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Había terminado aquella disparatada noche de cumpleaños, hecha de habladurías y intrépidas confesiones, que también lo había vergonzosamente involucrado, en ese templo de sabor gótico, que parecía una hedionda cueva oscura, un túnel del horror, donde hasta las paredes emanaban un aire mortífero, malsano, que apestaba a cadáveres putrefactos, y donde la única luz presente era la de unas candelitas rojas, colocadas en pequeños nichos de las paredes tenebrosas, idénticas a las que se encuentran encendidas en los cementerios, y en los velatorios, que iluminaban todas juntas esa atmósfera funeraria, espectral, escalofriante. Grotescas, horripilantes eran las expresiones faciales de esa multitud de rostros atormentados, asustados, delirantes, colgados a lo largo de las paredes de ese siniestro templo del miedo y del llanto, como si fueran macrabros elementos decorativos, o tristes trofeos de enfrentamientos, que solo podían atestiguar las psicópatas victorias de un sádico enfermo mental.

Un detalle interesante de estas velas rojas, cuyas llamas palpitaban en la oscuridad, eran las representaciones de muchos santos, o de la venerable madre de Jesús, o de los diferentes históricos papas de Roma, con las que estaban decoradas, a veces en algunas se podía leer una oración grabada en latín:

Réquiem aetérnam dona eis, Dómine, et lux perpétua lúceat eis. Requiéscant in pace. Amén*

No había duda de que el dueño de aquella casa disfrutaba en mezclar lo sagrado con lo profano, el horror con la religión, y ofrecía a esos rostros de infames desgraciados a los que había matado, a través de estos cirios santos, bendecidos con imágenes sagradas, una falsa, rufiana esperanza de beatitud, una chispa de redención, aunque sus espíritus siguieran quejándose suavemente en la oscuridad de su dolor, de su trágica muerte cruel, como si todavía estuvieran vivos, porque las almas de los muertos de muerte violenta no pueden alcanzar el descanso eterno. Ellos continúan permaneciendo en la tierra, a menudo vagando, en busca de una liberación de su sufrimiento frustrado, que los mantiene firmemente anclados al mundo terrenal, a veces a los miserables jirones de su cuerpo, o en algunos casos solo siguen convencidos de que están vivos: tan pronto como trascenderán el peso de la afrenta que han sufrido, o comprenderán que están viviendo una nueva condición existencial, sólo entonces su alma estará en condiciones de ascender al cielo.

Pero el que era el magnífico portador de la belleza en el Santuario, un hombre de seductor y peligroso encanto, ciertamente no tenía ansiedad, miedo, o alguna forma de temor al estar en lo que para muchos habría sido un mal lugar de pesadilla, peor incluso que una subterránea catacumba, al contrario, él había disfrutado mucho en compañía del dueño de ese sitio, el macabro coleccionista de rostros, justo entre esas columnas, y en su cama decorada con calaveras y huesos: él y el español, portador de la noble espada del rey Arturo, a menudo se habían encontrado allí juntos, para unirse, y satisfacer sus deseos pecaminosos con simples momentos de estimulante placer, en compañía del loco amo del cuarto templo. 

Ciertamente eran un trío surtido y bien unido, un gran equipo... 

Sin embargo esa noche el duodécimo guardián se encontraba solo con el santo de Cáncer, y estaba muy muy enojado: al final habría calmado su ira con el perdón, y los dos caballeros habrían pasado la noche durmiendo juntos abrazados, como de costumbre, pero sólo después de una riña furiosa, donde iban a haber palabrotas, insultos, y rosas venenosas lanzadas a toda velocidad: el cangrejo sin tacto había revelado a todos su pequeño secreto, de una manera desvergonzada, descarada, y esto a él, tan fino y elegante en las maneras, no le gustaba para nada, y el tarado también había mencionado de la participación de Shura en algunas de sus citas licenciosas. El problema era que ese reverendo imbécil del crustáceo parecía no entender lo que se arriesgaban ellos tres, si el rumor llegaba al oído equivocado...

La mañana llegó rápida, pero no logró levantarse hasta la una y media de la tarde, y aprovechó para escabullirse de inmediato de la cama del italiano, que todavía roncaba dichoso entre las sábanas: en velocidad se acomodó con una refrescada en el baño, una muda de ropa limpia para ponerse (que solía guardar por precaución en el armario de su amante), un maquillaje rápido, algo a lo que nunca podía renunciar, y allí ya estaba subiendo la larga escalera de las doce casas, cubriéndose lo mejor que podía con una graciosa sombrilla con estampado floral, del sol agobiante. Aspiraba el aire como un pobre pez que estaba siendo cocinado vivo a la parrilla, y sudaba por todas partes, por todo el cuerpo como un cerdo,el pobre Afrodita: se preguntaba si habría conseguido llegar sano y salvo a su casa, sin correr el riesgo de sufrir un golpe de calor en el camino, en su necia intención de cruzar ocho casas zodiacales a esa hora ingrata, de un día de verano, donde el calor podía derretir el plomo.

45°CDonde viven las historias. Descúbrelo ahora