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El miércoles por la mañana, Jennie se despertó a las cinco y media, unos minutos antes de que sonara la alarma. Permaneció acostada para disfrutar de la calidez del cuerpo de Lisa, que estaba a su lado. Se dio la vuelta con cuidado para no molestarla y se quedó mirándolo; aún dormía y tenía la boca abierta unos centímetros. Lisa se había acostado muy cansada la noche anterior; no le extrañaba que continuara dormida. Al volver del restaurante, habían tardado apenas unos segundos en irse a la cama y quedarse dormidas.


Con el pelo revuelto ofrecía un aspecto casi peligroso, aunque, ahora que lo conocía, ya no le resultaba temible.


Lisa no necesitaba levantarse temprano como ella, que salió de la cama despacio, cerró la puerta del dormitorio y se dirigió al baño del vestíbulo. Mientras se duchaba, recordó lo sucedido el día anterior.

Tanto Irene como Ben se habían portado de maravilla. Irene era amiga suya de toda la vida; sin embargo, la sensatez de Ben había sido una sorpresa para ella. Ya le había preguntado a Lisa si había algún modo de agradecerle aquella amabilidad y la respuesta había sido una carcajada y un «¿es que no sabes que a los polis nos encantan los donuts? A Ben le gustan los que tienen virutas de colores por encima».


Al recordar ese comentario, Jennie visualizó la panadería alemana que había a un par de manzanas al norte de su casa. Abría a las seis de la mañana. Podía bajar, comprar una docena de donuts y regresar antes de que Lisa se levantara.

Así podría llevárselos recién hechos al trabajo. Se lo pensó un instante. A Lisa no le gustaría que saliera sola, pero G. D iba a estar en Luisiana hasta el jueves por la noche y dudaba que el ex marine y su compañero estuvieran esperándola en la puerta de su casa a las cinco y media de la mañana. Así que, encantada con su plan, acabó de ducharse y se coló de nuevo en el dormitorio para vestirse.


Veinte minutos después, ya caminaba por las calles desiertas de vuelta de la panadería Naugle's, con una bolsa de papel llena de donuts calientes, la mitad de los cuales estaban cubiertos de virutas. Era una mañana fresca, aunque aún no hacía demasiado frío: una señal de que faltaban apenas unas semanas para que comenzara el otoño. Con el aroma de la mantequilla se le hizo la boca agua. Jennie deseó haberse comprado un donut para ella.

Una limusina negra y con los cristales tintados se acercaba por la calle McKinney en dirección norte. «Mira estos marchosos. Vuelven a casa después de una noche de juerga, justo a tiempo para ir a trabajar.» El vehículo fue reduciendo la velocidad a medida que se aproximaba a ella, hasta que alguien bajó la ventana del asiento de atrás. Jennie observó el coche con curiosidad convencida de que iban a preguntarle por alguna calle. Sin embargo, de pronto se topó con el rostro de G. D y se quedó mirándolo, paralizada.
Él sonreía.


—¡Qué agradable sorpresa, Jennie! Justamente estaba pensando en ti. ¡Qué casualidad que nos encontremos!
«¡Corre!» Jen tardó en reaccionar y en enviar un mensaje a sus piernas, que seguían sin responder. «¡Lárgate de ahí!» Escuchó que se abría una puerta y, con el rabillo del ojo, vio al ex marine y al señor de los vómitos corriendo hacia ella. Jennie se tropezó y aquellos tipos se le echaron encima. Abrió la boca para chillar, pero el del mareo estaba preparado ya y le cruzó la cara con la mano cubierta por un guante de piel.

—Intenta morderme ahora, zorra —gruñó.
Los dos hombres la sujetaron por los brazos y la obligaron a entrar en el coche.


El ex marine entró primero en el asiento de atrás para ayudar al otro a introducirla en el vehículo. Ahora se encontraba atrapada entre los dos. Cerraron las puertas de golpe y la limusina aceleró para marcharse de allí.
Jennie trató de liberarse. Jennie estaba sentado en el asiento de enfrente con la muñequita a su lado. Hizo un gesto al mareado para que soltara a Jennie y el tipo obedeció al instante.

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