Capítulo 8: Reencuentros, reuniones e invitaciones

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[13 de octubre, año 3018 de la Tercera Edad del Sol.]

Gimli sintió un tremendo alivio cuando finalmente descendió del poney y puso los pies sobre tierra. De hecho, no recordaba haberse sentido tan bien desde hacía ya varios días. 

—Bendito sea Mahal —murmuró para sí, llevándose las manos al trasero—. Menos mal. Llego a pasar un día más sentado sobre el lomo del animal y prometo que mis posaderas hubieran quedado inservibles.

—Yo que tú cuidaría mi lengua de ahora en adelante, hijo —susurró su padre, cercano a él—. Estamos en la casa de los Khalam, y mucho me temo que sus delicadas orejas puntiagudas no están acostumbradas a nuestro lenguaje.

Gimli miró en derredor suyo por primera vez con atención. Lo cierto era que no terminaba de entender por qué su padre había decidido detenerse justo ahí, pues el paisaje era el mismo que llevaban viendo desde que habían abandonado las Montañas Nubladas: agreste y más bien seco, con matorrales y rocas erectas salpicando el ambiente de aquí para allá sobre las suaves colinas.

—Yo no veo a ningún shirumund por aquí —se encogió el hijo de hombros; pero su padre se llevó el dedo a los labios y lo obligó a callar. Tuvieron que transcurrir unos instantes más para que Gimli viera aparecer de manera repentina dos figuras desde detrás de una de las rocas, ambos encapuchados y armados con espadas curvas al cinto. El vástago de Glóin tomó entonces su hacha con ambas manos y la alzó al aire de manera amenazadora, pero su progenitor le obligó a bajarla al instante.

Las dos figuras se acercaron a ellos, y Gimli pudo ver que eran altos y esbeltos, y que sus ojos azules relucían bajo sus respectivas capuchas como cuatro estrellas del ocaso.

Aiya (salve), señores enanos —pronunció uno de los dos con una sonrisa en el rostro, en una lengua tan arcaica y distinta del sindarin propio de los elfos del bosque que ninguno de los khazâd pudo comprender—. Vuestra llegada es bienaventurada. Pensábamos que el viaje desde vuestra tierra os tomaría más tiempo.

—Bueno, pues creo que habéis subestimado nuestra fortaleza, maeses elfos —contestó el líder de la comitiva con gesto orgulloso. Sin embargo, Gimli, que nunca había tenido trato directo con nadie de aquella raza, preguntó de manera desconfiada:

—¿Cómo sabíais que llegaríamos hoy, pues?

—Nuestra gente siempre monta guardia por estos lares, aunque no sean visibles a ojos ajenos —contestó el otro elfo, que tenía una voz mucho más clara y aguda, aunque ambos se parecían sobremanera bajo las sombras de sus capas—. Nos avisaron de vuestra presencia ayer mismo.

Gimli gimoteó algo para sí en su propio idioma, pero los elfos ignoraron sus murmullos y se limitaron a decir: —El pase, por favor.

Glóin sacó de su zurrón la carta que le había sido enviada al rey mismo y se la entregó a uno de los individuos. Éste la leyó de manera concentrada y se la enseñó al otro, quien asintió y confirmó: —Es la firma de nuestro padre. Podéis pasar.

—¿Cómo? —inquirió uno de los enanos de la comitiva—. ¿De vuestro padre? Pero ¿quiénes sois vosotros?

—Esa información no debe ser dada aún, pues podría haber oídos indiscretos escuchándonos —contestó el que había leído la carta en un principio, devolviéndosela a Glóin—. Pero solo podemos deciros que somos personas muy cercanas a lord Elrond. No os preocupéis, estáis en buenas manos. Mi hermano os conducirá al Valle Escondido, pero me temo que deberéis dejarme vuestras monturas. Yo me encargaré de que lleguen bien por otro camino.

Los enanos fruncieron entonces el ceño en señal de desconfianza, pero Glóin asintió y dijo a los suyos: —Es cierto. Este camino no es apto para poneys. Debemos seguir a pie.

Nuevas Oportunidades (NEW EDITION)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora