Capítulo 12. Enzo.

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Enzo revisaba el vivero mientras terminaba su café. La albahaca estaba tersay brillante, arrancó una hoja y la olió. Era extraño revisar el estado de lasplantas sin el kentuki rondándole entre las piernas. Habían pasado un buenfin de semana juntos, pero el domingo en la tarde algo había salido mal, algoque Enzo no terminaba de entender, y el topo estaba desaparecido desdeentonces. Lo llamó mientras regaba las últimas especias. Le decía «Topo», o«Kentu», o «Míster». Regresó a la casa y buscó debajo de la mesa y frente alventanal donde el kentuki se quedaba a veces siguiendo el paso de algúnvecino. Lo buscó también junto a la pata del sillón, un rincón de difícil accesopara Enzo, donde solía meterse para indicar que era el momento de quealguien le encendiera la televisión con la RAI.-¿Va a practicar italiano, Míster? -le preguntaba Enzo si lo veía ahí.Le encendía el televisor y pasaba de canal buscando el programa. Cuando alfin aparecían los culos, las tetas y los gritos, el kentuki ronroneaba y al oírloEnzo sonreía.Luca se acercó a darle un beso y se despidió con su portazo de las 7.40. Lamadre tocaba la bocina y el chico tenía dos minutos para terminar el últimosorbo de leche, ponerse las zapatillas, la mochila, darle un beso y salir. Sitardaba más, lo que tocaba su madre era el timbre, y eso no le convenía anadie. Enzo volvió a llamar al kentuki. No estaba en el comedor ni en lashabitaciones. Temió que su hijo lo hubiera encerrado otra vez en algún sitiopara alejarlo del cargador. Volvió a la cocina y salió al vivero. El kentuki noestaba por ningún lado.El día anterior había paseado a Míster por el centro histórico. En lugar deponerlo en la luneta trasera del coche lo colocó en el asiento delacompañante, sobre dos almohadones apilados. Le puso el cinturón y le pasóla gamuza del parabrisas por los ojos, para asegurarse de que la vistaestuviera perfectamente limpia. Desde el coche le mostró la torre de la Roccay la Collegiata Santa María della Reggia. Después rodearon lentamente elcanal y el pequeño mercado de agricultores que se armaba el primer fin desemana de cada mes. Supuso que a cualquier extranjero le gustaría conoceruna ciudad tan pequeña y hermosa como la suya. Al final estacionó a la vueltade la plaza Giacomo Matteotti, quería pasar un momento por la farmacia asaludar a su amigo Carlo. Llevó al topo bajo su brazo izquierdo, contra elpecho, como llevaba a veces las compras.-¡No me lo creo! -dijo Carlo al verlo entrar.Y Enzo tuvo que explicar que el kentuki era del chico y todo el asunto de suexmujer y la psicóloga. Dejó a Míster sobre el mostrador para que se pasearaa sus anchas entre las cosas de Carlo, que no podía evitar seguirlo con lamirada.-¿Y dónde está esa gente hoy? -preguntó Carlo-. ¿Por qué es el macho dela casa el que termina siempre paseando al perro?Esa gente desaparecía de jueves a domingo, pensó Enzo, cuando el chico seiba a casa de su madre y él se quedaba solo con el kentuki. Sonrió sin decirnada. Compartieron la lata de cerveza que Carlo tenía siempre en uno de losrefrigeradores de la farmacia y hablaron otro rato.De regreso al coche, Enzo vio a una vieja cruzar la plaza con otro kentuki. Lollevaba tras ella, atado de una correa. Cada tanto se detenía para esperarlo ylo increpaba, tiraba de la correa impaciente. Ya había visto algún que otrokentuki en Umbertide, en el colegio de Luca y en la caja de pagos de lamunicipalidad, pero por primera vez se dio cuenta de que, para alguien queno supiera que dentro de ese aparato había otro ser humano, la gente conkentukis podría parecer muy rara, más loca incluso que los que hablaban conlas mascotas y las plantas. Se metió en el auto con Míster y los dos sequedaron mirando a la vieja y a su kentuki, que tiraban ahora cada uno paraun lado diferente.De regreso en la casa ordenó y limpió la cocina, recogió las cosas de Lucadesperdigadas por el living y las llevó al cuarto. La habitación del chico eraun desastre. A él no le gustaba presionarlo con el orden, eso no había servidocuando su propia madre lo instigaba incansablemente a él, así que por quéfuncionaría con el chico. A veces Míster empujaba alguna media perdida de lacocina hasta el cuarto o apartaba con mucha paciencia, uno por uno, losenvoltorios de caramelos que el chico dejaba por toda la casa, arrimándolospor zonas para que fuera más fácil levantarlos. Enzo se quedaba mirándolo,curioso por tanta devoción. Si Luca estaba en la casa, Míster lo seguía portodos lados, aunque con distancia, cuidándose de no molestarlo. No legolpeaba las piernas ni le llamaba la atención para que le hiciera preguntas ole indicara dónde estaba el cargador, como sí lo hacía con Enzo. Quizá porquesabía que, si quedaba a su alcance, el chico lo apartaría, lo encerraría enalgún lugar o, como venía siendo su costumbre, lo subiría a alguna repisa dela que no podría bajar hasta que Enzo lo encontrara. Pero Míster era unguardián fiel y solo se permitía sus horas de ocio -de RAI y de ventanas-cuando el chico ya no estaba en la casa. Si Enzo le ordenaba a Luca hacer latarea, y el chico se distraía, el kentuki iba hasta Enzo para avisarle. Si el chicose quedaba dormido mirando alguna serie, el kentuki iba hasta Enzo y él ya seimaginaba de qué se trataba. Cargaba al chico y lo acostaba.Míster había asimilado perfectamente sus funciones de copaternidad, y Enzose sentía agradecido. Rico o pobre, en su otra vida el kentuki era,evidentemente, alguien con bastante tiempo libre. ¿Qué tipo de vida tendríaMíster del otro lado? No parecía haber nada que lo apartara de esa existenciaque llevaba con ellos. Estaba ahí de la mañana a la noche. Eran contadas lasveces en que Enzo lo encontraba en el cargador durante el día, y si esopasaba era porque el chico se había ocupado de que no hubiera podidocargarse durante la noche. Ya llevaban casi dos meses juntos. Cada tanto,cuando lo veía sosteniéndole la puerta mosquitero para que él pudiera sacarla basura, o cuando en la noche el kentuki iba y volvía de su habitación alpasillo para indicarle que se había olvidado otra vez la luz de afuera prendida,Enzo se quedaba mirándolo con una mezcla de pena y gratitud. Sabía que esepeluche no era en realidad una mascota y se preguntaba qué tipo de personapodría necesitar cuidarlos tanto -un viudo quizá, o un jubilado sin mucho quehacer-, pero más que nada, si no habría algo que él pudiera hacer a cambiode tanta atención.Así que el día anterior, ya en la casa y después del paseo por Umbertide, seabrió una cerveza y fue a sentarse al jardín, en su reposera. Míster lo rondabay Enzo se inclinó para que pudiera verlo. Lo llamó. Esperó a tenerlo frente aél y se animó a preguntarle:-¿Qué está haciendo acá todo el día con nosotros?Se quedaron quietos un momento, mirándose a los ojos. Enzo dio un largosorbo a su cerveza.-¿Por qué hace esto, Míster? ¿Qué recibe a cambio?Eran varias preguntas y ninguna podía contestarse por sí o por no. Enzoentendía lo frustrante que resultaba para ambas partes, y aun así ¿qué máspodía hacer? Esto es una mariconada, pensó Enzo, estoy poniéndomesentimental con dos kilos de felpa y plástico. El kentuki no se movió, nironroneó, ni parpadeó. Entonces Enzo tuvo una idea. Dejó la cerveza en elpiso y se levantó de su reposera. Quizá alarmado por el salto, el kentukilevantó la mirada para no perderlo de vista. Enzo entró a la casa y unmomento después volvió a salir con lápiz y papel.-Míster -dijo, mientras volvía a sentarse frente al kentuki y anotaba unnúmero-. Llámeme -sostuvo el papel frente al kentuki-. Llámeme ahora ydígame qué puedo hacer por usted.Sabía que le estaba proponiendo algo extraño. Cruzaba los límites, como siusara el mejor juguete de su hijo para su propio beneficio -algo que su mujery la psicóloga seguro no aprobarían-, y a la vez no podía creer que semejantegenialidad no se le hubiera ocurrido antes.Cuando pensó que ya había pasado tiempo suficiente para que cualquieralograra anotar un número, dejó el papel junto a la cerveza y fue a buscar elteléfono. Regresó y el kentuki seguía en la misma posición. Quizá, en su casa, Míster todavía tenía un teléfono de línea y caminaba hacia él lo más rápidoque le era posible, tan excitado se sentía Enzo esperando esa llamada. Pensóque era una suerte que el chico no estuviera, y se preguntó si sería buenaidea o no contarle luego lo que fuera que estuviera por ocurrir. El kentukiseguía inmóvil frente a él. Quizá el viejo detrás del kentuki estaba muyatareado buscando con qué anotar como para ocuparse también de manejar elmuñeco. Enzo esperó todavía un poco más, atento al teléfono en el silencio desu casa, intentando contener su sonrisa. Esperó cinco minutos más, quince,una hora, pero el teléfono nunca sonó. Al final se levantó y fue por otracerveza. Regresó y lo indignó tanto encontrar al kentuki en idéntica posiciónque volvió a meterse en la casa y se puso a preparar la cena. En algúnmomento lo oyó luchar con la puerta mosquitero y cruzar el living. Enzo sevolvió hacia el pasillo y lo vio alejarse hacia el cuarto del chico.-¡Ey! -Se limpió las manos en el repasador, dispuesto a alcanzarlo-. Pssst. Míster.El kentuki no se volvió hacia él, no se detuvo, y Enzo se quedó solo en el livingintentando entender qué cuernos le pasaba a ese aparato.Esa fue la última vez que lo vio antes de perderlo completamente de vista. Aldía siguiente, cansado ya de buscarlo, Enzo volvió a revisar el jardín y elvivero, chistando y silbando. A veces, cuando lo llamaba, Míster ronroneaba.Lo hacía dos o tres veces y así se encontraban. Pero esta vez no había pistasy, de alguna manera, eso confirmaba sus sospechas de que el asunto delllamado lo había molestado.Lo encontró unas horas más tarde, de casualidad. Estaba en el cuartito dondecolgaban los abrigos, adentro del armario que, evidentemente, Luca habíacerrado con llave. Había gastado casi toda su batería intentando salir delcanasto de la ropa sucia, lo que era absolutamente imposible para un kentuki,y agonizaba con un ronroneo gastado, un lamento tan débil que solo podíaoírse si Enzo lo sostenía muy cerca de su oreja.

KentukisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora