Capítulo 31

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Anna

-Tienes buenos gustos, Cort, confío en eso. – bromeo con el teléfono apoyado en mi hombro.

-¿Entonces el conjunto del "fosforo de la suerte"? ¿viste la imagen que te envié? – escucho su voz y sonrío.

Cortland está convencido de que él bebe de Raisa va a ser pelirrojo, como Natalie, y ahora que está en Grecia vio ropas para bebés, y encontró uno que hacía referencia al cabello colorado.

-La vi, y me encanta. – le informo.

-Bien, será ese. – apunta – o mejor llevo ambos.

Rio levemente.

-Adiós, Cortland. – canturreo antes de finalizar la llamada.

Dejo el teléfono a un lado y muevo la sartén en la que estoy cocinando.

Hoy es miércoles, último día de septiembre y por decreto universal, el peor día de la semana.
En los miércoles o estas completamente atareado y no tienes tiempo si quiera para respirar, o no tienes absolutamente nada y estas completamente aburrido.

No hay punto medio, y, por ende, los miércoles son mis lunes.

-¿Con quién hablabas?

Thomas hace presencia en el umbral de la puerta de la cocina, y no necesito voltear a mirarlo para saber que su ceño esta fruncido.

-Con Cortland, es amigo de Raisa también y estaba por comprar un regalo para su bebé.

-¿Desde cuándo lo conoces? – inquiere.

-Desde la primera vez que estuve en Londres.

-Así que, ¿tiene alguna relación con tu exnovio?

Inspiro aire lentamente.

-No.

-¿Estas segura?

-Sí, Thomas, no todo tiene que ver con él. – mascullo de mala gana.

Viene hacia mí, y sé que está cerca cuando siento la calidez de su aliento detrás de mí.

-Solo quería recordarte, Anna, que nunca has sido una buena mentirosa. – murmura – y quizá el amor que siento por ti no me deja ver las cosas con claridad, pero si descubro que me estas mintiendo, deberás aceptar las consecuencias que tus actos traen.

Trago en seco.

-Esto no es amor.

-¿Qué?

-No puedes decir que todo lo que estás haciendo es porque me amas, eso es basura que intentas meterme en la cabeza.

Me toma del hombro y me voltea con brusquedad, y debo mover la mano rápidamente para no quemarme con el fuego de la cocina aún encendida.

Sus ojos destellan la misma furia que los acompaña siempre, y solo puedo desear no estar allí.

-Atrévete a decirme todas esas cosas en la cara, hazlo. – ordena - ¡hazlo!

Cierro los ojos con fuerza ante sus gritos y niego.

-¿Acaso he asustado a la niña? ¿Me tienes miedo? – vuelve a gritar y aunque intento retroceder, la mesada de la cocina a mis espaldas me lo impide - ¡contesta! – exige.

-No, lo siento.

-No te oigo.

-Dije que no. – murmuro.

-No quiero ver una estúpida lagrima en tus ojos, ¿lo entiendes? – asiento rápidamente – ahora discúlpate limpiando la sala.

Veo mi escapatoria, así que apago el fuego y salgo entre pasos apresurados en busca de los elementos de limpieza, y voy a la sala.

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