Capítulo 19

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Leon se quedó dormido después, y por primera vez en años, no soñó con nada. Su oído agudo y atento decidió cesar la vigilia y le permitió a su cerebro apagarse por completo. Era como si Raccoon, España, Tall Oaks, China, todas sus misiones y toda su niñez no hubieran existido nunca, y tuviera el privilegio de ser tan solo un hombre común, corriente y agradecido de estar vivo.

Antes de conciliar el sueño había echado un vistazo a su compañera. La contempló respirar a su lado, y le pareció que se veía aún más bella cuando estaba dormida; inocente, impasible, muy vulnerable. Era la primera vez también que no se sentía vacío luego de haber tenido intimidad con una mujer, y la primera vez que pasaba la noche en una cama ajena sin estar contando los segundos para que se hiciera de día —o ideando una forma de marcharse en silencio en la madrugada. Estaba tranquilo y estaba feliz.

Le acarició la mejilla, delicadamente, para no despertarla, y se preguntó por qué nunca antes había intentado besarla. No se le había ocurrido. La abrazaba y jugaba a coquetearle, pero nunca con una intención seria, solo quería hacerla enojar un poco, hacerla reaccionar a su presencia. Quería que ella lo notara, quería tener su atención; sin cuestionar por qué, prefería no pensar en eso. La última vez que había admitido ser víctima de ese tipo de sentimientos le había dejado una especie de trauma. No obstante, aquella noche ni bien tocó su boca, supo que acababa de condenarse, ya nada volvería a ser lo mismo después de aquel beso. Las cosas avanzaron como si hubieran estado predestinadas para entregarse el uno al otro por completo, hasta que no hubiera nada ni nadie en el universo más que ellos dos, juntos y fundidos. Por años vivió convencido de que nunca iba a experimentar algo así, porque no existía, porque la existencia estaba limitada a la supervivencia. Ahora sabía que se había equivocado, y que nada merecía más la pena de vivir que haberla encontrado a ella.

Intentó imaginar lo que sucedería a la mañana siguiente. Amanecería el domingo, no tendrían que trabajar. Lo primero que iba a preguntarle sería si le gustaban los panqueques, porque él sabía de memoria la receta para unos excelentes. No estaría mal demostrar sus habilidades en la cocina, lo ayudarían a ganar más puntos. Por la tarde propondría ver una película, una de mafiosos, aburrida y larga, así podría verla dormir otra vez, apoyada en su pecho, escucharla respirar y acariciar su cabello, y más tarde quejarse porque lo hubiera dejado solo, y exigir que se lo compensara con un buen beso. Sí... le sonaba a un buen plan. Podía planear otras cosas también, iba a quedarse con ella hasta que los bomberos terminaran de analizar la seguridad en su edificio, lo cual tomaría no más de dos o tres días. Su forzosa estadía debía dejar un buen recuerdo. Le cruzó por la mente el diminuto deseo: "Ojalá el incendio hubiera sido más grande", solo un poco, para así alargar la excusa de ser su huésped, pero no le pareció muy humano de su parte fantasear con tal cosa. Se sintió culpable por este pequeño pensamiento egoísta, pero por lo demás, ya no veía ningún impedimento.

Para declarar la magnitud de sus sentimientos esperaría un poco más. No quería dar la impresión de estar precipitando las cosas. Antes tenía que invitarla a una cita con toda la formalidad de los más trillados cuentos de romance.Y un día, después de ser rechazado en múltiples ocasiones —como debía ser—, cuando ella por fin aceptara, la llevaría a caminar por el parque, hasta aquel sitio donde descansaba ese enorme libro de piedra rodeado por cadenas. No para fingir que conocía la historia de dicho monumento y lucir como todo un sabiondo guía turístico, solo le gustaba la vista del río que se apreciaba desde ese punto. Una vez estuvieran allí, y después de abrazarla con el pretexto de arroparla por el frío, le diría que la amaba; no con flores, no con música, no con verborrea rimbombante. Solo se lo diría...

"Te amo, Ekaterina..."

Sonrió por el sonido imaginario de las palabras en su cabeza, que chocaron como eco en las paredes de su cráneo y se replicaron cientos de veces. Y cuando dejaron de reverberar, la sospecha de que serían correspondidas lo sobrecogió en alegría. Porque, así como Katherine había robado su alma aquella noche, estaba seguro de que ahora él poseía la de ella. No necesitaba nada más, a nadie más, ni más tiempo ni más confirmaciones. Estaba enamorado.

𝚂í𝚗𝚍𝚛𝚘𝚖𝚎 𝚁𝚎𝚍𝚏𝚒𝚎𝚕𝚍 - 𝙿𝚊𝚛𝚝𝚎 𝟸, 𝙰𝚗𝚝í𝚍𝚘𝚝𝚘Donde viven las historias. Descúbrelo ahora