Cuando al fin llegó a Buenos Aires, supo que su tío ya había dejado de hablar.En la puerta del departamento, una enfermera le abrió, le sostuvoamablemente el abrigo y le preguntó si había viajado bien y si quería tomarun té antes de ver a su tío. Claudio aceptó. Durante el vuelo se habíaimaginado varias veces entrando directamente a la habitación y dándole alviejo un buen abrazo -no se pondría sentimental, intentaría algo de esehumor negro con el que siempre se habían comunicado-, pero la enfermerale puso el té en las manos, le señaló una silla e intentó explicarle un poco lasituación: lo que oía en el cuarto de al lado no eran ronquidos, sino la únicaforma en la que su tío lograba respirar. Su cuerpo estaba demasiado rígido y,al pensar en esa palabra, Claudio sintió su propio cuerpo endurecerse.Después pensó: «Está despierto, está escuchando esta conversación».En el piso, detrás de la silla de la enfermera, vio un cargador. Se parecía a labase redonda de su pava eléctrica, la que se había comprado recién llegado aTel Aviv. Así recordó que unos tres meses atrás, en el mismo local y bajo larecomendación de una insistente vendedora, le había comprado un kentuki asu tío y se lo había mandado por un conocido. No había hablado con él desdeentonces.La enfermera continuó.-No creo que pase la noche -dijo, y miró su reloj-, tengo que dejar esteturno en veinte minutos y antes necesito explicarle algunas cosas.Claudio dejó el té sobre la mesa.La enfermera le mostró dónde estaba la morfina y cómo inyectarla. Le pasósus datos y los números de emergencia por si algo ocurría, aunque le sugirió, muy delicadamente, que era tiempo de dejarlo ir. Le dio un sobre que el padrede Claudio había dejado para él la semana anterior, cuando también pasó porBuenos Aires para despedirse de su hermano.-Dijo tu padre que es todo lo que vas a necesitar para la funeraria.Solo entonces Claudio comprendió que también le tocaría eso. El nudo oscuroque tenía atorado entre la garganta y el pecho y que lo había acechado en elaeropuerto, amenazó con ahogarlo. Tomó aire y lo contuvo. Se dijo que seocuparía del nudo en otro momento.La enfermera se fue y Claudio se quedó un rato de pie, en el medio del living.Se dio cuenta de que ya no era tan fácil correr a la otra habitación a darle eseabrazo a su tío. Lo oía roncar, o respirar, y ahora que sabía lo que significabaese sonido le costaba soportarlo. Se hacía más intenso a veces, se consumía afalta de aire.Otro ruido lo distrajo y en lugar de ir hacia el cuarto se alejó hacia la cocina.Parecía que la enfermera había olvidado algo encendido. Se asomó. Era unruido suave e intermitente, ocasional. Cuando descubrió el kentuki loentendió. En Tel Aviv había incluso gente que circulaba con ellos por larambla, pero nunca había reparado en cómo sonaban al moverse. Estabaescondido debajo de la pequeña mesa de desayuno. Se agachó, lo llamóchasqueando los dedos y este, en lugar de acercarse, se alejó hacia el otrolado. El pequeño display que tenía entre las ruedas traseras estaba rojo y sinembargo el kentuki no parecía tener ninguna intención de ir hasta su base decarga. En cambio, se arrinconó en otra esquina de la cocina. Le parecióextraño, pero qué sabía él de esos muñecos. Volvió a acercarse, el kentuki lomiraba inmóvil, no tenía adónde escapar. Lo tocó con el dedo, dándole unosgolpecitos en la frente. Nunca había mirado uno con atención y se preguntóqué pensarían sus profesores de nanotecnología del Instituto Weizmann sisupieran que él, en un rapto de nostalgia y ternura, le había regalado a su tíoun aparato como ese.Regresó al living y la respiración de su tío lo obligó a ir hacia el ventanal ysalir un momento al balcón. El sonido ronco le llegaba ahora desde la ventanade la habitación. Dos anchos listones de madera hacían de baranda sin llegara tocar el piso. Claudio se apoyó y, por debajo, asomó al vacío las puntas desus zapatos. Era algo que siempre había hecho en ese balcón, desde que erachico. El tránsito de la avenida Cabildo esperaba en los semáforos. ExtrañabaBuenos Aires y, parado donde estaba, también extrañaba su nueva ciudad.Según Google Maps, vivía a 11 924 kilómetros de la casa de su infancia, perohacía muchos años que la casa de su infancia tampoco existía.Le costó regresar al living. Una vez dentro ya no encontró con qué másdemorarse, así que se asomó a la habitación. El cuerpo de su tío estaba bajolas mantas estiradas con prolijidad hasta el pecho. La cabeza se arqueabaextrañamente hacia atrás, al servicio del ronquido. Se quedó un rato en elumbral, sorprendido de lo silenciosa que era su propia respiración. Al fin dioun paso hacia la cama.-Hola -dijo Claudio.Lo dijo porque pensó que su tío no podía oírlo. Entonces la mano derecha selevantó hacia él y la palma de la mano lo llamó, abierta. Claudio tragó saliva.Acercó una silla y se sentó junto a él.-Me gusta tu kentuki -dijo Claudio.Y en un movimiento evidentemente desmesurado para su estado, su tíolevantó ambas manos y las estiró hacia la ventana. Una mueca leve se dibujóen la esquelética quijada y las manos cayeron juntas, vencidas a los lados delcuerpo.-¿Necesitás más morfina?Quizá era la primera vez en su vida que él decía esa palabra. Su tío no negó niasintió, pero por sus ronquidos Claudio sabía que continuaba vivo. ¿Por quéhabría señalado tan desesperadamente la ventana? Se sentó en la silla y miróalrededor. Los estantes, bancos y mesas, que su tío solía tener colmados delibros y partituras, eran ahora impolutas superficies cubiertas de frascos,pastillas, algodones y pañales. Sobre la mesita de luz, un único objetopersonal casi tocaba su almohada: una caja de metal apenas más grande quela palma de una mano. Claudio no recordaba haberla visto antes y le parecióuna suerte de souvenir de alguna ciudad exótica del Medio Oriente, comoesas que su tío siempre había querido conocer. Aunque tuvo la tentación delevantarla no lo hizo, no quería inquietar a su tío. Estuvo sentado ahí unosveinte minutos más, oliendo todavía, en su propio cuerpo, la comida del avión.Cuando su tío dejó de respirar, los dedos de los pies, en la otra punta de lacama, se tensaron. Claudio se incorporó de un salto y se alejó de la cama. Porun rato, ninguno de los dos volvió a moverse. Después el silencio lotranquilizó, y el tránsito de la avenida regresó poco a poco. Llamó a lafuneraria, ellos se encargarían de enviarle un médico para el acta dedefunción esa misma tarde, y recogerían el cuerpo en la noche. Volvió aacercarse a la cama y tapó el cuerpo completamente con las sábanas. Eraextraño, sabía que esa muerte le iba a doler, pero no podía sentir nada.Levantó la cajita de metal y la abrió. Oyó, difusamente, el motorcito delkentuki moverse en la cocina. Dentro de la caja había cartas escritas a mano.Podrían ser en árabe, o en hebreo, en realidad Claudio no era capaz dediferenciarlos. Cada tanto, entre párrafo y párrafo, el nombre de su tíoaparecía escrito en letras que él podía reconocer. Había un anillo de plásticopequeño, como de cotillón, y estaba roto. Detrás de las cartas encontró fotos.Eran fotos de un chico de unos doce años. Tenía siempre la misma edad yestaban tomadas en lo que podría ser su habitación o el patio de su casa,parecían actuales. Era un chico guapo y cachetón, de tez oscura. Sostenía acámara objetos que -Claudio lo fue entendiendo poco a poco-,evidentemente su tío había ido enviándole. En la última, los ojos abiertos ybrillantes de felicidad, sus padres -uno desde cada punta- sosteníangraciosamente el órgano Yamaha de su tío y, frente a las teclas, el chico hacíacomo si tocara apasionadamente sobre él.Sintió otra vez el nudo oscuro. Dejó la caja y salió del cuarto. Necesitabarespirar. Cruzó el living y regresó al balcón. Se apoyó en la baranda y miróahogado el vacío, los coches en la avenida. Solo cuando reparó en que unazona del tránsito estaba detenida, vio al kentuki. Tardó en comprender lo queocurría, pero al final no tuvo dudas: había estallado once pisos más abajo,contra el pavimento, muy cerca del cordón. Dos mujeres hacían señas a loscoches para que no pisaran sus restos. Intentaban juntar las partes mientrasalgunos peatones miraban horrorizados. La conexión del K94142178 se habíaestablecido durante ochenta y cuatro días, siete horas, dos minutos y trecesegundos.
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Kentukis
Tiểu Thuyết ChungKentukis es la segunda novela de la escritora argentina Samantha Schweblin, publicada en octubre de 2018 bajo la editorial Penguin Random House. La novela sigue la historia de distintos personajes de diversos países, y cómo sus vidas son atravesadas...