Capitulo 23. Enzo.

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No iba a dar el brazo a torcer, si el topo ya no quería participar del ritual demedia tarde del vivero, entonces que se echaran a perder las plantas queestaban a su cargo. Enzo parecía condenado no solo al abandono -suexmujer no era la primera en dejarlo-, sino también a las desgracias queacarreaba ese sencillo barrio de hojas verdes. Regresó a la casa con un pocode romero y terminó de preparar la carne. Su amigo Carlo, de la farmacia, lohabía invitado a pescar. «Te ves peor que nunca», le había dicho dándole unaspalmadas en el hombro, quizá sabiendo que, como ya era costumbre, Enzo noaceptaría la invitación. Pero ahora se lo estaba pensando. Hacía demasiadotiempo que únicamente se ocupaba del chico, la comida, el vivero y lascuentas. Y ese bendito kentuki, el desaire de Míster lo estaba envenenando.Las cosas habían empeorado desde esa última tarde en la que discutió con suexmujer en el sillón, con el topo debajo, oculto en su madriguera. Cuando alfin ella se fue Enzo trabó la puerta y dio un largo y cansado suspiro, se volvióhacia el living y lo encontró unos metros más allá, quieto y mirándolo a losojos, como desafiándolo. ¿Habría escuchado la detallada exposición sobrepedófilos de su exmujer?-De ninguna manera, Míster -dijo Enzo-. Usted sabe que yo no pienso eso.En la tarde salieron a hacer algunas compras.-Trae al topo -le dijo Enzo al chico, mientras sacaba el coche.Sabía que al topo le encantaba viajar en la luneta y lo pondría todavía demejor humor si era el chico el que iba a buscarlo.En el tránsito, algunos coches llevaban en el vidrio trasero calcomanías de suskentukis. La gente los usaba también como prendedores en sus bolsos y susabrigos, o los pegaban en las ventanas de las casas junto al escudo de suequipo de fútbol o del partido político que había que votar. Y en elsupermercado ya no eran los únicos que llevaban un kentuki en el carrito.Frente a las heladeras de congelados una mujer le preguntó al suyo sinecesitaban más espinaca, recibió un mensaje en el teléfono que la hizo reír,después abrió la heladera y tomó dos bolsas congeladas. Enzo envidiaba aquienes sí habían podido establecer comunicaciones más cercanas. Noentendía qué había hecho mal, qué cosa tan terrible podría haber ofendido alviejo, y era evidente que las difamaciones de su exmujer habían terminadopor arruinar la situación. Ella no volvió a llamar, pero la psicóloga del chicodejó tres mensajes pidiendo una cita urgente, y Enzo sabía que, cuando al finaceptara la reunión, Nuria también participaría, estaría esperándolo sentadaen el consultorio, mostrándole los dientes con su media sonrisa.Como asumía que todo estaba arruinado, había vuelto a intentar comunicarsecon el kentuki. Le había mostrado otra vez su número, por si acaso nunca lohabía anotado. También su correo electrónico y más tarde, ya malhumorado,le había escrito la dirección de la casa en un papel y se la había pegado en sumadriguera, en la pata del sillón junto a la que solía esconderse. Pero nadahabía funcionado.Al volver del supermercado Enzo le encendió la RAI. El topo se alejó a suesquina, atento a las noticias mientras él acomodaba las compras. Losconductores se despedían con una nota de color: mientras el resumen de lasnoticias corría a toda velocidad al pie de la pantalla, un notero de excursiónen la línea B de Roma Termini los ponía al tanto de las novedadeskentukianas. Unas treinta personas en fila esperaban para consultar al«gufetto», la lechuza kentuki de un mendigo que, como decía el notero acámara «respondía a todas las preguntas menos a la de cómo consiguió unmendigo una lechuza kentuki». Algunos entrevistados sostenían que el «ser»del «gufetto» era un conocido bhagwan indio. «Vine ayer y pedí un númeropara la lotería -decía uno-, el gufo todo lo sabe». Y una mujer: «Yo vengopor el mendigo porque se lo merece, es una idea brillante». La gente hacíasus preguntas y traía ya consigo tantos papeles blancos como respuestastuviera esa pregunta. Los dejaban frente al kentuki que, después de meditarlounos segundos, se paraba sobre el que decía «en siete días», o «mejorolvidar», o «dos veces». Por cada consulta había que dejar cinco euros. Si elkentuki no elegía ninguna respuesta, había que pagar otros 5 para volver apreguntar.-Mire cómo nos podemos hacer un dinerito, Míster -dijo, y se rio espiandoal topo.El kentuki no reaccionó. Enzo pensó que Míster era un privilegiado y tambiénun desagradecido, y se quedó un momento mirándolo.-Necesitamos hablar -dijo-, lo que está haciendo conmigo es...Lo pensó, no estaba seguro de qué era exactamente lo que le estabahaciendo.-No sé lo que es, pero no se hace -dijo Enzo al fin. Y después dijo-: Es esto,que se pasea el día entero por mi casa pero no se digna a dirigirme lapalabra. Es algo intolerable. ¿No le caigo bien?Sintió el impulso de patear a ese topo, de encerrarlo en un armario, deesconderle el cargador, como seguía haciendo su hijo, y que ya no tuviera aquién golpearle las patas de la cama para que se lo buscaran por toda la casa.Lo que hizo fue contárselo todo a Carlo al día siguiente, apoyado en la barrade la farmacia como en un bar de mala muerte. Carlo lo escuchó negando acada rato, con media sonrisa. Después le dio unas palmadas y le dijo:-Enzo, tengo que sacarte un poco de esa casa.Irían a pescar. Carlo puso fecha y hora, y Enzo aceptó.-Todo el fin de semana -dijo Carlo, amenazando con el dedo.-Todo el fin de semana -dijo Enzo, y sonrió aliviado.

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