Capítulo 34. Enzo.

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Hacía casi dos semanas que no veía a Luca. En algún punto de las reunionescon la psicóloga, las discusiones con su mujer y la intervención de unaasistente social, Enzo había empezado a lidiar con la idea de perder latenencia de su hijo. Se avergonzaba al recordar que, solo dos años atrás, unjuez había concluido que su mujer no era lo suficientemente estable comopara hacerse cargo del chico, y lo aterraba la idea de que el mismo juezpensara que ahora él se había convertido en una opción todavía peor. Sabíaque la psicóloga había hablado horas y horas con Luca, y suponía que, mejorformada e informada que su exmujer sobre todas las perversiones del mundo,debió de habérselas enumerado de punta a punta, aceitando detalles si creíaque algo no estaba bien entendido, o dibujando sobre papel lo innombrable silas respuestas del chico eran ambiguas. Pero Enzo ya no podía protegerlo yhabía sido su culpa. Se lo contarían y preguntarían todo, y el chico tendríaque aprender a vivir con eso.La «evaluación de los daños» llevó tres sesiones en una misma semana y unavisita a la comisaría a la que fueron los cuatro: un padre, dos locas y un chico;o tres adultos y un chico; o un chico que nunca debió haber ido a unacomisaría y que se merecía a alguien mejor que cualquiera de esos tresadultos. Luca lo soportó en silencio. La denuncia contra el kentuki que lasmujeres exigieron levantar, y la imposibilidad legal de semejante denunciaque el oficial a cargo intentó explicar una y otra vez. Enzo tuvo que firmar uncontrato de común acuerdo donde se comprometía a desconectar el kentuki,aseguraba que se mudaría inmediatamente de domicilio y aceptaba que apartir de entonces la madre tenía derecho a visitarlos sin previo aviso paracorroborar que no hubiera nada raro y que Luca estuviera bien.Ahora que todo estaba firmado Enzo podía volver a ver a Luca, así que cuandotocó la bocina, cuando la puerta de la casa de su exmujer se abrió y Luca saliódisparado hacia él, verlo le pareció una suerte de milagro.-¿Cómo estas, campeón? -Luca no le contestó. Cerró la puerta del coche yrevoleó su mochila al asiento trasero-. Pues me alegro -dijo Enzo-, y lanueva casa va a encantarte.Había hecho pintar el cuarto del chico de negro, como tanto lo había pedidounos años atrás.-Podés escribir las paredes con tiza -le explicó, y el chico dijo que ya notenía cinco años.Aunque la casa era pequeña y no había jardín, estaban a siete cuadras delcentro y Luca podría ir al colegio caminando. Eso al chico le gustó; Enzo llegóa ver su breve sonrisa.Esa primera semana el departamento nuevo olía extraño y era difícilencontrar las cosas, pero estaban juntos, y eso era todo por lo que habíaestado luchando. La inmobiliaria del barrio le había encontrado inquilinospara la casa que habían dejado. La ocuparían el primero del siguiente mes, asíque, si Enzo quería rescatar algo de los trastos que habían quedado en elvivero, tenía que hacerlo en esos días.-También tiene que dejarnos su llave -le dijo el hombre de la inmobiliaria-,siempre se me olvida reclamárselo.Enzo se despertó de una larga siesta, solo en su piso nuevo, y aprovechandoque Luca seguía quedándose con la madre los fines de semana, se levantó, sehizo un café, y decidió que iría por última vez hasta la otra casa.Ya atardecía cuando llegó. Abrió las persianas y encendió las luces. Vacía yrecién pintada se veía más amplia y triste que nunca y sin embargo sepreguntó cuánto tiempo aguantaría en el nuevo departamento antes denecesitar desesperadamente regresar. Salió al patio y abrió el vivero donde,antes de irse unas semanas atrás, había dejado al kentuki en un rincón, sobresu cargador. Ahí estaba todavía, inmóvil. La luz de contacto entre el kentuki yel cargador seguía encendida. Levantó los interruptores de la luz y estuvo unrato mirando el estado deplorable del vivero. Unas matas oscuras y secascaían de los canteros hasta el piso, un peperoncino había rodado al centro dela habitación y se pudría solo y enmohecido. Entonces oyó el teléfono. Sonabaen la casa. Dejó caer su bolso al piso y salió del vivero. Cruzó el patio y entrópor la cocina. Se quedó un momento viendo el viejo teléfono de pared, loúnico que había en la casa el día que llegó con Luca por primera vez, y loúnico que había dejado al irse. Era un aparato demasiado viejo, y aún asíseguía sonando. Levantó el tubo. Una respiración áspera y oscura le erizó lapiel.-¿Dónde está el chico? -dijo la voz.¿Dónde estaba su hijo? Por un momento pensó si no habría ocurrido algo en lacasa de su exmujer. Hizo un esfuerzo por mantener el tubo pegado al oído.Fue la respiración del otro hombre, metiéndosele dentro del cuerpo, lo que loayudó a entender.-Quiero volver a ver a Luca.Enzo apretó el tubo con tanta fuerza contra su oreja que le dolió.-Quiero... -dijo la voz. Enzo cortó.Cortó con las dos manos y ya no pudo soltar el teléfono. Se quedó así,colgando del aparato que a su vez colgaba de la pared. Después miró la salavacía y se obligó a respirar, pensando en la posibilidad de sentarse sin poderhacer realmente ningún movimiento, recordándose que nadie lo estabamirando, y que el kentuki todavía estaba sobre su cargador, encerrado en elvivero.Cuando el teléfono volvió a sonar dio un salto hacia atrás y se quedómirándolo desde el medio de la cocina, inmóvil, hasta que decidió qué hacer.Salió de la casa y entró al vivero. El kentuki lo esperaba en su cargador. Enzoabrió el armario en el que habían quedado las herramientas y sacó la pala. Sesubió al cantero, apartó las plantas secas de la superficie y empezó a cavar.Haciendo un esfuerzo por no girar la cabeza adivinó al kentuki bajar delcargador y alejarse. No podía ir a ningún lado; antes de sacar la pala, se habíaasegurado de cerrar la puerta. Cavó hasta que le pareció que el agujero era losuficientemente grande, tiró la pala a un lado y fue hacia el kentuki. El topointentó zafarse pero a Enzo no le costó nada atraparlo y levantarlo. Lasruedas giraban con desesperación, para un lado y para el otro. Lo acostó en lapequeña tumba, boca arriba. El topo sacudía la cabeza, ya no podía mover elcuerpo. Enzo arrastró los montículos que habían quedado alrededor del pozoy cubrió los lados del cuerpo, la panza y gran parte de la cabeza. El resto dela tierra la aplastó contra los ojos, que nunca se cerraron. Golpeó la tierra conlos puños, con toda su fuerza, hasta sentir algo crujir, crujir y sin embargotemblar, moverse imperceptiblemente. Volvió a tomar la pala, la levantó en elaire y apaleó la tierra. Golpeó una y otra vez, compactándolo todo, hasta estarseguro de que, incluso si un ser vivo latiera en el fondo, ninguna grietavolvería a abrirse.

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