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Últimamente se había sentido con pocas ganas, como si el ambiente en ese lugar fuese como al principio, sin color, sin más que la soledad y el miedo asechándolo en cada rincón de la habitación cunado estaba solo, y cuando la amable Hilda entraba, todo volvía a ser como antes, era como si ella, con aquellos ojos le pusieran esa pisca de sabor a su estadía, y quizá era cierto, Camus Lacroix se sentía vacío, carente de su espíritu, distante de todo lo que alguna vez conoció y vivió, parecía que colapsaría en algún momento o peor aún, moriría ahí mismo, tal vez porque estaba hastiado de ver la misma blanca habitación todos los días.

Hilda había salido de la habitación de Camus solo para ir hasta la pastelería más cercana y llevarle un café frio y un pedazo de un delicioso pay de queso, la comida de ese lugar era por mucho menos deliciosa y más "simple" y hasta cierto punto insípida y sin color; regreso luego de un par de minutos con aquella preciosa carga y entro como si fuese su habitación, encontrando al joven francés haciendo algo que nunca imaginó, una hermosa pintura de lo que parecía un ambiente ártico, con una aurora boreal al fondo y arriba y abajo estaba ella, era un retrato de aquella joven de cabellos plateados que había hecho su estancia en ese horrendo lugar, un buen refugio.

— Es perfecto, ¿no? — preguntó Lacroix cuando se percató de la presencia de Hilda.

— Si — sonrió y se acercó a él — te traje algo — dejó aquella bolsa a su lado y luego escuchó la puerta ser golpeada, rodo los ojos y fue a ver que pasada afuera de la habitación, quizá solo la rutina de firmar papeles aburridos.

Pero lo que vio no era nada que hubiese imaginado antes, un muchacho y una muchacha, sospechó que eran hermanos por el parecido, alzó una ceja y se cruzó de brazos, nadie menciono nada sobre una visita a Camus, se quedó viéndoles de pies a cabeza, no le daban buena espina, es más, ni siquiera esperaría a que le dijeran algo, los echaría de ahí, despues de todo, reglas son reglas, pero tampoco iba a ser descortés, soltó un suspiro y relajo su expresión.

— ¿Puedo ayudarles en algo, jovencitos? — preguntó

— ¿Esta es la habitación de Camus Lacroix? — preguntó, Hilda solo asintió y dentro de la habitación, el pelirrojo reconoció aquella voz  

Dejó lo que estaba haciendo y apretó los puños, en la voz más baja que pudo hablar, maldijo al sinvergüenza que estaba en la puerta preguntando por él con un descaro que no sabía que tenía, y que por esos cuatro malditos meses no se dignó tan siquiera en mandar una tarjeta de disculpas y que ahora, con su maldita cara cínica iba a verlo, como si nada hubiese pasado, como si en esos meses su vida fuese de lo mejor cuando había sido una porquería y que, de no ser por Hilda, de seguro y se habría vuelto loco.

La mujer de cabellera plateada intentaba mantener un rostro amable, aquellos ojos que la observaban no podía traer nada bueno para su paciente que seguramente ahora, según ella, estaba rogando porque la tierra se lo tragara y lo escupiese del otro lado de la tierra o en brazos de su amado, pero ese no es el asunto aquí, ese par de jovencitos estaban a un pelo de sacar una parte de Hilda que ni la misma Seraphina había visto... ¡ah! Y hablando de la reina de Roma, la muy ladina ni siquiera había llevado su trasero a dar su reporte, pero eso no importaba.

— ¿Tienes permiso de visitar a Camus Lacroix? — preguntó con una ceja arqueada.

— No — respondió el joven

— Pero puede darnos permiso, ¿no?, usted es la médico de Camus — secundo la señorita que claramente no presentaba signos de importancia para el asunto.

— Sí, soy la médico del joven Lacroix, pero no puedo dejarlos pasar sin un permiso previo, por lo que les pido se retiren — extendió la mano para señalarles el pasillo por el que debían caminar, dentro de la habitación el pelirrojo respiró aliviado.

Las miradas extrañas se ensanchan en el rostro de la mujer, en sus rasgos maduros pero a la vez delicados y tersos, ella permanece firme mientras ambos extraños intentan traspasar la barrera que protege al paciente pelirrojo que seguramente no se resistirá de asentarle un par de puñetazos a ese desgraciado sin alma para restregarle en la cara que ha sido un traidor y que a los traidores, el mejor castigo es la muerte pero como él no puede ni quiere matarlo, será mejor que su desprecio y su indiferencia sean, en el mejor de los casos, lo que se merece y en el peor, lo que necesita. 

No lo consiguen, porque Hilda es firme en todo lo que hace, su mirada se vuelve severa cuando ve la insistencia de aquel par de jovencitos, sale un poco más de la habitación para cerrar la blanca puerta detrás de ella, mira con más severidad a los desconocidos y ellos a ella, es como si sus miradas se enfrentasen por cortos minutos para despues dar rienda suelta a lo que en verdad va a pasar, pero nada de ello es bueno o al menos no en su totalidad.

— ¿Quiénes son ustedes? — pregunta un poco más calmada

— Soy Surt, amigo de Camus y ella — dice para luego señalar a la joven — es mi hermana, Simone. — los ojos de Hilda no parecen relajarse, luego de escuchar su nombre, sabe muy bien de quien se trata.

— No puedo ayudarlos, Surt, Simone, tienen que irse — intenta abrir de nievo la puerta para ver cómo está su paciente, si acaso ha probado bocado de aquel pay de queso o aún sigue empeñado en terminar su obra de arte.

— Por favor — su mano detiene a la de Hilda antes de que la perilla gire — es algo importante — dijo con una mueca de convencimiento que no funciona en ella — si no puedo decírselo, no podré perdonarme.

— Si es algo tan importante, ¿Por qué no solicitaste una cita? — aquella mujer abre poco a poco la puerta.

No espero ni un mísero segundo, Surt se introdujo en la habitación sin permiso ni aviso, Hilda casi se cae por su culpa, aquel joven detuvo sus pasos al ver la larga y brillante cabellera roja, no dijo nada, espero a que el dueño de aquella hermosa melena se volteara por su propia motivación, pero nunca pasó, permaneció viendo el lienzo que yacía sin terminar, estaba ahí, impasible, tratando de relajarse, pero siguiendo en la negativa de no verlo, de no hacerle el menor caso, de regalarle su indiferencia, siendo lo único que podía darle en ese momento.

— Cam...

— No quiero oírte — interrumpe la voz del muchacho antes de que pudiese hablar — no quiero oírte ni verte, traidor, vete, Simone y tú no tienen nada que hacer aquí, por tu culpa estoy en este lugar, no dejaré que arruines mi vida más de lo que ya lo hiciste, ¡VETE! — él n gira la vista, ha cerrado los ojos y espera a que los pasos de Surt se dispersen en el largo silencio del pasillo.

— Está bien — susurra, no insiste porque sabe que no está en condiciones de ello y porque le han dolido sus palabras, sale de la habitación y en umbral de la puerta se detiene — lo lamento, Camus, perdóname — dice y se marcha en compañía de su hermana, espera que pueda hacerlo.

🦂❄
De nuevo me disculpo por la tardanza pero aquí está el capitulo. 

Dan R 

Sweet TragedyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora