De vuelta

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Severus no había vuelto a citar a Jill Peverell para darle más clases de oclumancia. Estaba inseguro respecto a cómo proceder y se sentía inquieto como pocas veces, casi parecía que estaba dándole largas a un encuentro que tarde o temprano debía ocurrir. No había acudido a Dumbledore tal y como le prometiera a la muchacha, incluso pasando por encima de lo que dictaba la lógica en esos casos. Toda la semana había observado a Jill, preguntándose cómo demonios lograba verse normal, si hasta se empezaba a juntar con Potter, Granger y Weasley, sonriendo como pocas veces la había visto hacer en los años que llevaba allí en Hogwarts. Sabía que Dumbledore le había encargado a la chica acercarse a Potter y vigilar que no hiciese nada estúpido, pero no creyó que alguien tan poco dado a interactuar pudiese lograrlo tan pronto.

Peverell seguía comportándose casi de la misma manera cuando estaba sola: iba a clases con sus compañeros de sexto año, intercambiando algunas palabras con ellos y respondiendo a las preguntas de Severus sólo cuando nadie más se atrevía a hacerlo. Sin embargo, algo había comenzado a cambiar en ella. Antaño cuando respondía a sus preguntas, sus ojos entre asustados y desafiantes rehuían en todo momento; pero ahora, le había sostenido la mirada todo el tiempo, como si esperara que él de un momento a otro fuese a contarle a toda la clase lo que había visto en su mente.

—Profesor Snape.

Severus había dado por finalizada la clase hacía unos diez minutos y casi podía jurar que todos los alumnos habían salido del aula. Estaba tan seguro de estar solo, que se había dedicado a guardar los ingredientes manualmente, disfrutando del trabajo concienzudo de organizar frasco por frasco sin magia. Sin embargo, allí estaba Peverell todavía, salida quién sabe de dónde, aferrándose a la correa de su mochila y mirándolo con una seriedad poco propia en alguien de diecisiete años.

—Dime, Peverell —Severus dejó un frasco en la estantería y procuró prestar toda su atención a la chica.

—Quería hablar de lo del otro día —dijo sin más.

Severus se cruzó de brazos, sintiendo una punzada de incomodidad.

—Creí escucharte decir que no querías tocar el tema —dijo Severus.

— No quiero que nadie más sepa de eso —Jill apretó aún más la correa de su mochila.

—Por mi parte nadie va a saberlo —dijo Severus con seriedad.

—Lo sé —ella se mordió el labio con nerviosismo —. Pero... ¿si alguien más...? ¿si alguien más lee mi mente?

Severus se quedó callado por un instante. Dumbledore consideraba peligroso que Peverell anduviese por ahí sin ningún tipo de protección a la información que poseía y, por lo visto, se había encargado de generarle ese mismo miedo a la muchacha. Había formas de tortura que iban más allá de lo físico y los recuerdos de Peverell daban para mucho en manos de locos como Bellatrix Lestrange, por citar un ejemplo. Se estremeció interiormente ante la idea de Bellatrix fuera de Azkaban nuevamente.

—Podemos trabajar para que eso no ocurra —respondió al fin —. Si estás dispuesta.

—No quiero que usted vea más cosas —dijo ella sonrojándose.

—No es tan fácil... —comenzó a decir Severus. Se calló ante la expresión de la muchacha.

Ella se mordió de nueva cuenta el labio y frunció el ceño, como luchando consigo misma. Pudo notar la intensidad del rojo en contraste con su pálida piel y su negro cabello. Sus facciones eran muy parecidas a las de su madre, a quien conociera en su época de estudios. Alice Peverell había sido su amiga, amable con él como pocos, supremamente dulce y bastante crédula para haber sido alguien tan atormentado. Sintió remordimiento por haber estado demasiado ocupado deseando ser un mortífago y abandonar a Alice a su suerte al salir del colegio. Ahora tenía a la hija de su amiga frente a él, cargada de cosas que volverían loco a cualquiera, pidiéndole ayuda, pero temerosa de que pudiese descubrir quién sabe cuántos horrores más.

Marcados I: Sangre antiguaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora