Capítulo III

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"El misticismo de su llanto"

Él acepta la lluvia en el dorso de su mano, varado sobre la banqueta, deja que las gotas vistan su cuerpo tembloroso.

Hace horas que salió de su casa sin un rumbo fijo, sus piernas habían avanzado intentando escapar del tormento que tenía presa su alma, pero ahora, solo entre las penumbras se daba cuenta de que el calvario de su ser se atenuaba más con cada gota perdida en el suelo.

Las gotas cristalinas que rodaban por su cara manchaban sus memorias corrompidas dejando paso a la confusión de no saber si eran estas las que mojaban sus mejillas o eran lagrimas amargas que no paran su apatía.

El pecho le dolía con cada grito de agonía que salía de manera silenciosa de su boca, el llanto como la lluvia no cesaba y las palabras en su contra martilleaban su cabeza sin detenerse. Lo había consumido tanto su congoja que ahora a la luz de los faroles se daba cuenta de lo muy perdido que estaba, pero ¿acaso importaba que entre la grandeza de la ciudad y la húmeda oscuridad, él vagara sobre los charcos con el dolor en su corazón?

Sí su madre no lo había detenido cuando huyó de aquel lugar que decía era su hogar, a nadie más le importaría el desoriento de su ser.

Escondió su rostro en sus brazos agarrotados sobre sus rodillas y dejó que el chubasco golpeara con fuerza su espalda. Extrañaba a su amigo, quería volver a estar con él, tener a alguien con quien hablar, olvidar las tristezas y la crueldad en la vida. Quería simplemente que él lo abrazara con cariño y lo acogiera entre esa tormentosa noche.

Entre el llanto y la desesperación, sus gemidos de dolor no dejaron escuchar los pasos que acecharon desde el contraste de la luz de los faroles.

La lluvia que dejo de caer sobre su cuerpo le hizo le levantar el rostro, mirando al dueño del paraguas que como un alma bondadosa se había compadecido de su miseria. Una sonrisa hermosa y cariñosa resplandeció en la negrura y le hizo limpiar sus lágrimas para apreciar con detalle como lucía el rostro de su salvador, quien tendía amistosamente su mano frente a él esperando ser tomada.

La duda lo invadió por segundos, pero fueron sus palabras las que disiparon su miedo y desconfianza. El contacto tan esperado se dio al final. Sintió la calidez y el cariño fluir por sus dedos y viajar hasta su pecho, eliminando poco a poco su pesar.

Por segunda vez en su vida, sintió cariño y no rechazo.

De pie y en la mitad de la avenida, decidió confiar su dolor tomado de la mano de quien llamo su salvador, avanzando entre la lobreguez de la noche.

Pedacito de AlmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora