Un viaje puede cambiarlo todo.
Un viaje de trabajo, de ocio o del corazón puede convertirse en el comienzo del resto de tu existencia.
Cuando Byulyi llegó a Busan era jueves por la mañana. Parecía un día normal, aburrido y rutinario, de esos en los que suena el despertador, te despiertas de mal humor, resignada, y te diriges a una gris estación (todas lo son) para tomar el primer tren del día.
El KTX desde Seúl que debía coger con destino a Busan partía a las siete en punto de la mañana, ni un minuto antes ni uno después. Hacía frío, el amanecer quedaba lejos y algunos viajeros se soplaban las manos para entrar en calor. Cargada con una ligera mochila al hombro, Byulyi se dirigió a la cinta mecánica reprimiendo un bostezo. Sostenía en una mano el programa del congreso al que asistiría los próximos días. En la otra, un billete de tren que le tendió a un revisor igual de adormecido que el resto de los presentes.
Todo parecía aburridamente rutinario. La superficie blanca del convoy resplandecía bajo los brillantes halógenos de la estación y los últimos pasajeros apuraban sus cigarrillos en el andén ante la mirada reprobatoria de algunos viajeros.
Nada aventuraba lo que sucedería pocas horas después.
Byulyi entró distraída en el vagón que le había sido asignado. Tomó asiento, recostó la cabeza contra la ventanilla y a los pocos minutos cerró los ojos presa de un agradable balanceo. Siempre le habían gustado los trenes, su transcurrir lento y cadencioso, los diferentes paisajes deslizándose por la ventanilla como el convoy lo hacía por sus raíles.
Recordó antes de quedarse dormida que el hombre del tiempo había anunciado fuertes tormentas en Busan para los próximos días. Pero al cabo de un rato el sol de Daegu empezó a asomarse con fuerza, transmitiéndole una sensación de paz que solo se quebró cuando el tren llegó a su destino.
Negras. Nubes negras preñaban todo el cielo de Busan y Byulyi no pudo evitar bufar con desesperación cuando pisó la calle y los transeúntes corrían para resguardarse de la lluvia.
De eso hacía ahora un día, pero el humor de Byulyi seguía igual de agitado que el pronóstico meteorológico. ¿La razón? Saber a ciencia cierta los motivos por los que su jefe la había elegido a ella para acudir a ese congreso.
«Es solo un viaje de ida y vuelta, nada importante». Park la llevó a un aparte para hablarle del tema, pero Byulyi estaba desconcentrada. Solo podía pensar en lo mucho que le repugnaba su aspecto. Su jefe era un hombre bajito y desaliñado. Sus hombros solían estar nevados de caspa y odiaba que le hablara tan cerca y su aliento oliera a cebolla y ella pudiera atisbar con claridad los pelillos negros y duros como cuerdas que brotaban de su nariz y orejas.
«¿A qué viene esa cara? ¿Acaso no te alegras?». Park la observó fijamente, a la espera de su respuesta. La miraba confuso, como si acabara de comunicarle que era la empleada del mes o que había ganado una inmensa cesta de Navidad y esperara una reacción de júbilo por su parte.
Todo lo contrario. Byulyi no deseaba asistir al congreso y evitó gesticular siquiera. El silencio era su gran aliado en estas ocasiones.
«Bueno», carraspeó Park. Y se rascó la nuca profundamente incómodo con su silencio. «Es fundamental que vaya alguien del equipo, ¿comprendes, Moon? Fundamental».
Fundamental.
Esta palabra formaba ya parte de su idiosincrasia laboral tanto como lo hacían los ordenadores o los lenguajes de programación. Park era muy dado a utilizarla y Byulyi a veces no podía evitar repetirla mentalmente. Fundamental esto, fundamental aquello. Él la usaba sobre todo cuando pretendía ocultar sus verdaderas intenciones.
Byulyi no le culpaba por ello. Sabía que era poco inteligente decirle a una empleada: «Te pido a ti que vayas porque es un congreso de poca monta que organiza uno de mis amigos y me he comprometido a enviar a alguien. Sé que tú no pondrás pegas. Nunca las pones. Tus otros compañeros se estarían quejando durante semanas y no me apetece enfrentarme a eso. Es más fácil usarte a ti».
Y por eso estaba en Busan. Resignada. Malhumorada. Asqueada con una mala suerte que parecía haberle tomado cariño. Con el descontento añadido de que este era uno de los congresos más aburridos e interminables de cuantos había asistido. Todos ellos solían ser eventos soporíferos protagonizados por ponentes pretenciosos y encantados de haberse conocido. Pero este era, si cabe, todavía peor. Estaba lleno de gurús de medio pelo a los que se sentía incapaz de prestar atención.
«Es necesario aprender de aprender», escuchó que decía en ese momento el ponente de turno. «Y no solo eso: aprender de materias transversales no únicamente relacionadas con la informática». Byulyi reprimió un bostezo y se esforzó por mantener los ojos abiertos, aunque estaba deseando que el día concluyera para poder regresar cuanto antes al confort de su hotel. Ocho horas de soporíferas ponencias le parecían suficiente tortura.
Diez minutos después se escucharon por fin los aplausos de los allí congregados y Byulyi sonrió con alivio: el congreso había terminado y no lo dudó ni un instante. Tomó su mochila, se la puso al hombro y alcanzó la salida antes de que los aplausos hubieran dejado de escucharse.
El manto de la noche había cubierto Busan cuando abrió la puerta del recinto y puso el primer pie en la calle. El aire parecía cargado de una ansiedad eléctrica, densa y fastidiosa. La Seomyeon era un avispero de coches cuyos conductores, enfurecidos, utilizaban el claxon como vía de escape a su propio nerviosismo. Cada vez que uno de ellos se despistaba unos segundos, los otros le recordaban a bocinazos que había tardado más de la cuenta en arrancar su vehículo.
Byulyi se contagió muy rápido del malhumor reinante. Cruzó la larga avenida tratando de esquivar los coches que se habían detenido con prisas sobre el paso de peatones; inquieta y enfurruñada, respiró hondo cuando por fin consiguió llegar al otro lado.
Las grandes ciudades solían tener este efecto en ella. La multitud de coches, peatones y luces parpadeantes le hacían sentir chiquitita, enjaulada, y estaba tan deseosa de poner tierra de por medio que incluso el agujero del metro, atestado de gente, le pareció un buen escondrijo en el que guarecerse de la jungla de asfalto de Busan.
Se subió al vagón y en la barandilla una fila de manos: peludas, suaves, de manicura cuidada, dedos largos y finos, de uñas comidas, pintadas o sucias. Cuerpos que se mantenían de pie por inercia, la presión de unos contra otros. Conectó su reproductor de música e hizo un recuento rápido del número de estaciones que le quedaban para llegar a su destino.
Había más de cincuenta hoteles cerca del Centro de convenciones de Busan. Y sin embargo, el suyo se encontraba a las afueras, a varias paradas de metro. Eso significaba que al día siguiente tendría que levantarse bien temprano para atravesar la ciudad de punta a punta hasta llegar a la Estación de Gyeongbu. Una auténtica pérdida de tiempo.
¿Cuántos años llevaba trabajando para Park? Toda su carrera profesional. ¿Y qué es lo que había logrado? Prácticamente nada. Su sueldo seguía siendo el mismo y había veces en las que su jefe la trataba como a la niña de los recados. Byulyi había visto ascender a muchos de sus compañeros en la mitad de tiempo que ella llevaba trabajando para la empresa. Pero, claro, ellos sí se quejaban y, además, ¿para qué negarlo?Eran hombres. A ojos de Park eso siempre suponía una ventaja.
La megafonía del metro anunció por fin que la siguiente era su parada. Las puertas se abrieron y la marea humana salió a la vida. Byulyi se encontraba tan cansada que no le importó ser arrastrada por un ovillo de cuerpos ansiosos por salir de las fauces del metro. Con dedos ateridos por el frío, se colocó la capucha, hundió las manos en los bolsillos de su abrigo y apresuró el paso mientras se adentraba en la oscuridad de la noche.
La tormenta había provocado un fallo eléctrico que fundió varios tramos del alumbrado público. Los semáforos tampoco funcionaban y Byulyi se encogió de frío y miedo, tratando de no detenerse demasiado en el hecho de que las calles estaban desiertas y concentrarse en los placeres que aguardaban por ella en la habitación del hotel.
Ciertamente, no era un alojamiento de cinco estrellas —la alcoba olía a cerrado, la decoración y los muebles parecían escasos—, pero se conformaba con poco. Le bastaba con una ducha de agua bien caliente y un momento de paz. Llamaría al servicio de habitaciones, pediría algo ligero pero sabroso y vería cualquier programa de televisión hasta quedarse aturdida en la comodidad de su cama. En ese momento cualquier cosa le pareció más apetecible que caminar bajo la lluvia, expuesta a los vientos racheados de la tormenta.
Transcurrieron unos minutos hasta que pudo distinguir a lo lejos la entrada del hotel. Esto le hizo sonreír. Los hoteles tenían algo especial, una esencia diferente, invitadora, no sabría explicarlo. Le sugerían historias descabelladas, romances prohibidos, encuentros entre personas con la peor de las intenciones. En los hoteles se alojaba gente tan variopinta que, incluso con su imaginación desbordada, le resultaba difícil conjeturar todo lo que podía acontecer entre sus paredes. Asesinatos. Traiciones. Conspiraciones. El cielo de lo incorrecto era el límite. Por desgracia, ella era solo una humilde programadora cuya estancia allí no tenía nada singular.
Al menos, hasta ese momento.
Su destino pareció cambiar cuando advirtió por el rabillo del ojo un bulto tendido sobre la acera.
Era tan voluminoso que resultaba imposible no reparar en él, enseguida llamó su atención.
Lo miró con recelo al principio, pero siguió caminando, sin saber de qué se trataba. La miopía de Byulyi le impedía ver con nitidez a cierta distancia y sus gafas estaban en el interior de la mochila. Entornó los ojos para intentar averiguar qué era. Tal vez una bolsa de basura. O los despojos de alguna construcción cercana. Había un solar vacío justo al lado, bien podía tratarse de algún desecho procedente de allí, se dijo a sí misma, intentando restarle importancia. Entonces algo la obligó a detener su marcha. Se paró en seco al ver que el bulto se estaba moviendo. ¿A lo mejor había sido el viento?
Byulyi entornó todavía más los ojos hasta convertirlos en dos rayas paralelas a ambos lados de su nariz. Le costó esfuerzo, pero acabó confirmando que no se trataba del viento: algo muy vivo se retorcía en ese solar vacío, a merced de la tormenta.
Miró a ambos lados de la calle, confundida, sin saber qué hacer. A veces se asustaba por nada pero trató de controlar sus nervios. Necesitaba pensar con claridad, así que respiró hondo y se acercó con cautela al bulto. ¿Un perro? ¿Algún animal? ¿La atacaría si se acercaba demasiado? Dio un paso, dos, mientras el bulto iba tomando forma, mostrándose menos borroso. Cuando lo vio con total claridad, no pudo evitar reprimir un grito ahogado. Aquello no era un animal ni basura ni nada similar. Muy al contrario: había una mujer tendida en el suelo y parecía desmayada.
La sorpresa de su descubrimiento la hizo sentir aturdida, no sabía qué hacer. Tenía que haber alguien en los alrededores que pudiera ayudarla, ¿no? Aquella mujer no podía estar sola, abandonada en un solar como la colilla de un cigarrillo.
Byulyi se giró en redondo aunque no tenía muy claro qué estaba buscando; tal vez solo alguien que pudiera asistirla, pero no había nadie en los alrededores. La única señal de vida humana era el destartalado letrero de una cafetería cercana; sus luces chasqueaban como pidiendo auxilio. Esperanzada, advirtió que el dueño echaba en ese momento la reja para dar la jornada por concluida.