20. Cesta de frutas

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Los días transcurrieron más rápido de lo deseado. Byulyi y Yong pasaron el resto de las vacaciones haciendo una vida normal o, al menos, todo lo normal que les permitía el hecho de tener una antena en el salón que no dejaba de emitir ruidos desconcertantes.
De vez en cuando, Byulyi separaba los ojos de su ordenador y la miraba, preguntándose qué significarían aquellos sonidos. Se los imaginaba como un lenguaje imaginario que solo Yong era capaz de descifrar y se decía a sí misma que por eso asentía a veces complacida, como si de veras se estuviera comunicando con sus hermanos.
En el fondo de su ser albergaba la esperanza de que no sucediera nada. El miércoles llegaría, Yong haría una puesta en escena, algo extravagante y colorido, y después le anunciaría que la gran despedida había fracasado. Sus hermanos no podían venir a buscarla. Todo había acabado. Se que daba. Byulyi estaba segura de que así sería, pero al mismo tiempo se preguntaba: «¿Y si de veras se iba? ¿Pero dónde? No podía ser posible que existiera tal nave espacial o unos hermanos que vinieran a recogerla, ¿o sí?».
Se preguntaba de qué manera procesaría la fantasiosa mente de Yong esta situación, cuando ella estuviera esperando y tuviera que enfrentarse a la evidencia de que nada ni nadie iba a ir, finalmente, a recogerla. Pero al mismo tiempo estaba hecha un lío, ya no sabía qué pensar, qué creer. Su parte racional le decía que sufría graves delirios. No podía ser realmente una extraterrestre, algo así revolucionaría todos los tratados científicos, nuestra manera de ver el mundo, el universo. Pero su corazón era harina de otro costal. Si Yong le hubiera asegurado que era capaz de convertir el agua en vino, su corazón la habría creído. ¿Por qué no? El amor era así, absurdo, ciego, una guerra sangrienta contra lo racional, ningún manual lo explicaba ni se podía cuantificar.
De camino al trabajo, rememoró sus últimos días juntas. Byulyi había hecho todo lo posible por dejar lista la aplicación de los Nam, pero tras muchas horas de sueño robadas, no estaba ni siquiera cerca de haberlo conseguido. En ese momento, mientras pedaleaba hacia el trabajo, ya había tirado la toalla y estaba mentalizada: si Park quería despedirla, no iba a oponerse. A decir verdad, ya le daba igual, porque una sola idea rondaba su cabeza: Yong a lo mejor se iba. ¡Irse! Para siempre, quizá. Y ella seguía sin saber a dónde o con quién. Cada vez que lo pensaba, crecía en su interior una desazón imposible de controlar.
A estas alturas, parecía seguro afirmar que su relación con Yong carecía de sentido o lógica. ¿La podía llamar relación? Byulyi se sentía incapaz de ponerle nombre o asignarle una etiqueta. Y no es que las necesitara… Bueno, sí, tal vez, un poco. Algo a lo que agarrarse no habría estado mal. Sobre todo tras la noche en el Jewel. Desde ese día habían dormido juntas en la misma cama, simplemente abrazadas, respirando acompasadamente, compartiendo almohada, el aliento de Yong cosquilleando su nuca, los pies enredados en un nudo de pequeños y fríos dedos. Pero Byulyi no se atrevía a dar un paso en falso o besarla de nuevo. Tenía miedo de que Yong se sintiera abrumada y acabara distanciándose. O peor aún: huyendo. Así que desayunaron, almorzaron y cenaron juntas como haría cualquier pareja. Y sin embargo, seguían sin abordar el tema de la partida de Yong. Sobrevolaba sus cabezas como un pájaro libre e imposible de alcanzar. O a lo mejor era, simplemente, que Byulyi se negaba a abatirlo.
Le puso el candado a su bicicleta y subió a la oficina envuelta en un aire taciturno. Comprobó en el espejo del vestíbulo que tenía ojeras y estaba más pálida que de costumbre a causa de la falta de sueño. No sabía cómo decirle a su jefe que la aplicación de los Nam no estaba lista. Aunque tampoco haría falta: en cuanto probara la aplicación, él se daría cuenta.
Park no se detuvo en darle los buenos días. «¿Estás lista? Los Nam llegarán pronto y quiero echarle un vistazo antes», le dijo en cuanto cruzó la puerta de la oficina. Byulyi asintió con resignación, sintiendo que su condena ya estaba firmada. Mantendrían la reunión y ese sería el final de su andadura en la empresa.
Fue hasta la sala del café, se preparó uno bien cargado y se dirigió hacia la sala de conferencias, en donde su jefe ya la estaba esperando, impaciente.

Mi amor que llegó de las estrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora