Capítulo 2. Emilia.

74 1 0
                                    

En la pantalla apareció un recuadro. Reclamaba el número de serie y Emiliasuspiró y se acomodó en su silla de mimbre. Requerimientos como ese era loque más la desquiciaba. Al menos su hijo no estaba ahí, marcándole ensilencio el paso del tiempo mientras ella buscaba sus anteojos para revisarotra vez las instrucciones. Sentada en el escritorio del pasillo, se enderezó enla silla para aliviar el dolor de espalda. Inspiró profundamente, exhaló y,verificando cada dígito, ingresó el código de la tarjeta. Sabía que su hijo notenía tiempo para hacer tonterías, y aun así se lo imaginó espiándola desdealguna cámara oculta en el pasillo, padeciendo su ineficiencia desde esaoficina de Hong Kong, tal como lo hubiera hecho su marido si todavíaestuviera vivo. Después de vender el último regalo que su hijo le habíamandado, Emilia pagó las expensas atrasadas del departamento. No entendíamucho de relojes, ni de carteras de diseño, ni de zapatillas deportivas, perohabía vivido lo suficiente para saber que cualquier cosa envuelta en más dedos texturas de celofán, entregada en cajas afelpadas, y contra firma ydocumento, valía lo suficiente para saldar sus deudas de jubilada y dejabamuy en claro lo poco que sabía un hijo sobre su madre. Le habían sacado alhijo pródigo en cuanto el chico cumplió los diecinueve años, seduciéndolo consueldos obscenos y llevándolo de acá para allá. Ya nadie iba a devolvérselo, yEmilia todavía no había decidido a quién echarle la culpa.La pantalla volvió a parpadear, «Número de serie aceptado». No tenía unacomputadora último modelo pero le alcanzaba para el uso que le daba. Elsegundo mensaje decía «conexión de kentuki establecida», y enseguida seabrió un programa nuevo. Emilia frunció el ceño ¿de qué servían esosmensajes si eran indescifrables? La enervaban, y casi siempre estabanrelacionados con los dispositivos que le enviaba su hijo. Para qué perdertiempo tratando de entender aparatos que nunca volvería a usar, eso era loque se preguntaba cada vez. Miró la hora. Ya eran casi las seis. El chicollamaría para preguntar qué le había parecido el regalo así que hizo un últimoesfuerzo por concentrarse. En la pantalla el programa mostraba ahora unteclado de controles, como cuando jugaba a la batalla naval en el teléfono desu hijo, antes de que esa gente de Hong Kong se lo llevara. Por sobre loscontroles una alerta proponía la acción «despertar». La seleccionó. Un videoocupó gran parte de la pantalla y el teclado de controles quedó resumido a loslados, simplificado en pequeños iconos. En el video, Emilia vio la cocina deuna casa. Se preguntó si podría tratarse del departamento de su hijo, aunqueno era su estilo y el chico nunca tendría el lugar tan desordenado nisobrecargado de cosas. Había revistas en la mesa debajo de algunas cervezas,tazas y platos sucios. Detrás, la cocina abierta a un living pequeño, en igualescondiciones.Se oyó un murmullo suave, como un canto, y Emilia se acercó a la pantallapara intentar entender. Sus parlantes eran viejos y ruidosos. El sonido serepitió y descubrió que en realidad se trataba de una voz femenina: le estabanhablando en otro idioma y no comprendía ni una palabra. Emilia sabía inglés -si le hablaban despacio-, pero eso no sonaba a inglés para nada. Entoncesapareció alguien en la pantalla, era una chica y llevaba el pelo claro yhúmedo. La chica volvió a hablar y el programa preguntó con otro recuadro sidebía habilitarse el traductor. Emilia aceptó el recuadro, seleccionó«Spanish» y, cuando la chica le habló, otra vez un subtítulo escribió sobre laimagen:«¿Me escuchas? ¿Me ves? ».Emilia sonrió. En su pantalla la vio acercarse aún más. Tenía ojos celestes, unanillo en la nariz que no le quedaba nada bien, y un gesto concentrado, comosi ella también tuviera dudas sobre lo que estaba pasando.-Yes -dijo Emilia.Fue todo lo que se animó a decir. Es como hablar por Skype, pensó. Sepreguntó si su hijo la conocería y rezó para que no fuera su novia porque, engeneral, ella no se llevaba bien con las mujeres demasiado escotadas, y no eraprejuicio, eran sesenta y cuatro años de experiencia.-Hola -dijo, solo para comprobar que la chica no podía oírla.La chica abrió un manual del tamaño de sus manos, lo acercó mucho a su caray se quedó leyendo un momento. Quizá usara anteojos pero le dieravergüenza ponérselos frente a la cámara. Emilia todavía no entendía de quése trataba eso, aunque tenía que aceptar que empezaba a sentir ciertacuriosidad. La chica leía y asentía, espiándola cada tanto por sobre el manual.Al fin pareció haber tomado una decisión, bajó el manual y habló en su idiomainentendible. El traductor escribió sobre la pantalla:«Cierra los ojos ».La orden la sorprendió, Emilia se enderezó en su asiento. Cerró los ojos unmomento y contó hasta diez. Cuando los abrió la chica todavía la miraba,como esperando algún tipo de reacción. Entonces vio en la pantalla de sucontrolador una nueva ventana que, servicial, ofrecía la opción «dormir».¿Tendría el programa un detector sonoro de instrucciones? Emilia seleccionóla opción y la pantalla quedó a oscuras. Oyó a la chica festejar y aplaudir,volver a hablarle. El traductor escribió:«¡Ábrelos! ¡Ábrelos! ».El controlador le ofreció una nueva opción: «despertar». Cuando Emilia laseleccionó el video volvió a encenderse. La chica sonreía a cámara. Es unaestupidez, pensó Emilia, aunque reconoció que tenía su gracia. Había algoemocionante y todavía no alcanzaba a entender exactamente qué. Seleccionó«avanzar» y la cámara se movió unos centímetros hacia la chica, que sonriódivertida. La vio acercar el dedo índice despacio, muy despacio hasta casitocar la pantalla, y la volvió a oír hablar.«Estoy tocando tu nariz ».Las letras del traductor eran grandes y amarillas, podía verlas concomodidad. Accionó «retroceder» y la chica repitió el gesto, notablementeintrigada. Era clarísimo que también era la primera vez para ella, y que deninguna manera estaba juzgándola por su falta de conocimiento. Compartíanla sorpresa de una experiencia nueva y eso le gustó. Volvió a retroceder, lacámara se alejó y la chica aplaudió.«Espera ».Emilia esperó. La chica se alejó y ella aprovechó para accionar «izquierda».La cámara giró y así vio mejor lo pequeño que era el departamento: un sofá yuna puerta al pasillo. La chica volvió a hablar, ya no estaba en cuadro pero eltraductor la transcribió de todas formas al español:«Esta eres tú ».Emilia giró hasta su posición original y ahí estaba otra vez la chica. Sosteníauna caja a la altura de la cámara, de unos cuarenta centímetros. La tapaestaba abierta y decía «kentuki». Emilia tardó en entender lo que veía. Elfrente de la caja era casi todo de celofán transparente, podía verse que estabavacía, y en los lados había fotos de perfil, de frente y de espaldas de unpeluche rosa y negro, un conejo rosa y negro que se parecía más a una sandíaque a un conejo. Con sus ojos saltones y dos largas orejas adosadas en laparte superior. Una hebilla con forma de hueso las unía, manteniéndolaserguidas unos pocos centímetros, y luego caían lánguidas, a los lados.«Eres una linda conejita -dijo la chica-. ¿Te gustan los conejitos? ».

KentukisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora