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Dios mío, pero ¿qué era lo que acababa de hacer? Alfonso estaba echado junto a Anahí, en su lado de la cama que jamás había
compartido ni pensado compartir. Trataba de reconstruir lo sucedido anoche, dónde
se le habían ido las cosas de las manos. Por fortuna, ella seguía pacíficamente
dormida, y él podía reflexionar, aunque de cara a él, lo cual estaba muy bien... y muy
mal.
A pesar de la escasez de luz a esa hora, veía su rostro, y, por imposible que le
pareciera, era aún más hermoso que la noche anterior. Una masa de rizos oro pálido
le caía por la frente, y él tenía que aguantarse el impulso de retirárselos. Tenía las
mejillas sonrosadas, y una sonrisa de infantil contento en los labios que invitaba a
besarlos...
Sólo que en la mesita había un reloj digital, que anunciaba la hora. Las 6:57, y tenía
que llegar al hospital a las ocho. Era materialmente imposible que le diera tiempo a
llegar a Ardmore y volver. Tendría que ducharse y vestirse en el apartamento, e,
inevitablemente, haría ruido. Y lo último que deseaba en ese momento era que
Anahí se despertase y tener que hablar con ella de lo sucedido anoche.
Porque, la verdad, él no entendía qué había sucedido anoche. Se acordaba
perfectamente de que, en determinado momento, estaba despidiéndose de ella, con
toda la intención de marcharse, y que, al minuto siguiente, su boca había dejado de
hablar y estaba placenteramente ocupada, de tal modo, que ahora mismo, el simple
recuerdo de la respuesta de Anahí volvía a excitarlo.
Uuf.
Nunca se había puesto así, en toda su vida había perdido el control de ese modo.
Y, desde luego, no lo había perdido con mujeres embarazadas. Y, aún menos, con
una embarazada que necesitaba, y merecía, mucho más de lo que él podía ofrecerle.
Y seguía sin saber cómo había saltado tantas barreras y quemado tantas etapas de
golpe en su relación con Anahí.
Se suponía que el que estuviera gestando el hijo de otro hombre debería repelerlo
a él. Y, sin embargo, no era sólo que el contemplar su cuerpo lleno, madurando para
dar vida, lo hubiera excitado como no se había excitado en la vida, sino que el saber
que iba a ser madre, aunque no fuera de un hijo suyo, había despertado en él una
intensísima respuesta emocional, que no había hecho más que potenciar su necesidad
física.
Pero, ¿por qué?
¿Por qué, Dios mío, si ninguno de los dos se podía permitir un desbaratamiento tal
en sus vidas?
Y ahora, no sólo no se lo podía explicar a ella, sino que ni siquiera podía seguir
tratando de explicárselo a sí mismo. Tenía que salir zumbando para el hospital, y,
por supuesto, Anahí se despertaría. Tratando de posponer la confrontación lo más
posible, se levantó con el mayor cuidado, y sin dejar de mirarla, se puso las zapatillas
y salió hacia el cuarto de baño, cerrando la puerta delante de sí, sin que ella acusara
sus movimientos lo más mínimo. Ni siquiera varió el ritmo de su respiración.
Perfecto, así pues, disponía de un cuarto de hora en el que seguir buscando la
estrategia adecuada para hablar con Anahí, mientras se duchaba y afeitaba.
Al cabo de veinticinco minutos, Alfonso seguía tan confuso como antes, aunque, eso
sí, estaba perfectamente afeitado y tenía puesto un albornoz en lugar del pijama. Se
repetía a sí mismo que lo de la noche anterior era sexo y nada más que sexo. Él era un
hombre adulto, y Anahí una mujer adulta, y no había ningún motivo que les
impidiera hablar con tranquilidad de lo que lo sucedido anoche significaba o, más
bien, no significaba para uno y otra. No se acababa el mundo porque uno hiciera el
amor. Respiró a fondo y salió del baño, contando con hallar a Anahí sentada en la
cama, esperándolo, o tal vez apoyada en la encimera de la cocina, esperándolo con
una taza de café, o quizás en el sofá, esperándolo.
Pero ni estaba en el dormitorio, ni estaba en la cocina, ni la encontró en el salón. Ni
en ninguna otra parte de la casa, puesto que miró también en la terraza, en el cuarto
de invitados, en la despensa, y volvió a mirar en el baño, por si acaso, porque no
sentía que su cerebro le sirviera de mucho esa mañana. En el piso no quedaba ningún
rastro de la existencia de Anahí. Era como si todo hubiera sido un sueño. Todo: no lo
de las últimas doce horas, sino las últimas dos semanas. Y, si era así, lo único que le
apetecía era volverse a la cama, a seguir soñando.
Volvió a mirar el reloj, esta vez el de la cocina, y dio un nuevo suspiro. Faltaban
veintidós minutos para su hora de entrada en el hospital, cuarenta para que tuviera
que hallarse en el quirófano, dispuesto a operar, así que no podía dedicarse a
resolver el misterio de la desaparición de Anahí. Y, desde luego, sentía un infinito
alivio de contar con esa tregua.
Claro que, mientras pasaba al dormitorio a vestirse, además de alivio, sentía
insatisfacción, pesar, inquietud. Todo lo cual no tenía nada que ver con lo sucedido la
noche anterior, por mucho que tratara de convencerse de que había sido un desastre,
una equivocación.
—Eres un memo, Herrera —se dijo con voz perfectamente audible. Maldita sea,
si ni siquiera conseguía enterarse de cuál era su estado de ánimo esa mañana. Y
sospechaba que la confusión no haría más que agravarse a lo largo del día.
Se puso el primer traje que encontró en el armario, y, resignándose a vivir una
vida en la que, de golpe, nada era reconocible, ni parecía encajar con nada, se
marchó.
En el café que había enfrente del edificio de Alfonso, Anahí se subió las solapas del
abrigo, desde su observatorio junto a una ventana. Llevaba un rato entretenida con
una taza de café descafeinado, que se le iba quedando frío, y un bollo al que tiraba
pellizquitos de vez en cuando, deseando verlo salir para poder volver a casa a
ducharse.
Es decir...
—Menuda mema estás hecha, Anahí —murmuró—. ¿Qué es eso de «volver a
casa»?

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