Capitulo 8. Alina.

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Seguía corriendo cada mañana. En dos meses, si regresaba a Mendoza, almenos podría decir que ahora hacía ejercicio. No era el tipo de logros queestaba buscando, pero tampoco es que hubiera muchas más cosas que hacer.Aunque había encontrado con qué entretenerse. Estaba la biblioteca -hacíatiempo que no se daba el lujo de tanta lectura-; y el kentuki, había queaceptar que lo del kentuki era interesante.Cuando Sven lo vio por primera vez se quedó un rato parado frente al cuervo;el cuervo lo miraba desde el piso. Los dos se estudiaron con tanta curiosidadque Alina tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse. Sven era un danés alto yrubio, en Mendoza tenía que cuidarlo como a una quinceañera. Era ingenuo ydemasiado amable, así que lo estafaban, le robaban, se burlaban de él. En lasresidencias de artistas, en cambio, rodeado de sus pares y secundado siemprepor alguna enérgica asistente, a Alina le parecía un príncipe que se leescapaba de las manos. Los celos que sentía esos días en Oaxaca eran apenasun rezago de lo que habían sido un año atrás, en los primeros meses de surelación con Sven. Con el tiempo esa angustia había virado a otra cosa. Antesla atormentaba, concentraba su mirada exclusivamente en él; ahora, encambio, la angustia la distraía, perdía el interés, y los celos eran la únicaforma que encontraba para regresar cada tanto a Sven. También estaba eseotro estado al que tanto le gustaba entregarse, uno que solo tenía que ver conella. Se encerraba en la habitación y se concentraba en sus maratónicassesiones de series para volver a la realidad muchas horas más tarde. Quedaba«fragmentada», así le gustaba a Alina describirlo. Era un mareo queadormecía sus miedos más tontos y, quizá por el propio aislamiento, ladevolvía al mundo limpia y liviana, abierta al mero placer de un poco decomida y una buena caminata.Pero tarde o temprano se cruzaba otra vez con Sven, y recordaba que su vidaestaba hecha de cosas que siempre podían perderse, como la sonrisaencantadora con la que él miraba ahora al kentuki. Alina había calculado eltipo de preguntas que él haría sobre el peluche y había repasado susrespuestas mentalmente, preparándose para enfrentarlo en cuanto al precio,su inutilidad, la desmesurada exposición de su intimidad -aunque larevelación de esto último, calculó, al artista le llevaría su tiempo-. Él parecíasorprendido y cuando se agachó para verlo de cerca preguntó algo en lo queAlina no había pensado.-¿Qué nombre le ponemos?El kentuki giró y la miró.-Sanders -dijo Alina-. Coronel Sanders.Era una tontería, y aun así tenía gracia. Se preguntó qué le habría hechopensar que se trataba de un varón, y a la vez le pareció imposible pensar aese cuervo con un nombre de mujer.-¿Como el viejo de Kentucky Fried Chicken?Alina asintió, era perfecto. Sven alzó al kentuki, que protestó cuando lo dieronvuelta, le revisaron las ruedas y estudiaron cómo iban agarradas al cuerposus pequeñas alitas de plástico.-¿Que autonomía tiene?Alina no tenía idea.-¿Crees que podría seguirnos hasta la cena? -preguntó Sven, y volvió adejarlo en el piso.Sería divertido intentarlo. En Vista Hermosa no había nada parecido a unrestaurante elegante, de hecho, no había nada parecido a un restaurante.Algunas señoras -ya habían visitado a tres- sacaban a sus patios mesas deplástico, colocaban manteles y paneras con tortillas y ofrecían un menú dedos o tres platos. Sus maridos solían comer en alguna de esas mesas, siemprela más cercana al televisor, a veces dormían con la cerveza o el mezcalito enla mano. No quedaban a más de un kilómetro y Sven supuso que, si latecnología era parecida a la de un teléfono, el kentuki debería poder seguirlossin problema. Alina, en cambio, temía que la señal se perdiera. Entendía quecada peluche traía consigo «una única vida» y lo que no le quedaba claro erasi perder la señal era también perder la conexión.Salieron al patio y empezaron a caminar, unos metros detrás el kentuki losseguía. Alina estaba atenta al motorcito que zumbaba a sus espaldas,consciente de que, mientras ellos avanzaban con tanta liviandad, alguienhacía un gran esfuerzo para no perderlos de vista. Se olvidó de la asistente deturno y volvió a sentirse segura, tomó a Sven de la mano y él la sostuvo,amoroso y distraído. Sobre el asfalto, ya fuera de la residencia, no era tanfácil para el cuervo seguirlos. Lo oían girar, desacelerar, volver a alcanzarlos.Entonces lo oyeron detenerse y se dieron vuelta para ver qué había pasado.Estaba a unos cinco metros, miraba hacia la montaña. Era difícil saber sitodavía estaba ahí con ellos, admirando el atardecer de la naturalezamexicana, o si alguna fatalidad técnica había alcanzado súbitamente su alma,y eso era todo lo que habrían tenido de kentuki en esta vida. Alina pensó ensus 279 dólares, y de pronto el kentuki se movió, esquivó orondamente a Sveny siguió hacia donde estaba Alina.-¿Qué hace? -bromeó Sven-. ¿Adónde va con mi mujer, Coronel?La pasaron bien. Comieron pollo con mole y arroz, y durante toda la cenadejaron al kentuki sobre la mesa. Cada vez que Sven se distraía, el cuervo leempujaba el tenedor hacia el borde y lo tiraba al piso de tierra. Como elcubierto no hacía ruido al caer, Sven lo buscaba a ciegas donde lo habíadejado. No lo enojaba descubrir el engaño. En realidad, nada en absoluto delmundo ordinario podía enojar al artista , su energía estaba destinada aasuntos superiores. Alina envidiaba la tranquilidad con la que Sven hacía desu vida exactamente lo que quería. Él avanzaba, ella oscilaba detrás de laestela que él iba dejando, intentando que no se le escapara de las manos.Correr, leer, el kentuki, todos sus planes eran planes de contingencia. ElCoronel volvió a tirar el tenedor y Alina se tentó y soltó una carcajada.Cuando el kentuki la miró ella le guiñó un ojo, y él hizo su ruido de cuervo porprimera vez en la noche.-Si se mete con mi mujer -dijo Sven bromeando-, se mete tambiénconmigo, Coronel -y volvió a agacharse a recoger su tenedor.Unos días después, cuando estaba por dejar la habitación, regresó a últimomomento por el Kentuki y se lo llevó con ella. Quería mostrárselo a Carmen,la mujer de la biblioteca. Era lo más parecido que tenía a una amiga en todala residencia. Cruzaban frases breves y filosas, saboreaban con discreción elevidente principio de una gran cofradía. Alina dio unos golpecitos sobre elmostrador, para avisarle que andaba por ahí, dejó al Coronel junto a lospapeles de Carmen y se alejó rumbo al pasillo de narrativa desde donde espiópara ver qué pasaba. Carmen lo vio y se acercó, iba siempre de negro, lasmuñecas repletas de pulseras con tachas. Levantó al kentuki, lo dio vuelta yestudió un rato su base pasando los dedos entre las ruedas.-Este parece de mejor calidad que los míos -dijo sin levantar la voz, como sihubiera sabido desde un principio que Alina la espiaba.Alina se acercó con dos libros nuevos.-Siempre me pregunté -dijo Carmen divertida- para qué será este culito. -Y rascó con sus uñas esmaltadas el puerto USB escondido tras la ruedatrasera.Después lo dejó sobre la mesa y el kentuki se alejó hacia Alina. Carmen dijoque no había pasado un mes desde que su exmarido le había regalado unkentuki a cada uno de sus hijos, y ya había visto nuevas versiones en variasocasiones.-Mi exmarido dice que el crecimiento de estas cosas es exponencial: si haytres la primera semana, es que habrá tres mil la segunda.-¿No te intimida? -preguntó Alina.-¿Qué de todo?Carmen dio un paso al costado y, a espaldas del kentuki, hizo la mímica devendarse los ojos. Buscó su billetera en el bolso y le mostró a Alina unafotografía de sus dos hijos con los bichos. Eran dos gatos amarillos y losllevaban en los canastos de las bicicletas. Cada kentuki tenía una cinta negraatada a la cabeza que le cubría los ojos. Era la única condición que Carmen lehabía puesto a su exmarido: temía que todo fuera un plan para tener doscámaras rondando por su casa día y noche.Alina se quedó mirando la foto.-¿Y para qué quiere alguien pasear por tu casa con los ojos vendados? ¿Cuáles la gracia?-Ya ves -dijo Carmen-. Tienen solo dos sentidos, yo les quito uno y siguencirculando. Así es la gente, manita, teniendo en el pueblo semejante biblioteca -y señaló sus cuatro pasillos vacíos.Le quitó la foto de las manos, le dio un beso a la imagen de cada hijo y laguardó otra vez en su billetera.-Pisaron uno ayer en la ruta, frente a la parada del taxi -continuó, anotandoen el registro de libros los que Alina estaba llevándose-. Era de un amigo demis hijos y la madre tuvo que enterrarlo en el jardín, entre las tumbas de losperros.El cuervo se volvió hacia Carmen y Alina se preguntó si el Coronel Sanderssería capaz de entenderla.-Una desgracia, ahora el chico está destrozado. -Carmen sonrió. Era difícilsaber qué estaba pensando realmente-. Con lo que salen estos bichos.-¿Y qué se supone que hacía el kentuki solo en la calle? -preguntó Alina.Carmen la miró sorprendida, quizá porque no se le había ocurrido pensar eneso.-¿Crees que intentó escapar? -preguntó, y se quedó mirándola, sonriendocon entusiasmo.Alina regresó al cuarto, dejó al kentuki en el suelo y fue al baño. Tuvo quevolver hasta la puerta y cerrarla para que no se metiera dentro, el bichosiempre lo intentaba. Se quedó junto a la puerta hasta que oyó al CoronelSanders alejarse. Entonces se quitó la ropa y se metió en la ducha. Qué bienhabía hecho en no comunicarse con su kentuki, lo iba confirmando con lascosas de las que se enteraba. Sin correos ni mensajes ni acordar ningún otrométodo de comunicación, su kentuki no era más que una mascota sonsa yaburrida, tanto que a veces Alina se olvidaba de que el Coronel Sandersestaba ahí, y que detrás del Coronel había una cámara y alguien mirando porella.Así que los días pasaron con naturalidad. Su despertador sonaba a las 6.20 dela mañana. Ningún artista osaba circular a esa hora por la residencia, laalarma ni siquiera parecía despertar a Sven. A Alina le daba tiempo alevantarse y bajar hasta la cocina del área común, desayunar sininteracciones sociales y leer un buen rato antes de salir a correr. Con elsegundo café se ponía recta sobre la silla, el culo bien en el borde, las piernasestiradas y los pies abiertos en V. Era su posición crucero , y podía leer asípor horas. El Coronel Sanders se metía entre sus pies empujando las puntasde la V que formaban sus piernas hasta quedar trabado. A veces Alina bajabael libro y le hacía alguna pregunta, solo para saber si quien fuera quemanejara ese aparato seguía ahí con ella, o dejaba al cuervo para irse a haceralgo mejor. La primera opción, la idea de alguien sentado mirándola fijamentepor horas, siempre la intimidaba, la segunda la ofendía. ¿No era su vida losuficientemente interesante? ¿Tenía ese quienquiera que fuera una vida tantomás importante que la suya como para dejar el aparato en vilo hasta suregreso? No, se contestaba, si fuera así no estaría ahora entre sus pies,haciendo de mascota a las 6.50 de la madrugada.-¿Sabés lo que acaba de pasar en la página 139?Casi siempre el Coronel Sanders estaba ahí, gruñía o hacía temblarligeramente las alitas que tenía a los lados del cuerpo, pero ella no semolestaba en contestar sus propias preguntas. A las siete y media pasaba porla habitación para dejarlo dentro y bajaba al monte a correr. Doblaba en laiglesia y se alejaba de la calle principal. Conocía un camino en el monteapartado de las casas, cruzaba sembrados y bajaba en lomadas hacia zonasmás verdes. Cada vez llegaba más lejos. Cada vez se sentía más fuerte. Correrno la hacía ni más ni menos inteligente, pero la sangre circulaba de otramanera por su cuerpo, le latían las sienes. El aire cambiaba y, en cuanto sedistraía, su cerebro bombeaba ideas con una rapidez insólita. Cuandoregresaba, Sven ya había bajado a su taller. Alina se daba una ducha y seponía algo cómodo, comía sus mandarinas despacio, panza arriba sobre lacama. En el piso, el Coronel Sanders se movía inquieto, rodeándola como unaversión cómica de un ave de rapiña.El día anterior había estado pensando, pensando demasiado. Y en la noche, alas tres de la mañana, se había levantado y había sacado una silla al patiopara fumar frente al monte, en la oscuridad. Se sentía cerca de algún tipo derevelación, era un proceso que conocía, y la sola excitación por alcanzar unaconclusión compensaba la somnolencia.Así que esa mañana, después de regresar de correr y tirarse en la cama consus mandarinas, seguía dándole vueltas al asunto con el presentimiento deestar cada vez más cerca de algún tipo de revelación. Miró el techo fijamentey pensó que, si tuviera que poner las cosas en orden para inferir a qué tipo dedescubrimiento estaba llegando, tendría que recordar un dato en el que hacíadías que no pensaba. En algún momento de la semana anterior, había bajadoal único kiosco del pueblo, junto a la iglesia, y, en una distracción, le habíadado un vistazo a un detalle que hubiera preferido no ver. El modo en el queSven le explicaba algo a una chica. La dulzura con que intentaba hacerseentender, lo cerca que estaban el uno del otro, el modo en que se sonrieron.Después supo que era la asistente. No le sorprendió, tampoco le pareció undescubrimiento importante, porque una revelación mucho más profundacaptó súbitamente su atención: nada le importaba tanto como para moverseen alguna dirección. En su cuerpo, cada impulso preguntaba para qué. No eracansancio, ni depresión, ni carencia de vitaminas. Era una sensación parecidaal desinterés, pero mucho más expansiva.Acostada en la cama juntó las cáscaras en una sola mano y el movimiento laacercó a una nueva revelación. Si Sven todo lo sabía, si el artista era un peónabocado y cada segundo de su tiempo era un paso hacia un destinoirrevocable, entonces ella era exactamente lo contrario. El último punto alotro extremo de los seres de este planeta. La inartista. Nadie, para nadie ynunca nada. La resistencia a cualquier tipo de concreción. Su cuerpo seinterponía entre las cosas protegiéndola del riesgo de llegar, alguna vez, aalcanzar algo. Cerró el puño y apretó las cáscaras. Se sentían como una pastafresca y compacta. Después estiró el brazo sobre las sábanas, hacia lacabecera, y dejó las cáscaras bajo la almohada de él.

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