Había conseguido el número de urgencias de la policía de Erfurt. Si el alemánse ponía violento con Eva, ella ya sabía adónde llamar. Todavía no podía darninguna dirección -eso lo tenía claro-, y si en Erfurt no entendían surudimentario inglés, tampoco serviría de mucho. Sin embargo, se sentíapreparada para lo que fuera. Mantenía su teléfono siempre cerca: si algopasaba, Emilia grabaría inmediatamente un vídeo de lo que ocurría en Erfurt.No tenía claro si en Alemania se podía inculpar a alguien con un vídeodoméstico, pero si Eva llegara a necesitar alguna vez pruebas de algún tipo,ella las tendría.Aun así, asumía sus limitaciones, y contaba con que pronto se le ocurrieraalgo más. Klaus -así se llamaba el alemán- ya no se metía con ella. Su hijole había explicado que el controlador no lo traducía porque solo se enfocabaen el timbre de voz del amo. Así que era fácil ignorar a Klaus cuando estabacon la chica. Cuando el alemán no estaba, ella aprovechaba para circular porla casa con diligencia, atenta a las cosas que había a su alcance y a lasposibilidades que le ofrecían. Seguía a Eva de cerca, ávida de toda nuevainformación, atenta a cualquier cosa que la chica pudiera decir o hacer, y quele diera una nueva pista para su plan.«Estás inquieta, mi gordita, ¿qué pasa?», preguntaba Eva.Si Emilia ronroneaba, Eva dejaba de hacer lo que estuviera haciendo ypellizcaba la panza de la conejita. Que su ama pensara que ella solonecesitaba un poco de amor era una recompensa práctica y estimulante.Antes de sentarse frente a su computadora, Emilia se preparaba su té y subíala calefacción. Los días empezaban a enfriarse y sabía que, una vez sentada yencendida en Erfurt, ya no encontraría el momento para levantarse. Llamó asu hijo después de esa jornada.-Quiero mandarte una foto de Eva -le dijo-, está guapísima.Su hijo le explicó que no podían tomarse fotos desde el kentuki. Dijo que era«un tema de privacidad» y que todo estaba «encriptado». Emilia pensó quequizá su hijo estaba celoso, y se descubrió a sí misma sonriendo.-Ningún problema -dijo-, tomo una foto de la pantalla, mañana te mandoalgunas.Su hijo hizo un silencio, quizá sorprendido por la rapidez con que su madreresolvía estos problemas tecnológicos. Y entonces, con la voz pausada dequien empieza una confesión, le habló de su kentuki. No del kentuki que ellatenía en Erfurt, sino del de él. Junto a la tarjeta de conexión de Emilia habíacomprado también un kentuki, aunque no fue hasta que la vio tan contentacon su dispositivo que se animó a encenderlo. Además, tener él también unaconexión lo ayudaba a ver más claramente las inquietudes y las dudas queella le planteaba.-Pero... -dijo Emilia, cuando en realidad quería preguntar desde cuándo, ysi también era en Erfurt, y si no sería que ahora eran vecinos y podíanaprovechar para verse un poco más seguido.-Escucha esto, mamá. ¿Sabes lo que hizo ayer?Emilia tardó en entender de quién estaban hablando. Hecha la confesión, suhijo pareció perder el miedo y empezó a hablar sin parar sobre esas últimassemanas -un mes, prácticamente, dedujo ella enseguida-, soltándole sinculpa todo lo que le había estado ocultando. Emilia fue hasta el comedor conel teléfono y se sentó frente a la mesa, como cuando tenía que ordenar lasfacturas del gas y del agua y necesitaba espacio suficiente para que nada sele escapara. La voz de su hijo decía que su kentuki le había mandado unatorta helada de chocolate para su cumpleaños.-¿Le pasaste la dirección? -preguntó ella alarmada.¿Cómo había podido pasar tanto a sus espaldas? En el fondo, Emilia intentabahacer algo con la angustia que se le había atorado en la garganta. ¿Y qué tipode madre era ella, que nunca se le había ocurrido mandarle una torta a suhijo para su cumpleaños? ¿Habría pensado él en eso?-No, no. No le di ninguna dirección, mamá. Lo que pasa es que, desde elbalcón de mi departamento, vio que el Young Kee Restaurant está justoenfrente, y se acordó que había estado ahí en un viaje a Hong Kong, con sumarido.¿Desde el balcón del departamento de su hijo? ¿Era una mujer casada? Hizoun gran esfuerzo para no interrumpirlo.-Es vieja pero muy viva. -Emilia tragó saliva. ¿Vieja pero viva? Entoncesqué era lo que ella no era para su hijo, ¿vieja o viva?-. Con eso calculó ladirección de mi edificio y mandó una torta helada de chocolate a cada uno delos departamentos. Hay dos al frente y dos detrás por cada piso, ¡son treinta ydos tortas, mamá!Emilia pensó que eso era mucho dinero. Y tardó un segundo más todavía endarse cuenta de que su hijo le había comprado a ella la conexión a un kentuki,y en cambio, para él, se había comprado un kentuki real, uno como el que Evatenía en Erfurt. ¿Prefería su hijo «tener» a «ser»? ¿Y qué le decía eso de supropio hijo? No quería descubrir nada incómodo, y aun así, si la gente podíadividirse entre los que eran «amos» y los que preferían «ser», laintranquilizaba estar del lado opuesto al de su hijo.-¿Y sabes qué es lo más gracioso?-¿Qué es lo más gracioso? -respiró profundo.-Que al pobre tipo que le tocó traer las tortas, y que estuvo subiendo ybajando por el edificio media mañana, mucha gente ni siquiera se lasaceptaba. Me dio dos extra cuando me entregó la mía.Emilia bebió un sorbo de té, todavía estaba demasiado caliente.-O sea que tienes tres tortas.Fantástico, pensó Emilia. Y su hijo dijo:-Te estoy mandando una foto de ella.«Ella». ¿Se refería a la torta o a la mujer? Emilia oyó un bip, miró el teléfono yabrió la foto. La mujer era una morocha grandota y robusta, parada en lapuerta de una casa de campo. Parecía tener la misma edad de Emilia.-Fue cocinera toda su vida -dijo su hijo-. También en la guerra de losBalcanes, cocinaba para la guerrilla croata. Te mando otra foto, mira...Emilia escuchó un bip más y decidió no abrir la nueva foto. ¿Podía ellamandarle un regalo ahora, casi una semana después?-Es de los noventa en Ravno, buscando minas antipersonas con dos soldados.¿No es fabulosa? ¿Viste las botas de campaña que tiene?¿Desde cuándo su hijo pensaba con semejante entusiasmo en las mujerestrabajadoras? Como si ella nunca, en toda su vida, le hubiera cocinado nada.¿O es que el sacrificio solo valía si tamizabas la harina en el medio de unaguerra y con un par de botas de hombre?Cuando al fin cortaron, Emilia se quedó un rato mirando la formica de lamesa. Aunque pensó en irse a la cama se sentía demasiado despabilada.Llamó a Gloria y le contó lo que su hijo acababa de confesarle. Gloria habíacomprado un kentuki para su nieto y les gustaba intercambiar anécdotas. Sehabían visto en natación esa mañana pero, como Inés ya no soportabaescucharlas hablar de los kentukis, ellas se hablaban por teléfono y dejabanlos ratos de natación para la política, los hijos y la comida. Si algo importantepasaba con sus kentukis, se despedían frente al portón del club haciéndoseseñas a escondidas de Inés, prometiéndose llamarse en cuanto estuvieransolas. Era divertido, y más de una vez aprovechaban para hablar también deInés, a la que querían muchísimo, por supuesto, pero a la que últimamentenotaban muy conservadora. Al final, como había dicho Gloria en su últimollamado, o te modernizás o la vida te pasa por encima.Le había contado a Gloria lo que había pasado con el alemán. Lo del sexo, lodel dinero que sacó de la billetera de Eva y cómo la corrió como si ella fuerauna gallina por el living y la metió debajo del chorro de agua. Gloria creía quese había salvado de milagro, una vecina había perdido a su kentuki lechuzadejándolo en el baño cuando se duchaba. Usaba el agua demasiado caliente,había que decirlo, quizá el vapor era peligroso para los modelos de animalitosque no eran originarios de zonas tropicales.-Pero esto que dices de tu hijo, no termino de entenderlo, ¿qué es lo que teinquieta tanto? -preguntó Gloria al teléfono.Emilia pensó en la última foto que el chico le había mandado, en las botas deguerra de la mujer. No sabía qué era realmente.-Cómprate uno -dijo Gloria.¿Qué solucionaba eso? No iba a comprarse un kentuki. No era ese tipo depersona y además no tenía el dinero.-Son carísimos -dijo Emilia.-Hay gente que los vende usados en internet. A mitad de precio. Teacompaño a buscarlo.-No quiero algo que alguien ya no quiere. Además, yo no soy de las quequieren «tener» -dijo, pensando en las botas de la mujer del kentuki de suhijo-. Yo soy más bien de las que «son».Lo pensó durante ese día, y el siguiente. El jueves, antes de conectarse aErfurt, paseó por algunos clasificados. No había muchos, pero había. La granmayoría estaban anunciados en la sección de mascotas y de tanto ver fotos deanimalitos Emilia se preguntó si no sería mejor adoptar un perro o un gato,aunque era cierto eso de que un kentuki no ensuciaría ni dejaría pelos, y queno había que sacarlos a pasear. Después de un gran suspiro cerró elexplorador y conectó el controlador del kentuki. Klaus estaba circulando otravez por la casa. Emilia se enderezó en su silla y se acomodó los anteojos. Se enfocaría en Erfurt y en la chica, que no estaba llevando su vida nada bien.De su propia vida y de la de su hijo se ocuparía más tarde, tenía todo el tiempo del mundo.
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Kentukis
General FictionKentukis es la segunda novela de la escritora argentina Samantha Schweblin, publicada en octubre de 2018 bajo la editorial Penguin Random House. La novela sigue la historia de distintos personajes de diversos países, y cómo sus vidas son atravesadas...