22 ¡Soy libre!

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No sientas. Esconde, no sientas y no dejes que sepan. No sientas. Corre. ¡Corre, corre, corre!

Y siguió corriendo, repitiéndose una y otra vez su mantra roto, sus promesas vacías, su protección violada. En algún momento llegó a los pies de la montaña del norte, el viento le hacía más pesado el caminar y se vio obligada a bajar la velocidad. Con cada paso debía esforzarse más por subir. No sabía a dónde iba exactamente, cuando estaría lo suficientemente lejos para sentirse a salvo, pero no iba a parar a averiguarlo, no podía. Lo único peor que huir era quedarse varada en medio de la nada esperando a que la encontraran o a que su mente se aventurara a repetir obsesivamente la escena que había terminado con su vida, buscando desesperadamente una solución en el pasado que la hiciera sentir aún más estúpida, más desobediente, más fracasada. Se aventuró a mirar hacia atrás, para asegurarse que no la seguían. Soltó un suspiro aliviado al no ver a nadie entre la nieve y notar que sus huellas desaparecían mientras las dejaba atrás. No podrían seguirle el rastro, aunque quisieran. Aunque a alguien le importara.

Se abrazó a sí misma, subiendo con lentitud. Al menos, en medio del viento y el frío natural de la montaña, podía sentirse un poco menos culpable. Se sintió cansada. La adrenalina dejó su cuerpo, su corazón comenzaba a calmarse y a pesar de su buena condición los pies y las piernas comenzaban a protestar, a pedirle un descanso. Miró hacia arriba, la montaña más alta de Arendelle, la montaña del Norte. Abrazó su dolor, la distracción que significaba para su mente y comenzó a subir con calma, con la cabeza en blanco. Como una muerta andante.

Paso a paso recorrió distancia que nadie más habría aguantado, ni el soldado mejor preparado en el reino, ni el caballo mejor entrenado. Flotaba sobre la nieve, ligera como una pluma, haciéndose parte de aquel entorno helado y familiar. Nadie podría llegar a ella si seguía avanzando. Nadie la encontraría, la atraparía ni la mataría. Con el tiempo puede que llegaran a olvidarla. Podrían abrir las puertas, hacer lo que quisieran con el reino, incluso Anna se vería beneficiada, se casaría con ese tal Hans y tendría por fin la vida y el reino lleno de felicidad como siempre había querido, aquel en el que Elsa ni su padre habían tenido un verdadero hogar.

Elsa sintió una punzada interior. Alzó la cabeza por un momento para mirar hacia su reino, el que en realidad nunca había sido suyo, ni de ninguno de los que habían portado la corona. La maldición.

Ni suyo, ni de su padre.

Siempre escondidos, aparentando. Fingiendo encajar.

El reino se veía tan lejano, tan pequeño, tan solo. Tan inútil sin su reina. Y su reina tan inútil sin su reino. Pero florecería, sin la tormenta de su interior, florecería.

El reino, claro, pero, ¿y Elsa?

Elsa solía florecer. Viendo toda su vida en ese castillo diminuto recordó que florecía. Por el suelo del salón sus flores de hielo se extendían, su corazón se agrandaba, su amor era inmenso. ¿Y ahora? Era pura tempestad, siempre presente en su cuerpo, ansiando salir. De algún modo había esperado que esto pasara. Terminar con la farsa, con sus miedos de una vez por todas. Que todos supieran.

—No dejes que vean—dijo en voz alta, irritada—. Sé buena chica. Esconde, no sientas y no dejes que sepan.

Pero...

—Ya saben.

Aquello la golpeó como aire fresco. Ese no era su hogar, jamás lo había sido. Bien se lo dijo su padre, ahí estaban siempre en riesgo. Y ahora sabían, la odiaban, le temían, quizá la quisieran muerta.

No podían alcanzarla.

No dejaría que la alcanzarán.

Estaba maldita, sí, pero que significaba una maldición cuando nadie salía herido. Cuando separaban culpables y víctimas.

Trilogía: A Través Del TiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora