, y había sido muy recientemente, puesto que apenas se le notaba el embarazo. Y ahora el desalojo. ¿Por qué le jugaría la vida semejantes pasadas a algunas personas? ¿Por qué había quien recibía golpe tras golpe, tras golpe? No era justo. No había derecho. Sin duda, una persona como esa joven pálida y frágil merecía algo mejor.

—Mi amigo y yo no hemos podido evitar oír cómo le cantaban cumpleaños feliz a ese señor —dijo Nicolas, dispersando los pensamientos de Alfonso—, y nos ha parecido que era usted la que lo había organizado.
Anahí sonrió.

—Sí, ha sido bonito, ¿verdad? Bueno, no cómo cantábamos —matizó, con una sonrisa aún más pronunciada—, no es como para presentarnos a ningún concurso, pero es fantástico que el señor MacCoy haya llegado a los ochenta. ¡Ochenta años! ¡Imagínense! —se había ido animando al hablar—. Ha vivido tantísimas cosas: los felices veinte, la Gran Depresión, la segunda Guerra Mundial, la guerra fría, Corea, Vietnam...
—Y ha sobrevivido a la música disco y a la era del chándal —intervino Nicolas—, que no es moco de pavo.
—Exacto —asintió Anahí—. Ha sido testigo directo de cambios increíbles. Sus recuerdos son... son alucinantes.
Alfonso dirigió la mirada a su amigo y lo encontró pendiente de sus palabras, como si aquella joven le estuviera revelando los secretos del universo.
—Alucinantes —repitió Nicolas, en un tono que Alfonso conocía. Se lo había oído cuando su amigo estaba colándose por alguna mujer, normalmente alguna por la que no debería interesarse.
Por otra parte, Nicolas se colaba por alguna mujer como cada hora, así que Alfonso pensó que debía intervenir para ahorrarle a la pobre e inocente Anahí las consecuencias de tomar mínimamente en serio el interés romántico de su amigo.

—Señorita... esto... —dijo.
La camarera se volvió hacia él, pero la radiante sonrisa que había en su rostro se convirtió, gradual, pero rápidamente, en una expresión cortés y anodina.
—Anahí es perfecto —le dijo.
«Perfecta», se dijo, antes de poder controlarse. Su siguiente pensamiento fue «¡Por Dios, Alfonso!», y, a continuación, borró ambas cosas de su mente. Estaba embarazada, así que era una impertinencia el mirarla como... como... como si fuera una mujer atractiva, tuvo que concluir. Eso era exactamente lo que era: una mujer bella y atractiva, aunque recordara a una niña desamparada, al mismo tiempo.

Desde luego, no era el tipo de mujer que solía despertar su, digamos, concupiscencia. Él se fijaba en mujeres de una edad parecida a la suya, profesionales como él, con ingresos similares a los suyos, personas que compartieran su medio y algunas de sus experiencias. Eran mujeres fuertes, con éxito. Mujeres que no tenían aquel aspecto de agotamiento y de fragilidad.
—Anahí —dijo—. Tendrá usted que disculpar a mi amigo. Es muy impresionable.
Ella asintió, aunque Alfonso estaba seguro de que apenas entendía qué había querido decirle él.
—Bien, buen apetito —le contestó, dándose la vuelta.
—Espere —exclamó Nicolas—, no se vaya todavía.
Anahí se volvió de nuevo hacia ellos, pero esta vez con la prevención escrita en su rostro.

—¿Les falta algo? Le diré a Celina que venga.
—No, no —repuso Nicolas—. No se trata de la comida, sino de usted. De lo que mi amigo y colega pretende hacer por usted. Querida Anahí, el doctor Herrera, aquí presente, está a punto de hacerle una oferta irresistible —Nicolas hizo una pausa melodramática, se quedó mirando a Alfonso, y le preguntó al fin—, ¿no es así, viejo amigo?
Anahí examinó primero el rostro del cliente rubio y charlatán, y luego el del moreno... y sintió que se le erizaba todo el vello de la nuca. Los dos hombres eran como el negativo y el positivo de una fotografía: el uno alto, guapo, rubio, con los ojos azules, y el otro alto, guapo, moreno, con los ojos castaños. También su expresión y su conducta parecían simétricamente invertidas. El rubio era agradable, y, en cuanto empezó a hablarle, Anahí se sintió cómoda con él. El moreno, en cambio, la había hecho ponerse inconscientemente en guardia, y sentía incluso un hormiguillo por todo el cuerpo.

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