Capítulo 6. Emilia.

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Varios años atrás, su hijo también le había regalado la computadora, enviadadesde Hong Kong y envuelta en celofanes. Otro regalo que, al menos alprincipio, a Emilia le había traído más disgustos que alegrías. El plásticoblanco de la carcasa se había decolorado y podría decirse que ahora ya sehabían acostumbrado la una a la otra. Emilia la encendió, se puso los anteojosy el controlador del kentuki se abrió automáticamente. En la pantalla, lacámara apareció inclinada, como si estuviera caída. Reconoció enseguida elmismo departamento de la chica escotada. La cámara estaba acostada a rasdel suelo. Solo cuando levantaron al kentuki Emilia vio el sitio del queacababan de moverla y entendió que la habían dejado en una cucha. Unacucha de felpa fucsia con pintitas blancas. La chica habló y los subtítulosamarillos del traductor aparecieron inmediatamente en la pantalla.«Buenos días ».Los pechos estaban bien ajustados en un top celeste y todavía llevaba el anilloen la nariz. Emilia le había preguntado a su hijo qué relación tenía con esachica y él le había dicho que ninguna, y se había puesto otra vez a explicarlecómo era que funcionaban los kentukis y a hacerle preguntas sobre qué habíavisto y en qué ciudad había quedado asignada y cómo la habían tratado. Erauna curiosidad sospechosa, en general a su hijo no le interesaba nada la vidade su madre.-¿Estás segura de que eres conejo? -volvió a preguntarle su hijo.Emilia recordaba haber oído algo de «linda conejita », recordaba la caja quela chica le había mostrado y entendía, ahora que alguien se había tomado eltrabajo de explicárselo, que lo que ella estaba manejando era un peluche conla forma de algún animal. ¿Serían animales del horóscopo chino? ¿Quesignificaba entonces ser conejo y no ser, por ejemplo, serpiente?«Me encanta cómo hueles ».La chica acercó demasiado su nariz a la cámara y la pantalla de Emilia seoscureció un segundo.¿A qué olería?«Vamos a hacer muchas cosas juntas. ¿Y sabes lo que vi en la calle hoy? ».Contó algo que había pasado frente al supermercado. Aunque parecía unatontería, Emilia intentaba entender, seguía las letras amarillas de la pantallapero el traductor iba demasiado rápido. Le pasaba lo mismo que en el cine: silas oraciones eran muy largas desaparecían antes de que pudiera terminar deleerlas.«Y el día está precioso -dijo la chica- ¡mira!» .La levantó sobre su cabeza, alzándola hacia la ventana, y por un momentoEmilia vio una ciudad desde lo alto: las calles anchas, las cúpulas de algunasiglesias, los canales de agua, la fuerte luz roja del atardecer cubriéndolo todo.Emilia abrió grandes los ojos. Estaba sorprendida, era un movimiento que nohabía esperado y la imagen de esa otra ciudad la impactó. Nunca había salidodel Perú, jamás en toda su vida si descontaba el viaje a Santo Domingo para elcasamiento de su hermana. ¿A qué ciudad la habrían asomado? Quería volvera verla, quería que la alzaran otra vez. Accionó las ruedas del kentuki para unlado y para el otro, giró la cabeza varias veces, lo más rápido que pudo.«Puedes llamarme Eva », dijo la chica.Volvió a pararla en el piso y se alejó rumbo a la cocina. Abrió la heladera yalgunos cajones, empezó a preparar su comida.«Espero que te guste el almohadón que te compré, mi gordita ».Emilia dejó un rato al kentuki mirando a la chica, quería estudiar atentamenteel controlador. ¡Que me alce de nuevo!, pensaba, ¡que me alce de nuevo! Noentendía cómo comunicarse con ella. ¿O sería que, en su condición de conejo,solo le tocaba escuchar? ¿Cómo cuernos se hacía hablar a esos animalitos?Ahora sí tenía preguntas que hacer, pensó Emilia. Si no lograba hacérselas ala chica, llamaría otra vez a Hong Kong y se las haría a su hijo. Ya eramomento de que el chico se hiciera un poco más responsable de las cosas quele enviaba a su madre.Unos días más tarde descubrió que estaba en Erfurt, o había grandesposibilidades de que el sitio donde se movía su kentuki fuera una pequeñaciudad llamada Erfurt. Había un almanaque de Erfurt pegado en la heladerade la chica, y estaban las bolsas que llegaban al departamento y que elladejaba en el suelo por días, «Aldi-Erfurt», «Meine Apotheke in Erfurt». Emilialo había googleado: Erfurt tenía, como únicos atractivos turísticos, un puentemedieval del siglo XIII y un monasterio por donde había pasado MartínLutero. Quedaba en el centro de Alemania y a cuatrocientos kilómetros deMúnich, la única ciudad alemana que en realidad le hubiera gustado conocer.Hacía ya casi una semana que se paseaba unas dos horas al día por eldepartamento de Eva. Se lo había contado a sus amigas en el café de losjueves, después de natación. Gloria preguntó qué era eso que Emilia llamaba«Kentuki», y en cuanto se lo explicaron decidió que compraría uno para sucasa, para las tardes en que cuidaba a su nieto. Inés, en cambio, estabahorrorizada. Juró que no pisaría la casa de Gloria si compraba ese aparato. Loque quería saber Inés, y lo preguntó varias veces golpeando la mesa con eldedo índice, era qué tipo de reglamentación implementaría el gobierno conuna cosa así. No se podía contar con el sentido común de la gente, y tener unkentuki circulando por ahí era lo mismo que darle las llaves de tu casa a undesconocido.-Además no entiendo -dijo Inés al final-, ¿por qué no te buscas un novio envez de andar arrastrándote por el piso de una casa ajena?Inés era torpe para decir las cosas, a veces a Emilia le costaba perdonarla. Sequedó un rato mordiendo la bronca, pensando en ese comentario incluso yaen su casa, mientras enjuagaba y colgaba su toalla de natación. Sin Gloria,concluyó, su amistad con Inés no habría durado ni un día.Para el final de la semana, Emilia ya había establecido una nueva rutina.Después de lavar los platos preparaba un poco de té y se encendíapuntualmente en el departamento de Eva. A Emilia le parecía que la chicaempezaba a acostumbrarse a ese horario tardío pero regular en el que elladespertaba al kentuki. Entre las seis y las nueve de la noche del horarioalemán, Emilia circulaba alrededor de las piernas de la chica, atenta a lo quepasaba. El sábado, de hecho, cuando Emilia despertó y la chica no estaba,encontró un cartel pegado a la pata de una de las sillas, a unos centímetrosdel piso. Tuvo que transcribirlo en su teléfono, letra por letra, para entenderlo que decía, y le alegró confirmar que era para ella:«Mi Pupi: Yo estoy al súper yendo. Sin retardo, vuelvo yo en treinta minutos,ya fácil. Con atención, tu Eva ».Le hubiera gustado tener el papel original, con la letra fina e inclinada de lachica para pegarlo en su heladera, porque a pesar del alemán, de la tintafucsia y brillante, era una escritura sofisticada, algo que podría haber enviadoun pariente lejano o alguna amiga desde el extranjero.La chica le había comprado un juguete para perros pero, como Emilia no lousaba, solía dejarle cerca otro tipo de objetos para ver si alguno la tentaba.Había un ovillo de hilo que a veces empujaba y un pequeño ratón de piel cuyafuncionalidad Emilia no terminaba de descifrar. Aunque le agradecía la buenaintención, lo que a ella realmente le interesaba era ver las cosas que la chicatenía en el departamento. Se asomaba con ella cuando acomodaba lascompras en las alacenas, cuando abría el mueblecito del baño, o el armariofrente a la cama. Miraba sus decenas de zapatos mientras Eva se preparabapara salir. Si algo le llamaba la atención, Emilia ronroneaba alrededor de lachica y ella lo dejaba un rato en el piso. Como ese masajeador de pies que unavez le había mostrado. No tenía nada que ver con lo que podía conseguirse enLima. Era muy decepcionante que su hijo siguiera mandándole perfumes yzapatillas deportivas cuando podría hacerla tan feliz con un masajeador depies como ese. También ronroneaba para que Eva la alzara, o si quería que lasacara de la cucha. En Lima, en el supermercado, una tarde en que había idoa comprar sus galletitas de coco y granola y había encontrado el estantevacío, ronroneó también en silencio, para sí misma. Se avergonzó deinmediato, preguntándose cómo podía andar haciéndose la conejita encualquier sitio. Entonces una de sus vecinas cruzó el pasillo y Emilia la vio tanvieja, gris y coja, murmurando desgracias por lo bajo, que recuperó ciertadignidad. Estaré loca pero por lo menos estoy actualizada, pensó. Tenía dosvidas y eso era mucho mejor que tener apenas media y cojear en picada. Y alfinal, qué importaba hacer el ridículo en Erfurt, nadie la estaba mirando ybien valía el cariño que obtenía a cambio.La chica cenaba alrededor de las siete y media mirando las noticias. Llevabasu plato al sofá, se abría una cerveza, alzaba al kentuki y lo ponía junto a ellaun rato. Entre los almohadones, era casi imposible para Emilia moverse,aunque podía girar la cabeza y mirar el cielo por la ventana o estudiar a Evamás de cerca: la textura de lo que llevaba puesto, cómo se había maquillado,las pulseras y los anillos, e incluso podía ver las noticias europeas. Noentendía nada -el traductor solo se ocupaba de la voz de Eva-, pero lasimágenes eran casi siempre suficientes para formarse una opinión sobre loque estaba pasando, en especial cuando no había mucha gente en el Perúsiguiendo las noticias alemanas. Hablando al respecto con sus amigas y en elsupermercado, se dio cuenta enseguida de que manejaba informaciónexclusiva y de que la gente no solía estar al tanto de la actualidad europea entodo su detalle.Día por medio, alrededor de las nueve menos cuarto, la chica se vestía parasalir y dejaba a Emilia sola. Antes de apagar las luces, la llevaba hasta sucucha. Emilia sabía que, una vez ahí, difícilmente podía volver a moverse, asíque a veces intentaba escapar antes de que la levantaran, corriendo de acápara allá, metiéndose debajo de la mesa.«¡Vamos, gordita, que se me hace tarde!» , decía Eva, que aunque en algunaocasión terminara enojándose, solía reírse mientras intentaba atraparla.Le contó esto a su hijo y el chico se alarmó.-¿O sea que te paseas el día entero detrás de ella y cuando la chica se va tequedas en esa almohada para perros?Emilia estaba comprando en el súper y el tono del chico la asustó. Se detuvocon su carrito, preocupada, acomodó el teléfono en su oreja.-¿Lo hago mal?-¡Es que entonces no te estás cargando, mamá!No entendía bien de qué le estaba hablando su hijo, pero le gustaba que,desde que tenía el kentuki, si le mandaba mensajes con sus dudas yprogresos, o comentándole lo que hacía la chica, él contestaba enseguida.Emilia se preguntaba si su hijo habría sabido de antemano que regalarle unkentuki lo acercaría a su madre, o si el regalo le estaba dando más problemasde los que había calculado.-Mamá, si no te cargas cada día vas a terminar quedándote sin batería, ¿note das cuenta?No, no se daba cuenta. ¿De qué tenía que darse cuenta?-Si la batería llega a cero se pierde la vinculación de los usuarios, ¡y adiósEva!-¿Adiós Eva? ¿No puedo volver a encenderme?-No, mamá. Se llama «caducidad programada».-Caducidad programada...Estaba en la góndola de enlatados cuando repitió esas dos palabras y elrepositor la miró con curiosidad. Su hijo se lo explicó todo otra vez, hablandomás fuerte al teléfono, como si el problema de Emilia fuera auditivo. Al finentendió, y le confesó desconcertada que hacía una semana que circulaba conel kentuki sin cargarse. Él suspiró aliviado.-Te está cargando ella -dijo-, menos mal.Emilia meditó esto mientras esperaba para pagar. Entonces, cuando ella seiba a la cama y dejaba a su kentuki en la cucha hasta el día siguiente, la chicalo sacaba de ahí, lo calzaba en el cargador y una vez que la carga secompletaba volvía a dejarlo en su sitio. Emilia movió los duraznos que habíanquedado debajo de las latas de arvejas y los puso arriba para que no segolpearan. Así que, cada día, alguien en la otra punta del mundo hacía esopor ella. Sonrió y guardó su teléfono. Era toda una atención.

KentukisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora