-Deje de mirarme así -dijo Enzo-, deje de perseguirme por toda la casacomo un perro.Le habían explicado que el kentuki era «alguien», así que siempre lo tratabade usted. Si el kentuki caminaba entre sus piernas, Enzo protestaba, pero erasolo un juego, empezaban a llevarse bien. Aunque no siempre había sido así,al principio les había costado acostumbrarse y a Enzo su sola presenciabastaba para incomodarlo. Era un invento cruel, el chico nunca se ocupaba yhabía que andar el día entero esquivando un peluche por toda la casa. Suexmujer y la psicóloga del chico se lo habían explicado juntas, en una«instancia de mediación, -enumerando en detalle por qué tener uno de esosaparatos sería bueno para su hijo-. Es un paso más para la integración deLuca», había dicho su exmujer. Su sugerencia de adoptar un perro las dejóatónitas: Luca ya tenía un gato en casa de su madre, lo que necesitabaentonces era un kentuki en la casa del padre. «¿Tenemos que explicarle todode nuevo?», le había preguntado la psicóloga.En la cocina, Enzo juntó sus herramientas para el vivero y salió al jardín deatrás. Eran las cuatro de la tarde y el cielo de Umbertide estaba gris y oscuro,no faltaba mucho para que se largara a llover. Oyó que, adentro, el topo dabagolpes contra la puerta. No tardaría en llegar otra vez hasta él.Se había acostumbrado a su compañía. Le comentaba las noticias y, si sesentaba a trabajar un rato, lo subía a la mesa y lo dejaba circular entre suscosas. La relación le recordaba a la que su padre había tenido con su perro, ya veces, solo para sí mismo, Enzo imitaba algunos de sus dichos, el modo en elque se agarraba la cintura después de lavar los platos o barrer, su formacariñosa de protestar, siempre con media sonrisa, mientras se divertíarepitiendo: «¡Deje de mirarme así! ¡Deje de perseguirme por toda la casacomo un perro!».Pero la relación del kentuki con el chico no estaba funcionando. Luca decíaque odiaba que lo siguiera, que se le metiera en el cuarto «a hurgar suscosas», que lo mirara como un tonto el día entero. Había averiguado que, silograba agotarle la batería, el «ser» y el «amo» se desvinculaban, y el aparatoya no podía reutilizarse. «Ni se te ocurra -lo había amenazado Enzo-, tumadre nos mata». Al chico, la sola idea de lograr agotarle la batería leiluminaba la cara. Se divertía encerrándolo en el baño o poniéndole trampaspara que no pudiera llegar hasta su cargador. Enzo ya estaba acostumbrado adespertarse en medio de la noche, ver la luz roja titilar cerca del suelo y alkentuki golpeándose contra las patas de la cama, rogando que alguien loayudara a encontrar la base de su cargador. El topo siempre se las ingeniabapara avisarle. Y Enzo, si no quería otra instancia de mediación, tenía quemantenerlo vivo. Porque, aunque la tenencia era compartida, su exmujer yase había ganado toda la simpatía de la psicoanalista, así que más valía quenada malo le pasara al dichoso kentuki.Removió la tierra y agregó compost. El vivero había sido de su exmujer, y loúltimo por lo que pelearon antes del divorcio. A veces lo recordaba y lecausaba gracia que hubiera quedado en sus manos. Nunca antes se habíafijado en lo agradable que era la tierra de esos canteros. Ahora le gustabasentir el perfume y la humedad, la idea de un mundo pequeño obedeciendosus decisiones con un silencio abierto y vital. Lo relajaba, lo ayudaba a tomarun poco de aire. Y había comprado todo tipo de cosas: aspersores,insecticidas, medidores de humedad, palas y rastrillos medianos y pequeños.Oyó la puerta mosquitero crujir apenas y cerrarse. Bastaba empujarla paraque abriera, y al topo esa autonomía parecía gustarle. Se apartaba enseguidapara que el vaivén de la puerta no lo golpeara al regresar. A veces no lolograba y, cuando la puerta regresaba con todas sus fuerzas, lo tiraba un pocomás allá. Entonces protestaba, emitiendo un gruñido suave, hasta que Enzo seacercaba para ayudarlo.Esta vez había caído de pie. Enzo esperó a que se acercara.-¿Qué hace? -dijo-. Un día ya no voy a estar y nadie más se va a ocupar deandar levantándolo.El kentuki avanzó hasta tocar sus zapatos y luego retrocedió unoscentímetros.-¿Qué?El kentuki lo miró. Tenía tierra en el ojo derecho y Enzo se agachó y soplópara sacarla.-¿Cómo está la albahaca? -preguntó Enzo.El kentuki giró y se alejó rápido. Enzo siguió agregando compost a la tierra,atento al pequeño motor que aceleró y salió del vivero, y al salto que lasruedas solían dar contra los bordes de algunas de las baldosas del patio. Coneso tendría unos minutos, pensó. Fue hasta el lavadero por la tijera y, alregresar, el kentuki ya estaba otra vez ahí, esperándolo.-¿Y le falta agua?El kentuki no se movió ni hizo ningún ruido. Era algo que Enzo le habíaenseñado, un pacto de comunicación: ningún gesto equivalía a «no», unronroneo equivalía a «sí». Un movimiento corto era una invención del kentukique Enzo no terminaba de entender. Le parecía confusa y variable. A vecespodría ser un gesto como «Sígame, por favor», otras veces podía significar«No sé».-¿Y los peperoncinos? ¿Sobrevivió el brote que salió el jueves?El kentuki volvió a alejarse. Era alguien viejo. O era alguien a quien legustaba decir que era viejo. Enzo lo sabía porque le hacía preguntas, eracomo jugar y al topo le encantaba. Había que hacerlo cada tanto, comocuando se baña al perro, o se cambian las piedras del gato. Lo intentabanmientras Enzo tomaba su cerveza, recostado en la reposera frente al vivero.Casi no le daba trabajo pensar las preguntas. A veces, incluso, las hacía y nisiquiera prestaba atención a la respuesta. Cerraba los ojos entre sorbo ysorbo de cerveza, se dejaba atrapar por el sueño y el kentuki tenía quegolpear la pata de la silla para que siguiera.-Sí, sí... Estoy pensando -decía Enzo-. A ver, ¿a qué se dedica el topo? ¿Escocinero? -El topo se quedaba inmóvil, lo que significaba claramente un«no»-. ¿Cosecha soja? ¿Es profesor de esgrima? ¿Tiene una fábrica debujías?Nunca quedaba demasiado claro cuál era la respuesta, ni si la respuesta eraverdadera en su totalidad o marcaba solo su cercanía. Con los días, Enzoaveriguó que quien fuera que se paseara por su casa dentro de ese kentukihabía viajado mucho, pero por ahora los lugares que había visitado no eraninguno de los que él había nombrado. También sabía que se trataba de unhombre adulto, aunque no estaba del todo claro qué tan mayor. A veces noera francés ni alemán, y otras veces era las dos cosas, así que Enzo creía quequizá fuera alsaciano, y le gustaba dejar que el kentuki girara en círculosclamando desesperado esa opción intermedia que ya estaba en el aire y queEnzo se cuidaba de no pronunciar jamás: Alsacia.-¿Le gusta Umbertide? -le preguntaba-, ¿le gusta el pueblo italiano, el sol,los vestidos floreados, los culos enormes de nuestras mujeres?Entonces el kentuki corría alrededor de la reposera ronroneando a su máximovolumen.Algunas tardes Enzo lo cargaba hasta el coche y lo dejaba en la lunetamirando hacia atrás, todo el recorrido hasta las clases de tenis de Luca, hastael súper donde hacía las compras y en el regreso a casa.-Mire qué mujeres -le decía Enzo-, ¿de dónde será un topo que nunca viomujeres como estas?Y el topo ronroneaba una y otra vez, quizá de furia, quizá de felicidad.
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Kentukis
Tiểu Thuyết ChungKentukis es la segunda novela de la escritora argentina Samantha Schweblin, publicada en octubre de 2018 bajo la editorial Penguin Random House. La novela sigue la historia de distintos personajes de diversos países, y cómo sus vidas son atravesadas...