Capítulo 22. Niñas.

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Sus dos hijas se plantaron frente a la góndola de los kentukis. Estaban en elsupermercado, unidas por primera vez en un berrinche conjunto. La máschica cumpliría cuatro en unos meses y quería su regalo por adelantado, lamás grande decía que el kentuki le serviría para estudiar, que alguien en sugrado ya tenía uno y le ayudaba con la tarea. Al final acordaron comprar unopara las dos, un cuervo verde flúor con antifaces amarillos.-¿Prometen compartirlo? -Sus hijas gritaron de emoción-. Bueno, se loscompro si lo abrimos después de la cena.Al menos, pensó la madre, aprenderían que unir fuerzas tiene sus ventajas,aunque a la larga estos descubrimientos atentaran siempre contra lo poco quequedaba de su propio bienestar.Afuera seguía lloviendo, todavía estaba anunciada una semana más de lluviasobre todo Vancouver y le inquietaba pensar qué haría con sus hijas hasta queempezaran las clases.Ya en la casa, mientras acomodaba las compras y calentaba la comida, sushijas vaciaron la casita de muñecas arrancando paredes y entrepisos y, conuna donación conjunta de medias, hicieron un colchón en lo que antes fuera lacocinita.-Tener su propio espacio lo hará un ser más independiente -dijo la másgrande mirando el resultado final.La menor asintió con seriedad.Comieron rápido, escuchando las consignas de la madre. Después hicieronsus preguntas. ¿Podían llevarlo al colegio? No. ¿Podía ser el kentuki el que lascuidara los viernes, en lugar de la tía Elizabeth y sus fideos blandos conbrócoli? No. ¿Podían bañarlo con ellas? No, no se podía hacer ninguna de esascosas. Abrieron el paquete en el living. La más chica jugó un rato con elcelofán, enroscándoselo en el cuello y en las muñecas con sumaconcentración. La más grande enchufó el cargador y calzó el kentukicuidadosamente. Mientras la conexión se establecía, la madre leyó el manualsentada sobre la alfombra, con sus hijas a su espalda curiosas por los gráficosy algunas especificaciones, cada una amarrada a uno de sus hombros, con susalientos dulces y nerviosos acariciándole las orejas. Lo disfrutó también, a sumanera. Tenerlas así era algo muy parecido a la paz, las tres juntas, las risitasy sus manitos suaves acariciándole los brazos, tocando la textura del manual ylos cartones de la caja. Al final, se pasaba la vida empujando sola haciaadelante, y los segundos como estos se le escapaban siempre entre los dedos.El cuervo se encendió y sus hijas se rieron. La más chica corrió en el lugar,apretando los puños de alegría y ansiedad, haciendo sonar los celofanes quetodavía llevaba de pulseras. El kentuki giró sobre su eje una vuelta, y otra,y otra. No se detenía. La madre se acercó, temerosa al principio, y lo levantópara comprobar que no estuviera atorado en nada. Finalmente, pensó,también hay alguien del otro lado intentando entender cómo se controla esteaparato. Pero cuando lo apoyó otra vez en el piso, el kentuki chilló, y fue unchillido agudo y rabioso. No se detenía. La más grande se tapó los oídos y lamás chica la imitó. Ya no sonreían. El kentuki volvía a girar sobre una de susruedas, más y más rápido, y la madre sintió el chillido áspero en sus dientes.-¡Basta! -gritó.El cuervo dejó de girar y fue derecho hacia sus hijas. La mayor se hizo a unlado y la menor, arrinconada contra una esquina del living, apoyó la espalda ylas manos contra la pared y gritó en puntas de pies, aterrada, mientras elkentuki golpeaba contra sus pies descalzos una y otra vez. La madre lolevantó en el aire y lo revoleó al medio del living, el aparato logró ponerse depie y, sin dejar de chillar en ningún momento, volvió a salir en la mismadirección. La mayor se había subido al sillón, la chiquita seguía inmóvil contrala pared. Gritó al ver al kentuki ir directo hacia ella, gritó de miedo y cerró losojos con tanta fuerza que su madre dio un salto hacia ella sin pensarlo. Antesde que el cuervo volviera a golpearla, la madre estiró su mano hacia la repisa,levantó una lámpara de su pesada base de mármol y la bajó de un golpecontra el kentuki. Todavía la levantó un par de veces más para golpearlohasta que acabaron los chillidos. Destrozado sobre el parqué, el muñecoparecía ahora un extraño cuerpo abierto de felpa, chips y gomaespuma. Unaluz roja parpadeaba agonizante debajo de una pata desmembrada mientras,aferrada todavía contra la pared, a la hija menor se le caían las lágrimas ensilencio. Cuando el LED del K087937525 finalmente se apagó, su conexióntotal fue de solo un minuto y diecisiete segundos.

KentukisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora