Capítulo 10

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"Los primeros rayos de sol que apenas despuntaban esa mañana de finales de otoño, se colaban por el entretejido que creaban los retorcidos cipreses a su alrededor, bañando su figura que se desplazaba a trote, por el camino de tierra que lo acercaba aún más, al hermoso y enigmático pantano de Atchafalaya.

Su respiración era acelerada a causa del ejercicio, y su cuerpo transpiraba, manchando de humedad la chaqueta negra, tipo buzo que vestía; pues si bien el aire estaba bastante fresco por la hora, su cuerpo era como la caldera de un barco de vapor, que exigía liberar el fuego en su interior.

La noche antes, a duras penas logró conciliar el sueño, entre más tiempo pasaba en esa cabaña más daños descubría en la misma y más frustrado se sentía; estuvo a punto de tomar sus cosas y largarse, pero terminó desistiendo.

Sabía que no tenía otra solución que quedarse a repararla; eso si quería venderla a un buen precio, pues siempre podía dejarla así, pero cuando el perito de la constructora la evaluase, podría declararla en pérdida total y apenas reconocerle el valor de la tierra.

Gonzalo se detuvo casi de golpe, a pocos metros del espejo de agua que reflejaba perfectamente los troncos de los viejos cipreses, algunos ya carentes de follaje. El sol los pintaba con sus tenues luces rojizas, doradas y malvas, creando un espectáculo que él debió reconocer era muy hermoso.

—Ya sé lo que le viste a este lugar —esbozó y después suspiró, dejándose envolver por la paz que le brindaba ese paisaje, se sumergía en los recuerdos de su padre.

Se encontraban en el salón de la casa, en Filadelfia; él estaba sentado en el sofá, junto a su madre, mientras veían a su padre caminar de un lado a otro, con el semblante endurecido y una expresión, que pocas veces, Gonzalo le había visto; la misma que lo llenaba de miedo, cuando era apenas un niño.

Él acababa de anunciarles que abandonaría la escuela de Derecho, había cursado ya el tercer semestre, pero no quería seguir, deseaba ingresar a la Academia de Policía, porque esa era su verdadera vocación y no las leyes.

—No entiendo por qué se pone de esa manera —pronunció, para captar la atención de Gaspar Dorta.

—¿No lo entiendes? ¡Vamos, Gonzalo! No te hagas el tonto, porque no lo eres; por el contrario, eres muy inteligente y vas a desperdiciar ese don que tienes, persiguiendo a malditos delincuentes en las calles de Filadelfia. —Le reprochó, mirándolo a los ojos, para ver si le hacía entrar en razón.

—Gaspar, por favor —intervino Adela, usando un tono pausado; pero que su esposo, sabía era una exigencia para que se calmara.

El silencio se apoderó del lugar de nuevo, pero el aire seguía cargado de tensión; Gonzalo sabía que eso no sería fácil, pero no daría marcha atrás, se trataba de su vida no de la de su padre. Gaspar no podía imponerle las cosas, ya era un hombre de veintiún años, y prácticamente, se mantenía por sus propios medios. Si el precio que debía pagar era marcharse de esa casa, pues lo haría, y le demostraría a su padre que estaba eligiendo el camino correcto, el que él deseaba.

—No veo qué tiene de malo el que decida seguir sus pasos, la mayoría de los padres se ponen felices, cuando sus hijos lo hacen. —Consiguió que su voz mostrara, que estaba seguro de lo que quería, y cuando su mirada se encontró con la de su padre, se la mantuvo—. Quiero hacer esto.

—No sabes lo que dices, en lo que te estás metiendo —espetó Gaspar.

—Sí, lo sé. Lo he visto todos estos años y es lo que deseo...

—¡En mala hora te llevé a una maldita estación de policías! —exclamó furioso y le dio la espalda.

—¡No seré un estúpido abogado! —gritó Gonzalo, poniéndose de pie.

Ronda Mortal: La reina y el Alfil.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora