Alina se sentó en las escaleras, cerca de las piletas, y se quitó las zapatillaspara que el calor de la laja le secara la humedad de los pies. Pensó enCarmen, que decía que los artistas siempre olían mal. Eran tan guapos comolos dioses del Olimpo, «guapos y locos» -lo decía de mala manera-, peroolían como el mismísimo infierno, y cada vez que alguno venía por un libroCarmen tenía que ventilar toda la biblioteca. ¿Olería ella tan mal como losartistas después de diez kilómetros de corrida? Estaba sentada en el últimoescalón de los terraplenes. Del otro lado de las piletas, un kentuki bordeaba lasombra exterior de la sala de exposiciones y se alejaba hacia la galería.Ahora había kentukis por todas partes. Alina había contado cinco. Unos díasatrás, la loca de las instalaciones de corcho se había llevado de la cocina unkentuki topo que no era el suyo, y el ruso, que tenía un topo del mismo color,se había llevado el de ella. Sven se lo contó con lujo de detalles. Ninguno delos dos artistas se había dado cuenta del intercambio. Hasta que el «ser» deltopo del ruso, es decir, el ser del kentuki que ahora tenía la loca de loscorchos, mandó un mensaje de audio al teléfono de su amo. Era la primeravez que el ruso escuchaba esa voz, no sabía de quién era el mensaje ni en quéidioma le estaban hablando. Lo hizo escuchar en la cena y la pareja defotógrafos chilenos dijo que sonaba a galés -la madre de ella era galesa, y loreconoció enseguida-. Así que el ruso se lo reenvió a la chilena y la chilena asu madre, que hizo la traducción grabando el mismo mensaje pero en español,que la chilena hizo el favor de repetir en inglés para todos, intentandomantener la entonación de su madre. El mensaje decía: «¡O me sacas de lasmanos de esta loca, o me desconecto!». La mujer de los corchos estaba entrelos curiosos. Tardó unos segundos en entender que se referían a ella,después, furiosa, agarró a su kentuki -es decir el kentuki del ruso- y lo pisócon todas sus fuerzas. El primer golpe solo lo acostó sobre el piso -el rusointentó rescatarlo-, con el segundo golpe, el taco dio directamente en lacámara y hundió la cara del bicho hasta abrir la lata. La apartaron eintentaron tranquilizarla. En la distracción, el otro kentuki desapareció ynadie volvió a verlo. El golpeado había sobrevivido, chillaba, y el ruso se alejócon él en los brazos, calmándolo con lo que a Sven le pareció el arrorró másescalofriante que había oído en su vida. Cosas como esas eran las únicas delas que Sven hablaba esos días. De artistas y kentukis. Alina se limitaba aescuchar.Subió a su habitación y se duchó. Después, sentada frente al escritorio, seestiró en su silla, se agarró el pelo en un gran rodete y consultó los ahorros desu cuenta bancaria. Quería volverse a Mendoza antes de tiempo, aunqueestaba muy justa con el dinero.-¿Seguro que estás bien? -seguía preguntando su madre en el chat.Le enviaba caritas con besitos, sandías y gatitos, pegaba fotos de sussobrinas.Alina decía que sí y contestaba con calaveritas.Carmen le había prometido que el día de Muertos sería lo mejor que lepasaría en toda su estadía. No le permitiría irse sin antes ver lo buenos queeran los oaxaqueños celebrando. Ahora tomaban café en el kiosco casi todaslas tardes. Alina propuso bajar juntas a Oaxaca la noche del día de Muertos.Sería un buen plan, podrían pasear de bar en bar y quedarse por ahí hasta lamadrugada. Por un momento Carmen sonrió. El plan era bueno, pero Alina seolvidaba de que Carmen, además de bibliotecaria, era madre, madre de dosnenes amos de kentukis. Tocaba noche en vela.-¿Noche en vela?-Son tonterías de los chicos -dijo Carmen-, lo del boicot de kentukis.Quieren pasar la noche abrazados a sus gatitos para asegurarse de que no lespase nada. Quieren clavar tablas en las ventanas y apagar dentro las luces,como si fuera un bendito ataque zombi.Carmen terminó su café de un largo sorbo y se quedó mirando el monte.-Y el padre -dijo-, en vez de calmarlos le compró a cada uno una mochilade emergencia con linternas, bolsas de dormir, pistolas de tinta roja... Ya veslo que me espera.Apenas Alina regresó a la habitación, encendió su tablet y googleó «boicot»,«kentukis», «día de Muertos». El Coronel estaría a punto de volver de lostalleres y tocar la puerta, pero lo que acababa de oír tenía ahora toda suatención. Aparentemente el movimiento había nacido en Las Brisas, un barriode Acapulco de calles angostas y casas de diseño repletas de palmeras, unode los veinte barrios del mundo donde, según el Financial Times , una de cadacuatro familias tenía al menos un kentuki en su casa. Las encuestas revelabanunas nueve pérdidas semanales que, en un barrio chico como ese y losuficientemente adinerado como para reponer las bajas de inmediato,empezaba a ser un problema. Los jardines eran demasiado pequeños paraandar enterrando bichos y la gente no quería tirarlos a la basura. Cerca, en lazona de Unta Brujas, una madre con dos hijos desconsolados había cavado enuna esquina arbolada -que era lo más parecido a un espacio público quepodía encontrarse en kilómetros a la distancia- una suerte de tumba, dondehabían velado dos kentukis panda. Unos días después, más tumbasaparecieron alrededor de la primera. El espacio no podía alojar muchos máscuerpos, y aun así pronto se vio en Las Brisas más tumbas por acá y por allá,en las pocas plazoletas públicas que había y, extendiéndose ya a otros barrios,en el largo bulevar de la avenida Miguel Alemán.La junta municipal ordenó al departamento de arbolados que levantaran lastumbas y repararan el daño público. Una pareja de ancianos se habíaplantado al día siguiente frente a la municipalidad a reclamar el cuerpo de sukentuki. En las redes la gente estaba indignada, pero nadie volvió a enterrarbichos por ahí. Un sociólogo rockstar de la televisión llamó a un entierromasivo en cada estado de México la noche del día de Muertos. Su hermano -reggaetonero antiimperialista, abanderado del partido político que le mordíalos talones al oficialismo- había terminado su último recital con unacontrapropuesta inquietante, gritando al micrófono: «¡No entierren a losmuertos, entierren a los vivos!», lo que había generado una confusa discusiónen los medios. Al final, previsiblemente, los ánimos se habían calmado y elrevolucionario boicot se había ido perdiendo entre noticias políticas muchomás alarmantes. Solo en las redes más jóvenes la inquietud quedó latente,compensándose enseguida las angustias con un pico de ventas de toda clasede accesorios relacionados con la supervivencia para chicos de entre ocho aquince años.Cuando el Coronel Sanders dio sus golpes en la puerta, Alina guardó en susfavoritos lo que había leído y se levantó para abrir. Giró la llave y lo dejóentrar, se veía raro sin sus alitas. Tenía un cascote de tierra trabado en unade sus ruedas, que giraba con dificultad. Alina no dijo nada y lo dejó alejarsehacia el cargador. La base seguía junto a la cama pero, desde hacía unos días,Sven la había movido al lado de él. Lo había hecho mientras ella dormía. Alinase sacó sus sandalias y se tiró en la cama. Hacía una semana que, antes deapoyar su cabeza en la almohada, la levantaba para asegurarse de que Svenno hubiera dejado nada debajo. Extrañaba sus manos grandes y cuadradas, ycada vez se le ocurría que quizá, por qué no, él también podría haberle dejadoalgo. Sus cáscaras o cualquier otro tipo de señal, quizá algo tan minúsculoque ella era incapaz de detectarlo. Después se acostaba y se quedaba mirandoel techo.¿Qué era lo que había estado esperando, tantos días y semanas cruzada debrazos sobre la cama matrimonial de esa residencia artística? ¿Algo inédito enSven? ¿Algo inédito en ella? Y los kentukis... Eso era lo que más la enfurecía.¿De qué se trataba esa estúpida idea de los kentukis? ¿Qué hacía toda esagente circulando por pisos de casas ajenas, mirando cómo la otra mitad de lahumanidad se cepillaba los dientes? ¿Por qué esta historia no se trataba deotra cosa? ¿Por qué nadie confabulaba con los kentukis tramas realmentebrutales? ¿Por qué nadie metía un kentuki cargado de explosivos en unadesbordada estación central y hacía volar todo en pedazos? ¿Por qué ningúnusuario de kentuki chantajeaba a un operador aéreo y lo obligaba a inmolarcinco aviones en Frankfurt a cambio de la vida de su hija? ¿Por qué ni un solousuario de los miles que circularían en ese momento sobre papeles realmenteimportantes tomaba nota de un dato de peso y quebraba la bolsa de WallStreet, o se metía en el software de algún circuito y hacía caer, a una mismahora, todos los ascensores de una decena de rascacielos? ¿Por qué ni una solamísera mañana amanecían muertos un millón de consumidores por una soladecena de litros de litio volcados en una fábrica brasileña de lácteos? ¿Porqué las historias eran tan pequeñas, tan minuciosamente íntimas, mezquinasy previsibles? Tan desesperadamente humanas. Ni siquiera el boicot del díade Muertos resultaría. Ni Sven cambiaría por ella sus monocopias. Ni ellacambiaría por nadie sus estados de fragmentación existencial. Todo se diluía.Compraría sus vuelos de regreso para los primeros días de noviembre,concluyó Alina. Así, asistiría sin pena ni gloria a la bendita exposición de Svensobre la que tanto se estaba hablando en los pasillos y, uno o dos díasdespués, se subiría a un avión y se escondería en su querida Mendoza parasiempre. Al kentuki se lo llevaría con ella. Durante el vuelo, pensó, lo pondríaen los compartimentos superiores de la cabina, pero nunca lo bajaría delavión. Que otras tetas que no fueran las suyas quedaran azarosamentedestinadas al Coronel.Había mucho que contar.
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Kentukis
Ficción GeneralKentukis es la segunda novela de la escritora argentina Samantha Schweblin, publicada en octubre de 2018 bajo la editorial Penguin Random House. La novela sigue la historia de distintos personajes de diversos países, y cómo sus vidas son atravesadas...