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Cuando se hubo recuperado, Jennie se descubrió acurrucada contra el respaldo del sofá y sumergida bajo el cuerpo de Lisa. La habitación estaba impregnada de olor a sexo. Estaba sin aliento y no sabía si se debía a la intensidad del orgasmo o al peso de su compañera, que estaba aplastándola, así que empujó un poco hacia arriba y Lisa se levantó de inmediato.

— ¿Estás bien? —le preguntó.

—Creo que sí —una serie de temblores le recorrieron el vientre—. Ayúdame a levantarme.
Ella la tomó por los brazos y la atrajo hacia sí.
—Tengo que ir al baño —se excusó sin mirarla.

—Espera —le pidió mientras la retenía cogiéndola de la mano.
Jennie logró escabullirse y, una vez en el lavabo, cerró la puerta y se sentó en la taza del váter. Se desabrochó el cinturón, que dejó tirado en la encimera más próxima, y se quitó el vestido. ¿Qué acababa de hacer? ¡Acababa de acostarse con una desconocida! ¡Madre mía! Un toc toc en la puerta interrumpió sus pensamientos.

— ¿Estás bien?

—Sí, sí…, estoy bien. Ahora… ahora salgo —y tiró de la cadena para que su promesa pareciera verosímil.
De repente se abrió la puerta del baño y Lisa se plantó delante de ella.

— ¿Qué haces? —Gritó Jennie al tiempo que se esforzaba por cubrirse el pecho y el vello del pubis—. ¡Sal de aquí!

—De eso nada —respondió ella.

Dio un par de pasos más, ya dentro del alargado cuarto de baño, con el pene aún fuera de los pantalones. Sin hacer caso a Jennie, se dirigió al lavabo, cogió una toalla y la humedeció en el grifo para lavarse el miembro.

— ¡Que te largues! —le repitió ella, con la mirada fija en el albornoz que había colgado de la puerta.

Tendría que pasar al lado de Lisa si quería ponérselo. Ella levantó la vista y se quedó mirándola en el espejo.

—No pienso irme de aquí. No vamos a repetir lo de la primera vez.

—Pero ¿qué dices?

— ¡Qué mala memoria tienes, encanto! ¿Te acuerdas de la noche en que tuvimos sexo por teléfono? Pues aquello no va a repetirse —alargó el brazo para alcanzar el albornoz—. Toma, cógelo.

Aliviada, se puso de pie y le dio la espalda mientras se cubría con la prenda y se anudaba el cinturón con energía. Lisa se secó con otra toalla.

— ¿Ya estás contenta?

—Gracias —respondió Jennie con sequedad.

— ¿De quién es esa voz que oyes? —le preguntó sin mirarla, concentrada en volver a meterse el pene en los pantalones.

— ¿Qué? —contestó Jennie sin comprender a qué se refería.

—Sí, cuando todo empieza a darte vergüenza. ¿De quién es la voz que te habla?

—De nadie… —se interrumpió un segundo para repensarlo y reconoció—: la de mi madre.

— ¿Es ella la que hace que te avergüences de tu cuerpo?
Jennie ni siquiera trató de fingir que no sabía de qué hablaba.

—Sí. Se queja todo el rato de lo gorda que estoy. Y tiene razón.
Lisa dejó la toalla en la encimera y se acercó a ella, que reaccionó mirándose los pies, avergonzada. Lisa le colocó un dedo bajo la barbilla y le levantó la cara.

—Tu madre no tiene ni idea de lo que dice. Tienes un cuerpo precioso, con unas curvas de lujuria maravillosas. Podría pasarme semanas explorando tu preciosa piel bronceada y me encanta cómo reaccionas cuando te toco.

VoyeurverDonde viven las historias. Descúbrelo ahora