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Pero es que, además, nunca había estado cómodo, sólo ahora se daba cuenta, ni aquí, ni en su casa familiar de Ardmore, ni en ningún otro sitio. Jamás. No había notado nada raro en el apartamento, porque desde pequeño se había acostumbrado a una atmósfera semejante, sólo que a una escala mayor y más impresionante. Él era como su piso, se dijo Alfonso: un soberbio decorado, vacío. Y no tenía nada de sorprendente. Era la tradición familiar, razonó, pasándose desasosegado la mano por el pelo. Por otra parte, por muy inadecuada que esa casa le pareciera ahora para Anahí, era bastante más acogedora que la calle.
Pensándolo bien... bueno, no, no iba a pensarlo, pero acababa de decidir que mañana mismo compraría algo de comida para tener en casa. Cosas no perecederas, claro, pero había que tener algo, por si acaso.
Nunca se sabe. A fin de cuentas, estaba nevando ya bastante, y diciembre había empezado con mucho más frío de lo habitual. Cualquier día podían amanecer las carreteras intransitables, y tener que quedarse en Cherry Hill.
No iba a esperar hasta el último momento para preparar la casa. Nunca se sabe qué puede suceder.

Anahí había estado tarareando villancicos mientras recogía las mesas de la cafetería, terminada la hora de los almuerzos.
Habían transcurrido dos días desde el extraño episodio, que ya le parecía soñado, con los dos guapos médicos haciéndole proposiciones que... que... que... no acababa de entender, la verdad sea dicha. Sintió que se le erizaba el vello de la nuca, igual que aquel día, y se detuvo, sorprendida del poder de la evocación. Sólo que no era evocación. Al dejar de limpiar el mostrador, Anahí se incorporó imperceptiblemente, y ahí estaba él.
El moreno, por supuesto.
Alfonso, es decir, el doctor Herrera, se apresuró a corregirse aunque sólo fuera un lapsus mental. Mirándola desde la puerta de la cafetería. No dejó de mirarla mientras se aproximaba, con desembarazo, hasta sentarse en un taburete, delante de ella.
Dándole amplia ocasión de fijarse en lo muy guapo que era. Tanto o más de como lo recordaba. Volvía a caer una ligera nevisca, y él traía unos cuantos copos, que relucían como gemas sobre su abrigo de alpaca color pizarra y entre su fosco pelo negro.
Llevaba el abrigo sin abrochar sobre un magnífico traje gris marengo y una camisa azul intenso, y, en conjunto, parecía un anuncio de un regalo para hombres, de los más caros.

Anahí apoyó las manos sobre la encimera para que no temblaran, pero no se le ocurría qué hacer con el galope loco de su corazón. Estaba razonablemente segura de que el olor almizclado que percibió al acercarse él era real, pero se decía que lo demás, la cálida sonrisa, el brillo de sus ojos, debía de estarlo imaginando. Seguro que también era imaginación suya la tremenda alegría, que luchaba por abrirse paso dentro de ella, al volver a verlo. Siempre sin quitarle la vista de encima, se despojó del pesado abrigo, y lo puso en el taburete contiguo.
El silencio empezaba a pesarle a Anahí.
—Hola —le dijo, resuelta a comportarse con naturalidad—. Cuánto tiempo.
—¿Qué tal está... estás? —preguntó él, con un grado de preocupación en la voz inconcebible en un casi desconocido, pero que a Anahí le sonó completamente sincero—. La otra noche parecías un poco cansada.Bueno, era una manera de decirlo. Anahí no se había sentido más exhausta en su vida. Claro que no parecía que las cosas fueran a mejorar en mucho tiempo. —Y no es que Nicolas y yo hiciéramos nada por aliviarlo —siguió él—. Podíamos haberte explicado las cosas con más cuidado. Te pido perdón por la impresión que te llevaste.
—No ha pasado nada grave. Anahí hablaba por ella, porque, por otro lado, estaba casi segura de que a él sí que le había dolido bastante que rechazara su oferta. Claro que, ¿qué otra cosa podía ella hacer? ¿Aceptar ir a su casa? Eso sí que no. Aunque hubiera cometido unos cuantos errores a lo largo de su vida, algo había ido aprendiendo de ellos.
Y lo último que pensaba hacer era fiarse de un desconocido, o, menos aún, embarcarse en una amistad o lo que fuera con alguien de quien no sabía nada.
La última vez que se embarcó así terminó casada con un hombre que no le había dado más que problemas y que la había dejado mucho peor de lo que la encontró. Saldría mucho más fácilmente adelante sola. Y entonces, impulsivamente, se puso la mano abierta sobre el vientre. Y pensó, con alegría y agradecimiento, que no estaba sola en absoluto. Sam le había dejado, después de todo, algo muy valioso.
—Bueno, ¿qué tal sigues? Anahí levantó la vista de nuevo. Era increíble que un tipo que apenas la conocía se preocupara tanto por ella, pero a la vista estaba que sí.
—Estoy bien —le contestó—. A lo mejor estoy incubando un catarro, pero no será nada grave.
—¿Cómo que no? —dijo él, frunciendo el ceño—. En tu estado, puede haber complicaciones. Hay estudios que demuestran que padecer gripe o resfriados durante el embarazo incrementa el riesgo de dislexia para los bebés.
«Vaya, hombre», pensó Anahí, «lo que me faltaba: un médico alarmista», y le contestó:
—No, no es más que un poco de congestión de nariz —e insistió—. Se me pasará enseguida.

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