𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐭𝐫𝐞𝐜𝐞: 𝐄𝐥 𝒄𝒐𝒃𝒓𝒆 𝐧𝐮𝐧𝐜𝐚 𝐬𝐞 𝚘𝚡𝚒𝚍𝚊.

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𝕹o había podido verle más la cara, el dolor me recorrió y la culpa se apoderó de mí en forma de lágrimas que apenas pude contener. Tenía un nudo en la garganta y estaba confundido con todo y conmigo mismo.

Mi familia nunca había sido tan correcta como decían ser, eso era algo obvio, y a pesar de todo lo que pudo hacer Rigel–como masacrarnos tiempo atrás y evitar que siguiéramos con nuestro falso legado, sólo por poner un ejemplo bastante lógico–él había elegido ayudarme por sobre todo, él simplemente había elegido buscar el amor que una vez le quitaron.

Y yo no creía estar a la altura, desde que llegó a mí no hice más que desconfiar y pensar en cómo aprovecharme de su amabilidad. El monstruo siempre había sido yo.

Rigel pareció confundido por mi repentino cambio de actitud, pero gracias al cielo decidió dejarme en paz. No habría sido capaz de responderle palabra alguna sin quebrarme de inmediato. El silencio se apoderó del carruaje hasta que llegamos a nuestro destino.

Fue un tanto complicado concentrarme adecuadamente para los papeles que tuve que firmar y lo que tuve que revisar del negocio. Robert, el encargado, tuvo una paciencia inmensa mientras me explicaba cómo eran las cosas, pero yo no podía dejar de pensar en que todo lo que me habían inculcado desde que tenía conciencia había sido fundado en un error tan fatal. Podría haber pensado que no era la gran cosa, en esa época eran más radicales con todo tipo de temas, por un error no podía juzgar a toda mi familia...

Pero habíamos sido malditos, de entre muchas otras familias. Debía haber algo más grande.

Buscaría descubrirlo, pero todo ello sería muy complicado, tenía solo dos opciones: Quitarle a Rigel el libro que me había ocultado por tanto tiempo o ir a preguntarle a una adivina.

No quería volver a arriesgarme, pero era lo único que se me ocurría. Tal vez sería buena idea decirles la verdad a mis amigos de una vez por todas y así recibir consejos de ellos.

Esa era la idea que había elegido como más adecuada, después de todo los conocía de toda la vida y confiaba en que no me juzgarían, éramos como hermanos... eran los únicos que me quedaban.

O eso pensé, hasta que una cabellera cobriza como la mía apareció en mi campo de visión.

Bien era cierto que no éramos los únicos pelirrojos de Inglaterra, pero nos distinguíamos en una cosa: el color de nuestro cabello realmente brillaba como el cobre, de un tono ni muy fuerte ni muy opaco. Quizá fueran los genes irlandeses... Algunos decían que era por el valor que teníamos como personas–una mala suposición, aparentemente–, otros que estábamos relacionados con las ninfas o las nereidas.

La realidad era incierta, pero de algún modo un Blackburn podía reconocer a otro, no sólo por su cabello, era un lazo sobrenatural que uniría nuestra sangre. Eso fue lo que sentí.

La mujer que llamó mi atención ocupaba un manto sobre la cabellera, pero ese había salido a volar con el viento, y al fijarme mejor pude distinguirla.

Sentí que mi mundo entero se detenía, no podía sentir nada en absoluto y todo al mismo tiempo: confusión sobre cómo se había salvado, alegría por verla, temor porque estuviera alucinando... Rigel me llamó pero no pude responderle, mi mente se centró en alcanzarla hasta que pude atrapar su brazo y así girarla hacia mí.

Efectivamente, ella era mi prima Maud.

—¿Maud...?—pronuncié sin terminar de creérmelo. Verla ahí frente a mí, viva y con sus celestes ojos mirándome causó que la felicidad me abordara por sobre todo lo demás.

𝐋𝐚 𝐦𝐚𝐥𝐝𝐢𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐦𝐚𝐧𝐬𝐢𝐨́𝐧 𝐁𝐥𝐚𝐜𝐤𝐛𝐮𝐫𝐧.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora