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Por eso él las evitaba. Tenía, por lo demás, una libido bastante normal, que no le
había impulsado a ninguna torpeza en los últimos años. Bueno, que no le había
impulsado a nada. Qué se le iba a hacer, si no abundaban las mujeres que le
inspiraran deseos carnales. Y, después de todo, en estos tiempos el sexo podía matar
a la gente. No es que fuera un monje, exactamente. Claro que tampoco iba de fiesta
en fiesta. Sus relaciones con las mujeres se terminaban cuando ellas perdían el
interés, generalmente porque él no les dedicaba el tipo de atención física que le
exigían.
En la actualidad, la vida que llevaba Alfonso era muy tranquila y rutinaria, y así
prefería él que fuese. ¿Por qué echarlo todo a perder complicándola con una mujer?
Lo que pasaba es que en esta época del año, por mucho que uno tratara de aislarse,
la matraca de las relaciones humanas estaba por todas partes, se dijo. Las malditas
fiestas también servían para explicar su intranquilidad emocional de los últimos
tiempos. Allá donde uno mirara, había gente poniéndose sentimental; en todas las
revistas había familias en las portadas; todos los anuncios de televisión presentaban
escenas de regresos a casa y reuniones en el hogar, etcétera, etcétera, etcétera.
—Chico, qué carita. Es como si te hiciera falta un achuchón.
Alfonso levantó bruscamente la cabeza, sublevado, pero se encontró con Nicolas
conteniendo a duras penas la risa.
—Vaya ojo clínico el tuyo —rezongó mientras se ponía en pie, experimentando de
pronto una enorme satisfacción al comprobar una vez más que le sacaba ocho
centímetros a su amigo, y pesaba diez o doce kilos más que él. Puro músculo, por
supuesto.
—Pues deja de poner esa cara. Ni que se te hubiera muerto tu mejor amigo —
contestó Nicolas, siempre sonriente.
—No me tientes —dijo Alfonso, medio en broma. Pero Nicolas no pensaba encresparse
por el otro medio.
—Venga, Alfonso, que estamos en Navidad. Anímate un poco.
—Navidad —repuso el otro, sin expresión—. Razón de más para no sentirse
normal —y, para compensar aquello—. ¡Bah, qué tonterías estoy diciendo!
—Oh, muchas gracias, doctor Scrooge, por sus brillantes observaciones sobre estas
fiestas. Bueno, me alegro de no haberme gastado el pastón que pensaba en una caja
grande de bombones belgas para ti; preferirás, sin duda, un Toblerone fosilizado que
apareció debajo de mi sofá este verano.
—Con tal de que no lo envuelvas... —contestó Alfonso—. Me da urticaria tanto papel
rojo y verde. Pero ni por ésas.
Nicolas volvió a reírse.
—Todos los gruñones contra la Navidad descansan de vez en cuando, pero tú no.
Estoy seguro de que tiene que haber algún motivo sólido, algo que debe de ser
importante para ti. Ojalá me consideraras de verdad amigo tuyo y me lo contaras,
pero, en fin... —y, dando un suspiro que parecía sincero, el doctor Hube cerró su
taquilla de golpe, y se volvió hacia Alfonso— Supongo que, por ahora, habrá que seguir
teniendo fe en ti.
Ahora fue el turno de Alfonso para reír, pero su carcajada seca y burlona no
correspondía para nada al buen humor de su amigo.
—Fe es creer lo que no se ha visto nunca, ¿no? —dijo.
—Bueno, para eso estamos los cirujanos, ¿no? Para intervenir incluso cuando no se
sabe exactamente con qué va a encontrarse uno. Tú también eres un profesional: no
se puede esperar a estar seguro para tratar de ayudar a la gente.
¿Conque ayudar a la gente? Esto sí que obligó a Alfonso a pensar un poco. ¿Qué
vería un joven alegre y despreocupado como Nicolas en él para querer ayudarlo? Pero,
antes de que se le ocurriera algo que decir, su amigo siguió hablando.
—Ahí es donde no estamos de acuerdo.
—¿Sólo en eso?
O Nicolas no cazó el sarcasmo, o, más probablemente, y Alfonso se daba cuenta, como
casi siempre, prefirió prescindir de él, y siguió adelante.
—Al abrir a una persona, compruebo ante todo qué es lo que está sano, y procedo
a partir de ahí, tratando de potenciarlo. Tú, en cambio, buscas desde el principio lo
enfermo: eso es lo que tiene prioridad para ti.
—¿Esto es tu versión morbosa de la botella medio llena o medio vacía, para
consumo de cirujanos?
—Sí —Nicolas asintió también con la cabeza—, creo que sí. Lo que te estoy diciendo
es que me niego a dejarme cegar por las cosas malas de la vida, que ni son tantas, ni
vienen tan seguidas. Son las cosas buenas las que abundan, y las que tenemos más
cerca, nos rodean, nos sostienen.
—Por favor. No es posible que creas que en el mundo pesa más lo bueno que lo
malo. Existen la pobreza, el odio, el fanatismo, el terrorismo, la guerra...
—El amor, el honor, la cultura, la belleza, el arte —le interrumpió de inmediato
Nicolas.
Alfonso no pensaba dejarse tapar la boca.
—La enfermedad, la muerte, la violencia, las drogas—siguió enumerando.
Pero tampoco Nicolas estaba dispuesto a callarse.
—La música, el chocolate, la lencería, las costillas asadas...
—De acuerdo, de acuerdo —cedió Alfonso—. Admitamos que no vemos las cosas del
mismo modo.
—No —contestó Nicolas, sin alterarse, pero con firmeza—. No lo admito, ni puedo
admitirlo.
—Pero si lo has sabido desde el principio —dijo Alfonso, desconcertado—. Desde
siempre.
—Estamos en Navidad —repitió el otro, sin venir mucho a cuento—. No hay
momento mejor para pararse a apreciar todo la riqueza de la vida. La verdad es que
me estoy hartando de tu pesimismo.
Alfonso abrió la boca para objetar, pero Nicolas levantó la mano, con la palma
extendida, para frenarlo.
—Hazme el favor de escucharme hasta que acabe—dijo—. Voy a hacer contigo
una pequeña apuesta, porque no estoy de acuerdo en lo de reconocer que tenemos
opiniones diferentes. Yo tengo razón y tú te equivocas.
—¿De qué estás hablando? —Alfonso estaba muy desorientado.
Nicolas se había plantado frente a él, en jarras, mirándolo muy atentamente.
—¿Insistes en que lo malo predomina sobre lo bueno en las personas?
—Creo que lo he dejado claro.
—¿Es decir, que, en tu opinión, las personas son, por naturaleza, y como máximo,
indiferentes al prójimo?
—Sí —asintió el otro.
—O sea que, según tú, lo probable es que un individuo cualquiera, al encontrarse
con alguien que necesita ayuda, le dé la espalda, en lugar de echarle una mano, ¿no?
—Exacto.
Nicolas hizo una pausa y cruzó los brazos sobre el pecho, sin dejar ni por un
momento de escrutar a Alfonso.
—Pues yo, por mi parte —continuó, al cabo—, estoy convencido de que lo bueno
prevalece sobre lo malo, persuadido de que las personas son, por naturaleza,
compasivas, y seguro de que, si está en su mano, lo normal es que cualquier
individuo ayude al que lo necesita.
—Menudo anarquista estás hecho —comentó Alfonso desabridamente—. No te
muevas, que llamo a la prensa.
Pero Nicolas siguió sin responder a sus ironías.
—Así que apuesto a que yo tengo razón y tú no la tienes.
Alfonso sonrió entonces. Le encantaba hacer apuestas con Nicolas, porque siempre le
ganaba. A la hora de apostar, su incorregible optimismo le llevaba a engaño
continuamente. Los optimistas no podían ganar en un mundo sujeto a las leyes de
Murphy. Pero, en lugar de aceptar sin pensárselo dos veces, como solía hacer, Alfonso
dudó.
—¿Y qué gano yo, si se demuestra que tengo razón? —preguntó—. Y, sobre todo,
¿qué sacas tú, suponiendo que yo perdiera? Y, ya de paso, ¿cómo demonios vamos a
comprobar quién gana? Esto es una cuestión abstracta.
—Es Navidad —dijo Nicolas una vez más, y esta vez con énfasis—. Es un momento
de buena voluntad generalizada. Así que quizá no quieras seguir adelante con la
apuesta justo ahora. Las cosas están desequilibradas a favor mío.
—Venga, hombre —masculló Alfonso—. Eso no significa absolutamente nada. La
gente sigue odiando a los demás, y deseando aprovecharse del prójimo. Casi diría
que ahora más que nunca. Hay que ver la cantidad de timos que se hacen
aprovechando las fiestas.
—Pues yo digo que te equivocas —insistió su amigo—. Afirmo que esta misma
noche, de aquí a que tú y yo nos separemos para irnos cada cual a su casa,
presenciaremos algún acto de bondad totalmente gratuito. Es decir, causado por la
buena voluntad de una persona, porque la situación de otro ser humano no lo deja
indiferente.
—¿Tú sabes lo que dices? —preguntó Alfonso—. Te estás dejando un margen de tres
—echó un vistazo a su reloj—, como máximo, cuatro horas, para ganar la apuesta.
¿No te estás pasando de optimista, Nicolas?
—Pues sí —le contestó el otro, sonriendo—. De eso se trata. De demostrarte algo
que salta a la vista de los demás, y que tú no percibes.
—Estás mal de la cabeza —declaró el otro médico, sacudiendo la suya—. Pero yo
no tengo problemas de conciencia para aprovecharme de tu trastorno, que espero sea
transitorio. Con tal de que el premio merezca la pena, claro. ¿Qué me gano, una vez
hayas reconocido que eres un bobo?
—Si ganaras —replicó el otro, con una sonrisa lobuna esta vez—, que no ganarás,
te invitaría a un viajecito el verano que viene. A Escocia, a jugar al golf donde se
inventó el juego. Iríamos los dos, y tú no tendrías que desembolsar un centavo. Todo
correría de mi cuenta.
Alfonso se lo pensó un minuto.
—Si lo redondeas con una botella de The MacCallan, trato hecho.
—Hecho —convino Nicolas inmediatamente—. Pero si gano yo —prosiguió, sin dejar
a Alfonso regodearse—, quiero algo del mismo valor a cambio.
—¿Qué pague yo las vacaciones en Escocia? Por sup...
—Ni hablar —le interrumpió Nicolas—. Lo que quiero a cambio es que el propio
doctor Scrooge realice un acto compasivo para con otro ser humano. Un acto
desinteresado y generoso.
—¿Cómo? —exclamó al oírle.
—Si gano yo —repitió Nicolas—, tú tendrás que hacer algo bueno por otra persona.
Aquello llenó de desconfianza a Herrera.
—¿Tengo que hacer algo bueno por otra persona? ¿Y eso es todo?
Esta vez a Nicolas se le escapó la carcajada.
—¿Cómo que «eso es todo»? —dijo, imitando la entonación del otro—. Será
presumido. ¿De verdad crees que te va resultar tan fácil realizar un acto
desinteresado de bondad hacia otra persona?
—Claro que sí —respondió Alfonso, pero sus dudas seguían en aumento, ante el
cambio de tono de su amigo.
—Y, entonces —le interpeló él, con una sonrisa de suficiencia, pero a la vez algo
melancólica—, ¿cómo se explica que nunca hayas hecho nada así por alguien hasta
ahora? —le preguntó suavemente.
Alfonso abrió la boca, pero no supo qué contestarle. ¿Que no había tenido nunca un
acto desinteresado de bondad para con nadie hasta ahora? ¿Era eso cierto? Trató de
hacer memoria, pero la verdad era que no podía recordar ningún ejemplo de bondad
desinteresada y... espontánea. No es que él estuviera en contra de la bondad, sino
únicamente, trató de explicarse a sí mismo, que no soportaba la hipocresía que esos
gestos encubrían... a veces. No es que él fuera una mala persona. Era un poco... un
poco... ¿descuidado sería la palabra? ¿Negligente, desatento? No, no, él era atento,
era considerado. ¿Con quiénes era atento y considerado? Pues, en ese preciso
instante no se le venía a la cabeza, pero lo era. Lo que no había tenido nunca era la
ocurrencia de cometer actos de bondad arbitraria, que era lo que se le había ido a
ocurrir a Nicolas. Pero que no se le hubieran ocurrido no quería decir que no pudiera
hacerlos.
—Yo... —pero las palabras no fluían.
—¿Tú qué? —presionó el otro.
—A mí...—volvió a intentarlo Alfonso.
—¿Qué?
—Que... que acepto la apuesta —tuvo que concluir—. Si pierdo, que no perderé —
se apresuró a corregirse—, también yo redondearé con la botella de whisky de malta.
Nicolas asintió sin decir nada, y Alfonso se quedó con la impresión de que su colega
sabía algo de lo que él no estaba enterado, pero se limitó a añadir:
—De acuerdo, entonces. Vamos a comer.

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